Prestemos atención: no se trata de orar “al Espíritu Santo”, como si tuviésemos que dirigirnos a Él. Debemos orar en él, es decir, en el poder y bajo la dirección del Espíritu de Dios que mora en nosotros, ya que lo recibimos cuando aceptamos al Señor Jesús como nuestro Salvador, al haber nacido de nuevo (Juan 3:5-8; Efesios 1:13).
Nuestras oraciones deben ser en el Espíritu, es decir, debemos ser conducidos por el Espíritu, para orar según la voluntad de Dios. “El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Las oraciones que son conducidas por el Espíritu Santo son serias y se ajustan al pensamiento divino; por eso Dios puede escucharlas y responder.
Por la oración expresamos nuestra sumisión a Dios. Somos completamente dependientes de él. No lo olvidemos cuando nos dirigimos a Dios. Debemos, pues, comportarnos a la inversa de los impíos que Judas (v. 8-10) describe en su epístola y que menosprecian cualquier autoridad. Éstos, además de no tener ninguna noción de Dios, hablan liviana y burlonamente del diablo. No hemos de incurrir en esta falta.