un mal d?


 
 

Un mal dìa
Su esposa se lo había dicho antes de salir de casa. Ese no iba a ser un buen día. Era un extraño presentimiento que le rondaba por la cabeza desde hacía semanas. Su esposo convivía con el peligro y la muerte era moneda corriente en la disipada vida de su amado, cualquier día, podía ser el último que lo viera con vida. Pero esta vez era distinto.
 
Ella sentía un helado presagio, una nefasta premonición. Y ahora, había escuchado lo que no hubiese preferido oír nunca: su esposo había sido detenido. «No debiste haberte casado con el, nunca fue un buen hombre», pronosticó su madre, y hoy, pagaba la factura por una mala elección y por desoír el consejo materno. Pero que fuera un delincuente, no disminuía el amor que sentía por el. Hubiese preferido un abogado, un ingeniero o un albañil, pero no tuvo esa fortuna. Su esposo era un ladrón y lo acababan de apresar.
 
No la asustaba que estuviese preso, ya había pasado por esa situación antes. Lo dramático era que esta vez no habría misericordia del juez, y la sentencia era inapelable. «Una ejemplar muerte de cruz», pidió el fiscal a un tribunal con sed de justicia. Es que ese no iba a ser un buen día, pensó la mujer una y otra vez. No debió haberse levantado de la cama.
 
Era una tarde gris, helada, con una llovizna que cortaba la cara. «Tal vez lo perdieron las malas compañías» reflexionó mientras recorría la calle principal, «su socio en las andadas también será crucificado con el», le susurró una vecina a modo de desgraciado consuelo. De igual modo, ya no importa buscar culpables, lo cierto es que su esposo iba a terminar como ella lo había soñado en tantas pesadillas: en la peor de las muertes, la más vergonzante, la más cruel, la más atroz. La dama no pudo despedirse de su amado, es que los ladrones no cuentan con ese lujo, no hay piedad, humanidad, o últimos deseos para los condenados al madero.
 
El horizonte recorta tres cruces, la de su esposo, la de su compañero en las correrías y la de un….desconocido. Ella conoce a su marido y al otro ladrón, pero le resta importancia al tercero, «otro infeliz que condenará a otra viuda al olvido y la desgracia», piensa. El cuadro es estremecedor. No la culpen a ella por no llorar, ya gastó todas sus lágrimas en una vida miserable junto a quien le prometió amor eterno y ahora cuelga de una cruz.  No quiere mirar a su esposo, está allí, pero prefiere no recordarlo así. Sólo observa el suelo, mientras la sangre surca la tierra entre los dedos de sus pies.
 
Uno de los ladrones insulta al desconocido de la cruz del medio. Y una voz conocida, imperceptible, pronuncia algunas débiles palabras. «Acuérdate de mi, cuando vengas en tu reino». Era la inconfundible voz de su esposo, sin duda, hablándole al desconocido de la cruz central. «Hoy  estarás conmigo en el paraíso», promete el otro, como si en su condición pudiese prometer algo.
 
La mujer levanta la vista por primera vez. Tal vez para mirar a los ojos de su esposo una vez más….o tal vez para entender el diálogo tan extraño que acaba de oír. El socio de su esposo acaba de morir en un seco grito. El desconocido del medio pareciera un inocente que paga por algo que jamás cometió, y su esposo, su esposo….sonríe. No tendría porqué sonreír, no hay razones. Hizo de su vida un mundo miserable, y pende de una cruz frente a miles de ciudadanos enojados. Pero el ladrón se encuentra con la mirada de su esposa, y le hace una sonrisa. Un último gesto de que todo estará bien, a pesar de todo. El gesto de los que se encontraron con la gracia en el momento menos pensado. Ella tampoco sabe porqué, pero presiente que su esposo finalmente encontró algo distinto. No entendió bien el diálogo de los condenados, pero supo que algo había cambiado, allí, a escasos metros de ella, en lo alto de la cruz.
 
Su esposo cuelga de un madero, pero inexplicablemente, irracionalmente, sonríe. Ella le devuelve el gesto en el lenguaje del silencio, ese que sólo pueden interpretar los que se han amado lo suficiente como para no tener que hablar. Su esposo se había encontrado con la gracia en el minuto final. Segundos antes de la cita con el verdugo inevitable, la muerte. Ella sabe que no puede implorar justicia y mucho menos misericordia. Ella sabe que su esposo paga por crímenes verdaderos. Ella sabe que ese era el final del camino, la terminal de la vida, tarde o temprano. Pero ahora, la última sonrisa de su esposo le devuelve la calma. La sonrisa que se dibuja entre la sangre y los moretones, extrañamente, la compensa por toda su vida miserable.
 
Su esposo parece no pender de una cruz. Muere como si lo hiciese de viejo, en una cama caliente, rodeado de sus seres amados, luego de haber vivido una buena vida. Su esposo no mereció nietos, ni años altos, ni una cristiana sepultura. Pero alguien, tan condenado como él, le prometió el paraíso en lo alto de la cruz. Ese, no iba a ser un buen día. Y mucho menos, existía la más remota posibilidad que terminara bien. Su esposo ha dejado de respirar, pero nadie se explica porqué sonríe. La dama descubrió el secreto: si para encontrarse con el paraíso había que venir a la cruz, valió la pena el haberse levantado.
 
Cuando te sientas que tu día está arruinado, o lo que es peor, que tu vida se ha transformado en miserable, recuerda que siempre se puede pasar por la cruz. La gracia, transforma a ladrones en reyes, y a las cruces en paraísos.

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