La Bendita Santidad de Dios

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Algunos estudiosos de la palabra afirman que la santidad es el atributo de Dios que más nos incomoda.

Cuando hablamos del carácter de Dios enfatizamos su amor, su misericordia, su longanimidad, su conocimiento y sabiduría infinitos, pero raramente hablamos de su santidad, de su justicia y de la ira que el pecado del hombre provoca en su ser.

Cuando el profeta Isaías recibe su llamamiento, experimenta una visión en la que ve a Dios sentado en su trono: Isaías 6:1-3
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.
Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.”

Estos seres alados que sobrevolaban el trono de Dios tenían una particularidad, contaban con tres pares de alas. Con un par de ellas cubrían sus pies, con un par de alas volaban y con otro par de alas cubrían sus rostros, pues no podían mirar directamente la gloria de Dios.

Tanto impresionó la visón de Dios al profeta que exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto”; pues siendo hombre pecador Isaías había visto a Dios y entendía que nadie puede verle y seguir vivo, sabía que la santidad de Dios lo fulminaría.

Esta santidad de Dios es la misma que quemó por completo a los hijos de Aarón, cuando ofrecieron ant e Él fuego extraño que el Señor no había ordenado. Aarón y Moisés fueron enseñados de dolorosa manera práctica lo que el Señor ya les había anunciado, pues éstas fueron las palabras de Moisés a su hermano ante la pérdida de sus hijos:

“Esto es lo que el Señor quería decir cuando dijo: “A los que se acercan a mí les mostraré mi santidad, y a todos los israelitas les mostraré mi gloria. Y Aarón se quedó callado.” (Levítico 10:3)

Aarón no tuvo más opción que callar ante Dios y ante el pueblo, pues Su santidad no puede ser subestimada o pasada por alto.
Conocer el amor de Dios, experimentar su misericordia y su gracia nos hace bien, pues nos acercan a un Dios que extiende sus brazos en busca del arrepentido. Por su parte, su santidad y justicia, así como las expresiones de su ira nos asustan y confunden hasta el punto de que algunos han llegado a minimizar o incluso ignorar estos atributos de Dios. Por ello es importante tener algunos puntos en claro:

– Dios no cambia, es inmutable. Es el mismo ayer, hoy y siempre.

– Sus atributos se califican mutuamente y ninguno prevalece sobre el otro. Por ello podemos decir que su ira es santa y que su amor es infinito. Su justicia sabia y su sabiduría justa.

– El carácter de Dios no depende de ninguna concepción humana. Él es el que es, y de nada sirve minimizar su justicia o enfatizar su misericordia.

Tomar conciencia de la distancia abismal que existe entre su santidad y nuestra pecaminosidad nos coloca como criaturas en el correcto lugar que tenemos ante ese Dios.

Entender su justicia nos ayuda a profundizar nuestra comprensión del sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz. Pues su justicia fue en Jesucristo perfectamente satisfecha, el justo murió por el injusto, para evitarnos la justa muerte que merecíamos.

Aceptar su ira como justa sobre los que lo niegan nos ayuda a valorar y amar más su gracia y misericordia. Pues quienes consideran a Dios injusto o ausente, responsable de los males de la humanidad, no han comprendido que Dios no le debe nada a su criatura y que en lugar de ejercer su justo juicio sobre todos los hombres ha extendido su gracia y misericordia de manera voluntaria, porque así le ha placido.

Un Dios infinitamente santo insta a adoración, un Dios de justicia eterna despierta el verdadero temor de Dios, su ira descargada en la cruz del calvario nos ayuda a comprender su amor. Es a este Dios alto, Señor todopoderoso cuya gloria llena toda la tierra a quien por Cristo podemos decir: ¡Abba Padre! A ese Dios adoremos con entrega y gratitud, ¡a Él sea toda la gloria y el poder por los siglos de los siglos!

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