EL ECUMENISMO ¿Reunión o juicio de la cristiandad?



Desde que esta advertencia fue escrita en 1896, el clamor para la reunión de la cristiandad ha seguido en aumento dentro de círculos cada vez más amplios, y también ha ido c

reciendo en volumen e intensidad, bajo la iniciativa de líderes religiosos y políticos. La Escritura predice, efectivamente, que esta coalición será formada, y que florecerá exteriormente por un tiempo, pero que está condenada a una espectacular destrucción por el juicio del Señor. Las solemnes advertencias de William Kelly vuelven a salir a luz con el ferviente deseo de que sus lectores eviten todo contacto con este impío esquema.

El repentino ascenso del llamado «movimiento ecuménico», fomentado por el modernista y liberal Concilio Mundial de Iglesias, junto con el llamado del Papa Juan XXIII a una mayor tolerancia y oraciones para una reunión conjunta de los cuerpos católicos romanos y protestantes, hacen que este artículo sea aún más relevante para nuestros días.

Primavera de 1963
EL ECUMENISMO: ¿Reunión o juicio de la cristiandad?
No ha de sorprender a nadie el hecho de que, en una carta dirigida al Arzobispo de York (en 1896), un experimentado y hábil político de la actualidad haya expresado las esperanzas de aquellos que buscan una reunión de toda la cristiandad. Algunos no estaban preparados para esto, y están apenados en un tono muy respetuoso en todo respecto hacia el Papa, para decir lo menos. Sin embargo, el Sr. Gladstone, en realidad, es más consistente consigo mismo que con la mayoría de las cuestiones candentes que jamás ha abordado. La cristiandad siempre ha sido un ídolo mimado. En esto, él aún permanece sin cambios.

Ahora bien, si creemos a las Escrituras, la cristiandad espiritualmente juzgada es una ruina[1]; y esto por la confesión de casi toda conciencia cuando es probada. Para empezar, el Papa reconoce esta ruina en sus múltiples anatemas; y así también lo hace el Sr. G. y todos los que suspiran tras «la reunión» o pretendida restauración de la cristiandad. Si las cosas fuesen según Dios, no habría lugar para nada de eso. Aquellos que sienten la ruina mucho más profundamente, confiesan los pecados que la causaron habitualmente vestidos de cilicio y cenizas. Por constitución divina, todos los santos desde Pentecostés, tuvieron originalmente una sola comunión. Podían ser centenares o millares los que creían (Hechos 21:20); pero todos ellos eran la iglesia de Dios en Jerusalén, en Antioquía, en Corinto, en Éfeso. Así era en todas partes en los tiempos apostólicos. Había, naturalmente, iglesias en distintas provincias o países (Gálatas 1:2). Pero el Evangelio era entonces predicado en todas partes, y el Señor obraba con aquellos que predicaban (Marcos 16:20; Colosenses 1:6, 23). Y los creyentes por toda la tierra eran edificados juntos como “la casa de Dios, la iglesia del viviente, columna y baluarte de la verdad” (1.ª Timoteo 2:15).

Según un cálculo aproximado de la profesión cristiana, se estima que hay unos 216 millones de católicos romanos; pero hay 137 millones de anglicanos, luteranos, reformados y otros protestantes, y 97 millones de griegos, ortodoxos u otros, junto con nestorianos, coptos, abisinios, etc. Hay al menos igual número que llevan el nombre de cristianos tanto fuera como dentro del catolicismo, aunque éste solo contiene un número mucho mayor que cualquier otra denominación sola. Pero en cuanto a la unidad, no la hay. ¿Puede alguno pretender ser más débil en presencia de los hechos? Es igualmente cierto que la santa unidad en la verdad debiera siempre haber sido una realidad, y que ya por siglos ha cesado de existir. La pretensión de unidad, por tanto, se demuestra ahora que es falsa, y que su ausencia constituye una prueba cierta de la ruina[1]. La catolicidad de la iglesia visible es un sueño engreído. Y si la apostolicidad en el sentido histórico hubiese de ser tenida en cuenta, es claro que Roma no puede rivalizar con las iglesias Orientales, las cuales, plantadas por uno u otro apóstol, fueron dirigidas por San Juan, el último. Roma nunca tuvo apóstoles, salvo como prisioneros o para morir; la asamblea en Roma no fue plantada ni gobernada por ninguno de ellos. En cuanto a esto, la Escritura es decisiva.

