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Cristianos, debemos mostrar que somos felices. Nuestros problemas pueden ser numerosos y penosos, sin embargo somos exhortados a no inquietarnos, sino a exponer nuestras oraciones a Dios y, a cambio, su paz guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:6-7). Este gozo y esta serenidad son inseparables de la alabanza. Ésta es a la vez una necesidad del corazón y un testimonio que quienes nos conocen deberían envidiar.
Hermanos, no mostremos la imagen de un cristianismo aburrido y fastidioso, ¡como si éste consistiera en pesares y amarguras! Por cierto, no se trata de expresar una ruidosa alegría, a menudo ficticia y debido a una excitación momentánea. Una fuente debe ser profunda para que no corra el riesgo de agotarse. No dejemos que el peso de las circunstancias supere nuestra fe.
Las luchas y las pruebas por las cuales pasamos no pueden quitarnos nuestro gozo cristiano; éste nos lo quita la falta de comunión con el Señor. El desaliento no viene del exterior sino de nuestro ser interior. No hay nada comparable al hecho de poner los ojos en Jesús, el Modelo perfecto, para alejar al creyente de un mundo que olvida a Dios y para volver a darle ánimo. “Te alabaré, oh Señor, con todo mi corazón; contaré todas tus maravillas. Me alegraré y me regocijaré en ti” (Salmo 9:1).
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