El valor de la soledad – Liderazgo Mujer Cristiana

 

 

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por Keila Ochoa

Hace unos meses pensaba que mi vida estaba bajo control hasta que sufrí un colapso nervioso que me relegó a la cama. Allí descubrí la soledad y lo valiosa que ésta resulta para la vida espiritual, pues sin darme cuenta había caído en la trampa del ritmo moderno.

 

La soledad es una escuela a la que a pocos les importa asistir, aunque ninguna instruye mejor. William Penn

Hace unos meses pensaba que mi vida estaba bajo control hasta que sufrí un colapso nervioso que me relegó a la cama. Allí descubrí la soledad y lo valiosa que ésta resulta para la vida espiritual, pues sin darme cuenta había caído en la trampa del ritmo moderno, guiada por tres conceptos equivocados:

1) El activismo es sinónimo de productividad 
Poco a poco me había involucrado en más y más tareas para, según yo, servir al Señor. Pero como consecuencia, mi calendario se llenó de citas, mis semanas de compromisos y mis años de proyectos. De repente me hallé postrada en cama, sin energía y consumida por la tristeza. Por primera vez en mi vida, no sabía qué hacer. Me vi forzada a dejar mi trabajo, a cancelar mis compromisos y a desechar las listas de pendientes que poblaban mi escritorio.

Quien ha tenido esta experiencia sabe lo frustrante que es amanecer cada mañana sin fuerzas. No podía realizar mis actividades rutinarias pero tenía energía suficiente como para leer, y así mi estado de ánimo me impulsó a buscar consuelo en los Salmos. Entonces comprendí la importancia de establecer una parada en el camino para organizar mi vida alrededor de mi tiempo a solas con Dios (no al revés), y mirar a través de sus ojos, no los míos.

Una hermana en Cristo, a quien admiro mucho, me llamó en esos días y me dijo esta frase: «La inteligencia espiritual no es activismo, sino un estate quieto.» ¡Cuán cierto! ¿Cómo podía escuchar a Dios si me hallaba inmersa en prisas y actividadesí Pude confirmar esta frase en el Salmo 46.10: «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.»

Aunque la solución temporal a mi problema fue el reposo para recuperarme de la enfermedad, reconocí que debía hacer algo práctico. De este modo me apropié de la idea que Ricardo Foster sugiere en su libro Celebrando la disciplina: llenar el día con dos o tres momentos de soledad, y designé un lugar especial para apartarme a orar, aunque fuera durante quince minutos. En ese tiempo me dedico a repasar mis acciones, a ponerme en manos de Dios y a comunicarle mis pensamientos. Trato de tener un espacio en la mañana, otro a medio día y, si es posible, un último en la tarde.

Esta decisión me ha obligado a decir «no» a llamadas telefónicas, invitaciones sociales, programas televisivos y otras cosas que causan interrupciones. Cualquier actividad que me robe parte de esos momentos o complique mi día al grado de que no pueda recostarme o sentarme para conversar con el Señor (aparte de mi tiempo devocional y estudio bíblico) debe ser desechada. ¿Difícil? Bastante. Pero los frutos compensan el esfuerzo.

Como Catherine de Hueck Doherty escribió: «Desiertos, silencio, soledad, no son necesariamente lugares, sino estados de la mente y del alma. . . Serán pequeñas soledades, diminutos desiertos, cortos silencios, pero la experiencia que traerán, si estamos dispuestos a entrar en ellos, será tan santa como todos los desiertos del mundo. . . Pues es Dios quien hace nuestras soledades, desiertos y silencios santos.»

2) El objetivo son las personas 
Al involucrarme en un ministerio en el que ayudamos a la gente, mi lógica dictó que debía aceptar desayunos, almuerzos y reuniones para platicar con los que me necesitaban, ya fuera para escucharles, aconsejarles o animarles. Es cierto que las epístolas nos mandan realizar muchas acciones «los unos por los otros», pero la Biblia también nos enseña que la vida gira alrededor de la cabeza, no del cuerpo. El propósito es conocer y honrar a Dios; el centro del servicio cristiano es Jesús. Y aún cuando las personas son una parte fundamental, no son ni la fuente ni la finalidad. Por algo el Señor nos recuerda que Él es el primero y el postrero.

Quizá mi miedo a la soledad se acentuaba con la falta de compañía. Pensaba que al encerrarme en una habitación me hallaría completamente sola. Sin embargo, Lutero y Spurgeon dijeron que aún detrás de la puerta cerrada el diablo nos sigue, incluso a nuestros rincones más solitarios. Si siguió al Señor Jesucristo al desierto, ¡cuánto más a alguien como yo! En esos días de soledad «forzada», mis temores y preocupaciones me torturaron. En la lucha aparecieron pecados no confesados, motivaciones personales disfrazadas de piedad y el impulso secreto de ansiar, en el fondo, la fama y la recompensa material.

