EXTRANJEROS EN SU PROPIA TIERRA

 

«EXTRANJEROS EN SU PROPIA TIERRA»
por Carlos Rey
(Día Internacional del Inmigrante)

Se había independizado de España hacía sólo quince años. Ahora le tocaba cosechar lo que había sembrado. Con la rebelión de Texas en 1836, México perdió gran parte de su territorio norteño. Pero pasarían otros dieciocho años antes de que su pérdida llegara a su colmo. Con la venta de La Mesilla en 1854, México ya había acumulado en territorio perdido la mitad de su extensión original. Además de Texas, el antiguo norte de México incluía los actuales estados de California, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah, así como partes de Wyoming, Colorado, Kansas y Oklahoma. Por eso a los hispanoamericanos que actualmente viven en el suroeste de los Estados Unidos de América se les ha llamado «extranjeros en su propia tierra».1 No se trata de que sean extranjeros en el sentido estricto de la palabra, sino de que se sientan como extranjeros en su propia tierra.

Si hay alguien en la historia de la humanidad que puede identificarse divinamente con ese sentir del hispanoamericano en tierra ajena, es Jesucristo, el Hijo de Dios. Siendo ciudadano del cielo, se trasladó a la tierra, y no necesitó visa de extranjería ni de residencia porque adquirió su ciudadanía de nacimiento. Hizo suyas las costumbres de los habitantes de la tierra y se identificó plenamente con nosotros en lo material y en lo espiritual, y sin embargo culturalmente se sentía extranjero, «de otro mundo», porque disfrutaba de una doble ciudadanía. Dejó por un tiempo la ciudadanía del cielo para adquirir la de la tierra, a fin de vivir entre nosotros con todos los derechos y privilegios de un ciudadano. Pero también dejó esa ciudadanía celestial a fin de morir por nuestros pecados, como merecíamos morir nosotros mismos. Y todo para que nosotros, al igual que Él, pudiéramos disfrutar de una doble ciudadanía. Sólo así podríamos algún día vivir con Él en el cielo. Pero durante algún tiempo también nosotros nos sentiríamos extranjeros en nuestra propia tierra.

Ahora bien, el sentirnos extranjeros en nuestra propia tierra no es necesariamente perjudicial. ¡Hasta puede ser ventajoso! Lo cierto es que el Padre celestial quiere que nuestro sentir sea como el de San Pablo, contentos de afirmar como él: «Dios,… por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados…. y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales…. Muchos…. sólo piensan en lo terrenal. En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo….»2


1 David Weber, ed., El México perdido (México: Secretaría de Educación Pública, Ediciones Oasis, 1976), p. 15 y contratapa.
2 Ef 2:4?6; Fil 3:20

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