Mucho se arguye, de manera humana, a favor de la sucesión apostólica. Pero lo que confronta al creyente de un extremo al otro de la Escritura, es la vanidad y la caída del ser humano, sin importar cuándo, dónde o cómo Dios lo haya probado, sin importar cuáles hayan sido los privilegios conferidos al hombre. Así ocurrió con Adán, con Noé, con Abram, etc., con Moisés, con Aarón y con Israel; con Saúl, con David y con Salomón; con Nabucodonosor o con cualquier otro de los gentiles. En nada Dios fracasó, sino que sustentó la fe, a pesar del fracaso de los suyos. Sin embargo, el hombre, bajo cada una de las pruebas, fracasó. Mientras tanto, Dios miraba hacia el Segundo Hombre —quien no sólo permaneció en perfección, sino que finalmente manifestará de forma gloriosa los títulos que el primer hombre y su descendencia echaron a perder—: El postrer Adán, el Primogénito de toda creación, el Gobernador de la tierra, la Simiente de la mujer y de la promesa, Sacerdote en su trono, Rey en Sion, Hijo del hombre a quien todos los pueblos, naciones y lenguas servirán en el siglo y tierra habitable venideros.

Pero, ¿no es la iglesia una excepción a la ley del fracaso y la miseria del hombre? ¡De ninguna manera! Por eso está la solemne advertencia (que el gran apóstol de la circuncisión hace de forma notable precisamente a los santos en Roma, en el capítulo 11 de la epístola a los Romanos) de que no sean sabios en su propia opinión (Romanos 12:16). Si el gentil profesante no continuó en la bondad de Dios, “tú también serás cortado” (Romanos 11:22), igual que como lo había sido el judío. ¿Habrá alguien tan ciego, tan duro y tan soberbio para decir que la cristiandad “ha permanecido en esa bondad” de Dios? ¿Afirmará esto el Papa de la mitad de los bautizados? ¿Lo harán los Protestantes de la mayoría católica? ¿Dirán esto los piadosos Anglicanos de su propia comunidad? ¿Acaso un no conformista temeroso de Dios argüirá que su sociedad, o cualquier otra, no es culpable? Mas si así fuere, la Escritura (sin una sola palabra calificativa en ningún otro pasaje, y con muchas y aún más solemnes amenazas en otros) sentencia inexorablemente: “tú también serás cortado” (Romanos 11:22).

La cristiandad, madre e hijas (Apocalipsis 17:5), cae bajo la sentencia universal. Los caminos de Dios con los fieles ya no fracasan más; el propósito de gracia de Dios será establecido en Cristo y la iglesia en el cielo más allá de todo poder del enemigo. Pero el gentil no tiene ninguna diferencia respecto del judío en cuanto a la profesión responsable en la tierra. La única excepción es el Señor Jesús, quien pondrá esto en ejecución, así como todos los demás designios de Dios en el día venidero. Él —y no el Papa— es la cabeza del cuerpo, la iglesia; él, que es el principio, el primogénito de entre los muertos (porque en esta condición, y no meramente como encarnado, empieza la relación de la iglesia) para que en todo tenga la preeminencia (Colosenses 1:18).

“Que nadie os engañe en ninguna manera.” Como lo asegura el apóstol, el día del Señor no vendrá, a menos que la apostasía venga primero (no «la reunión», sino la apostasía, a menos que ambas cosas se unan simultáneamente), y haya sido revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición (2.ª Tesalonicenses 2). Aquellos que, junto con Lutero, Calvino y Knox, junto con Cranmer, Jewel y Parker, junto con Baxter, Howe y Owen, creen que el catolicismo romano es la apostasía, y el papado es el hombre de pecado, deberían lamentar profundamente que el viejo estadista se incline ante el Papa Leo XIII, y desaprobar aquello que el poder detrás del Vaticano demandará en su infalible orgullo y la siempre vigilante sed de dominio universal por su jefe. Pero si bien es pura incredulidad dudar de que Roma es la ramera del Apocalipsis, podemos hacer un más audaz pronóstico en cuanto al disputado tema de los bautizados —que incluirá al papado, al protestantismo así como también a los judíos— que resultará en una más completa apostasía, y en la exaltación del Inicuo, a quien el Señor destruirá por el resplandor de Su venida, e introducirá así los días del cielo en la tierra, ya que Él solamente es capaz y digno de hacerlo, y fue designado de antemano para ello.

