Cuando yo estaba recién salido del seminario, mi primera clase de escuela dominical tenía cuatro jóvenes de la escuela secundaria, tres muchachas y un varón. Ellos estaban sentados en un cuarto donde cómodamente podrían sentarse 200 personas. Mientras leía torpemente mi lección, una muchacha miraba un libro, mientras otra se sentaba en las piernas del único muchacho que había en el aula y se rieron durante toda la clase.
Marcia fue la única que de verdad me escuchó y después de la clase me dijo que su familia se estaría mudando la semana próxima. Después de «ese compromiso para dar esa charla», seriamente puse en duda mi llamado a pararme otra vez delante del auditorio.
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