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Dios creó al hombre a su imagen, a su semejanza, es decir, con sus mismas facultades para amar, pensar, razonar, querer, rehusar, etc. No quiso crearlo como un robot programado, incapaz de decidir por sí mismo, o como un títere prisionero de sus hilos. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, por consiguiente, libre. Pero la libertad implica responsabilidad. El ser humano no está, como el animal, sujeto a impulsos irracionales; por este motivo tiene la obligación de obedecer conscientemente a su Creador. De ahí el test, la puesta a prueba de esa obediencia en el paraíso terrestre, donde Adán infringió la única prohibición que le había sido hecha.
Pecado, miseria, sufrimiento y muerte fueron la trágica consecuencia de ello para toda la raza humana. Pero, ¡gloria a Dios!, el Evangelio no se detiene allí. Escuchemos esta buena nueva: si “la paga del pecado es muerte”, “la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
Dios no procuró mejorar la raza humana sino que hizo aparecer un hombre nuevo. Jesucristo, a veces llamado “el postrer Adán” (1 Corintios 15:45), vino a la tierra para volver a empezar la historia del hombre. Ofreció a Dios una vida perfecta, sin pecado, “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17).
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