Contemplar mi engañoso y perverso corazón me desquició, pero las promesas del Señor triunfaron y a mi confesión siguió la paz. Entonces ocurrió algo mejor: ¡mi compasión aumentó! Al verme víctima de mi pecado, valoré las batallas de los demás. En mi ceguera de creerme una «gran cristiana» había juzgado erróneamente, pero cuando me di cuenta de la «persona muerta en mi propia casa» (en palabras de Henri Nouwen), me fue más fácil perdonar y aprender que las guerras también se libran en la soledad del corazón.

Sin embargo, la soledad no excluye la comunión. Dietrich Bonhoeffer lo explicó muy bien en su libro Life Together (Vida en comunidad). Uno de los capítulos se titula: «Un Día Juntos» y el siguiente: «Un Día Solos». Bonhoeffer escribe: «El que quiere comunión sin soledad salta a un vacío de palabras y sentimientos, y el que busca soledad sin comunión perece en el abismo de la vanidad, el egoísmo y la tristeza.»

La clave está en el balance. ¿Mi error? Me incliné hacia el aspecto social descuidando mis tiempos de soledad. ¿La solución? La disciplina. ¿El ejemplo? El Señor Jesucristo. En Lucas 5.16 se nos dice: «Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba.» La palabra «apartaba» denota un hábito. La frase «a lugares desiertos» indica que elegía un sitio geográfico accesible, pero libre de interrupciones. La disciplina de la soledad tiene un objetivo: buscar a Dios en oración. Sin un propósito espiritual, no funciona.

3) Mucho ayuda, el que mucho habla
En mi familia siempre me han señalado como la más parlanchina. Puedo hablar por horas sobre varios temas, y quizá de allí nació mi afición por la literatura. Pero reflexionando sobre los días anteriores a mi crisis, noté que tanta actividad en mi calendario incrementó de manera natural el uso de mi lengua. ¿Qué se hace alrededor de una taza de café? ¡Conversar! Aún más en un grupo compuesto exclusivamente por mujeres. Además, en mi caso, hablaba más que escuchar, por lo que mis consejos carecían de resultados.

En mi peregrinaje de soledad no tuve otra opción que el silencio. Me hallaba en cama y, aunque recibía visitas esporádicas, la mayor parte del tiempo me encontraba sola. Esto me forzó a callar y, aunque de mi boca brotó un río de oraciones, al final este también se secó. Entonces aprendí que el mundo y Satanás promueven el ruido, ya que conocen el poder del silencio. Como la quietud incomoda, se llena el vacío con charla trivial, el televisor o la radio y, cuando la lengua se suelta, no puede ser detenida, llevando a su dueño a terribles pecados como la mentira, la crítica y el chisme.

Nuevamente Nouwen me ilustró en cuanto a los beneficios de la soledad pues, entre otras cosas, el silencio nos enseña a hablar. Una de las razones por las que me cuesta tanto trabajo callar es que me siento inútil. Me gusta tener el control. En la soledad uno se obliga a cerrar los labios y, al hacerlo, le entrega el control a Dios. No existe otro antídoto para la palabrería.

Lo más increíble es que cuando se empieza a disfrutar el silencio y se lo implementa en el ministerio, se cumple el proverbio: «En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente» (10.19).

Esta práctica de soledad y silencio implica tiempo y esfuerzo. A veces siento que me duermo o comienzo a divagar. Quizá el peor enemigo sea la mente, con su tropa de pensamientos; sin embargo, cuando uno aprende a cerrarle la puerta, pronto desiste. Lo importante es recordar que esta disciplina libra de las preocupaciones y ayuda a escuchar la voz que el alma anhela, aquel silbo suave y apacible que experimentó Elías.

Al mirar hacia atrás sé que mi colapso nervioso tuvo un propósito. También reconozco que no será el último, ni que he aprendido todas las lecciones. Sin embargo, no me queda duda alguna sobre la importancia de tener un tiempo a solas, y no uno sino varios durante el día, para estar quieta, arreglar cuentas con el Señor y guardar silencio en su presencia.

Tomado de Apuntes Mujer Líder, volumen III, número 4. Todos los derechos reservados.

1 COMENTARIO

  1. Les agradezco enormemente este espacio de reflexión.
    Encontré un gran espejo en «El valor de la soledad – Liderazgo Mujer Cristiana», y la sensación de estar acompañada por todas las mujeres cristianas a las que les sucede lo mismo.
    Fue un intimo ‘refrescar de la memoria’, sobre todas aquellas cosas que una sabe y es conciente de que debe practicarlas, pero que deja de lado por caer una y otra vez en el tirano ritmo del mundo actual. ¡QUe el Espiritu Santo nos conduzca siempre a DIos, origen y destino de todas las cosas!.
    Bensiciones, A.

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