Orar al Se?or y amar al pr?jimo

Naciones y pueblos todos, alaben al Señor, pues su amor por nosotros es muy
grande; la fidelidad del Señor es eterna. ¡Aleluya! [*Salmo 117,1 – 2*]*.*

* *

Antes de alguna acción importante los evangelios nos presentan a Jesús
orando; en el momento en que nos enseñará a orar, Él está en oración [*Lucas
11,1 – 4*]. Entonces nos hará conocer algo muy importante: orar ante Dios
como hijos, no sólo llamándolo Padre, sino teniéndolo por Padre en verdad.

En Cristo, que vuelve al Padre, el nombre divino es santificado por aquellos
que han recibido el perdón de Dios y la comunicación de su Espíritu Santo.
El Señor no sólo nos alimenta con el pan de cada día, sino que nos da el Pan
de Vida. Él nos perdona nuestros pecados porque es misericordioso para con
todos los suyos; así hemos de aprender a perdonar a nuestro prójimo quienes
nos gloriamos de ser hijos de Dios. El Señor hará que su victoria sobre el
pecado y la muerte sea nuestra victoria, especialmente en la batalla final,
pues Él jamás nos abandonará, sino que nos llevará sanos y salvos a su Reino
celestial.

No sólo podemos decirnos hijos de Dios y llamarlo Padre cuando le damos
culto; es necesario que nos comportemos como hijos suyos en la vida diaria.
Si nuestra oración no nos compromete en el trabajo por la paz, por la
justicia, por una vida más fraterna, no sólo hemos de revisar la intención
de nuestra oración, sino aquello que fundamenta nuestra fe en Dios. Los que
hemos sido llamados para ser hijos de Dios estamos comprometidos a compartir
lo nuestro con los que nada tienen; y no podemos vivir divididos como si el
Dios en quien creemos fuera distinto al de los demás, o como si no fuera
Padre de todos.

El Señor nos llama para que proclamemos su Evangelio como testigos que han
experimentado el perdón en su vida, la misericordia, la vida y el amor de
Dios. Nuestro testimonio, que nos convierte en luz de las naciones por
nuestra unión a Cristo Jesús, no puede llevarnos a aceptar a algunos cuantos
y a rechazar a otros [*Gálatas 2,4 – 8*]*.* La iglesia de Cristo se debe a
la humanidad entera, sin importarle razas, condiciones sociales, religiosas
o culturales, pues Cristo ha venido como Salvador del mundo entero. La
misión de Cristo es la misma misión de su iglesia, y hemos de pedir al Señor
que nos dé un corazón grande para amar, para amar sin fronteras, buscando
siempre el bien y la salvación de todos.

Pongámonos siempre en camino para hacer presente a Cristo en todos los
ambientes y estructuras de nuestro mundo, hasta que todo llegue a quedar
consagrado a Él y a convertirse en una verdadera alabanza en honor de su
Santo Nombre.

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