PRISIONERA DE SUS PROPIAS MANOS

PRISIONERA DE SUS PROPIAS MANOS
por Carlos Rey

Eran manos bellas, bellísimas. No había ninguna imperfección en ellas. Todo —las uñas, los nudillos, la piel, la palma— revelaba la más exquisita perfección. Eran manos perfectas en su forma, en la largura y en la elegancia de los dedos. Eran, en fin, manos bellísimas, sugestivas, en cualquier posición que las pusiera.

Pero esas manos perfectas de la modelo Patricia Tilley se habían convertido en su obsesión, en su drama, más aun, en su esclavitud. La verdad es que Patricia, por orden de sus agentes, las tenía en tan alta estima que no podía hacer nada con ellas: ni lavar, ni cocinar, ni planchar, ni tejer, ni bordar, y ni siquiera estrechar la mano de otra persona. Por razones de contratos, tenía que mantenerlas perfectas. Su mayor belleza llegó a convertirse en su mayor angustia.

He aquí un caso excepcional. Patricia Tilley tenía manos perfectas que se exhibían en fotos de publicidad. Con ellas se hacía la propaganda de anillos, de pulseras, de cigarrillos, de lapiceros y de mil artículos más en que era necesario presentar manos hermosas.

Pero lo que era su mayor belleza y su mayor fuente de ingresos, ya que ganaba cien mil dólares al año con esas manos, era también su mayor preocupación, su mayor obligación y su mayor angustia. Sus manos la dominaban, la esclavizaban, la despojaban de su libertad y le robaban la felicidad. Tanto era así que, a pesar de todo lo que ganaba, Patricia llegó al extremo de decir que hubiera sido más feliz con manos rugosas, callosas, pero manos de ama de casa, de madre, de abuela. La ironía del caso es que se volvió prisionera de lo que pudo haberle dado libertad económica.

«No todo lo que brilla es oro», dice el refrán. La vida está llena de paradojas, pues las cosas no son necesariamente como aparentan ser a primera vista. Lo que parece provechoso —como el dinero, la belleza, el físico, la voz y los talentos— puede convertirse en una desventaja. Los artistas de cine conocen muy bien la presión de esa paradoja.

Lo cierto es que todos somos esclavos de algo o de alguien, y la cosa o la persona a la que servimos se convierte en nuestro amo. Eso es lo que sucede cuando servimos al pecado. Por eso dijo Jesucristo: «Todo el que peca es esclavo del pecado» (Juan 8:34). A Dios gracias que Él nos permite escoger qué o a quién hemos de servir.

No hay mejor posesión en esta vida que la paz que da Cristo. Amarlo, creer en Él, seguirlo y contar con su amistad es la mayor riqueza, la mayor alegría, el mayor tesoro que el ser humano puede disfrutar. Ya que hemos de ser esclavos de alguien, seámoslo de Cristo. Él es un amo fiel, justo y bondadoso.

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