Carta a un hijo

No tuvo hijos naturales, pero sí espirituales. Este joven, en especial, le conmueve y llena un vacío que punza en ocasiones, sobre todo cuando está cansado o abrumado por nuevas discusiones. Como su padre —por lo menos en el sentido práctico— se pregunta cómo lograr que este joven, animoso y naturalmente atractivo, se mantenga puro en medio de una sociedad tan corrupta. Él mismo ha visto cómo algunas mujeres se le ofrecen en plena calle.

Su ahijado es un varón con necesidades físicas, rodeado de una forma de vida que invita al placer y a la satisfacción personal. El matrimonio no impone límites ni restringe las posibilidades, según opinan los sabios. El amor a uno mismo ha creado seres egoístas que no piensan en los demás y que se nutren de vanagloria y soberbia. Muchos, y él los conoce de primera mano, fingen una vida recta, pero ocultan malos hábitos y pensamientos, incluso dobles vidas.

¿Cómo proteger a su amado hijo? Él ya presiente su propia muerte, pues la sentencia ha sido dictada, y aunque en el fondo anhela descansar y respirar su último suspiro, teme por sus protegidos. ¿Y si se equivocan? ¿Si pierden el destino? Solo una cosa puede hacer, así que toma la pluma y la entinta. Escribirá una carta más, quizá la última, y le recordará a su amado hijo que debe persistir en lo que ha aprendido de labios de su abuela, de su madre, de él mismo. Solo la Escritura será capaz de enseñarle nuevas cosas, de mostrarle lo que hace mal, de corregirlo en sus caminos, de instruirlo en la moral y de prepararlo para toda acción.

Así empieza Pablo una nueva carta a Timoteo, donde le recuerda que el único medio de guardar puro su camino es conociendo y obedeciendo la Palabra de Dios.


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