Con esto concuerdan todos los oráculos del Nuevo Testamento así como del Antiguo. La cizaña (Mateo 13), arruinó la hierba. Pero no se asegura ningún remedio hasta que el Hijo del hombre juzgue en la consumación del siglo (13:27-43). Como en los días de Noé y de Lot, así será cuando el Hijo del hombre sea revelado (Lucas 17), no la reunión, sino el juicio de los vivos. 1.ª Timoteo 4 y, más fuertemente todavía, 2.ª Timoteo 3, prueban que la Cristiandad no ha continuado en la bondad de Dios, y, por ende, que se hace necesaria la escisión (Romanos 11). ¿Y qué quieren decir 2.ª Pedro 2, Judas, 1.ª Juan y el Apocalipsis? Incluso 1.ª Pedro 4:17 declaró que el tiempo viene para que el juicio comience en la casa de Dios.

Los individuos pueden ser librados por la gracia. Pero el mal en su conjunto, otrora insinuado, seguirá empeorando hasta que llegue el juicio divino, que seguramente está cerca, así como el Señor está listo para juzgar a los vivos y a los muertos. La esperanza de una reunión de la cristiandad, no sólo carece de total apoyo Escriturario, sino que es contraria al testimonio uniforme del Señor y de sus apóstoles. Ello surge de la voluntad del hombre caído, que primero se aparta de la voluntad de Dios, y luego pasa por alto o directamente se opone a su Palabra, no abandonando jamás la vana confianza en el hombre. Los profetas declaran que Dios en su soberana gracia restaurará a Israel. El Nuevo Testamento es igualmente explícito en afirmar que Él no restaurará, sino que destruirá a Babilonia.

¿Cómo puede un hombre sobrio esperar que aquella que “dice en su corazón: Yo estoy sentada como reina, y no soy viuda, y no veré llanto” (Apocalipsis 18:7), abandone su espurio trono, y se arrodille hasta el polvo en arrepentimiento? Y más especialmente en este tiempo cuando han erigido a una mujer impecable y a un hombre infalible como sus nuevos becerros de oro.

¿Acaso ella “en su frente” se ruboriza por la adoración de una u otra forma a la virgen y a los ángeles, a los huesos y a las ropas de los difuntos, al crucifijo y a la hostia? ¿Acaso está ella avergonzada de un sacerdocio célibe con su confesión auricular y otros horrores directos e indirectos? ¿Acaso repudia ella su pretendida transubstanciación, y su real enemistad con la lectura de las Escrituras? ¿Acaso se ha librado Roma de esa mentira en su mano derecha: la misa? Por su propia declaración, la misa «es un sacrificio propiciatorio por los vivos y los muertos». Esto, según la Escritura, sería un sacramento, no de la remisión de pecados (como la cena del Señor anuncia), sino de su «no-remisión». ¿No es la misa un sacrificio que admitidamente continúa día a día, con exactamente la misma prueba de ineficacia que caracterizaba a los sacrificios judíos, los que la epístola a los Hebreos pone en contraste con “la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 9 y 10), y con sus resultados actuales para el creyente? “Pues donde hay remisión de pecados, no hay más ofrenda por el pecado” (Hebreos 10:18). Esto es lo que el Evangelio proclama, y lo que la misa contradice: Esta última es “un evangelio diferente”, que no es otro (Gálatas 1:6-7).

¿Qué, pues, puede uno pensar del hecho de que los Anglicanos estén oyendo a Roma, cuando sus propios «Artículos de la Religión» declaran que «los Sacrificios de las misas… son fábulas blasfemas, y engaños peligrosos» (artículo 31), y que «la Iglesia de Roma ha errado, no solo en cuanto a la vida y las Ceremonias, sino también en materias de Fe» (artículo 19)? Las alteraciones profundas y progresivas que se fueron llevando a cabo en el último medio siglo dentro del cuerpo Anglicano, ¿no han sido un retorno, no a “lo que era desde el principio”, sino a los ritos y doctrinas de la Cristiandad no reformada en Oriente y Occidente? ¿No llevó esto a que el Sr. G. redactase esta retrógrada carta?

Si usted valora las Escrituras, si se ajusta al Evangelio, si posee la redención que es en Cristo Jesús, si honra al Hijo así como honra al Padre, si sabe que, corporativamente, usted es templo de Dios y su cuerpo templo del Espíritu Santo, cuídese de toda reunión con la «ciudad de confusión», condenada a la destrucción, tan ciertamente como que “Dios es veraz”. Cuídese incluso de mirar atrás, no sea que se convierta en una estatua de sal. Porque “Dios no puede ser burlado” (Gálatas 6:7), y el Señor puede ser “provocado a celos” (1.ª Corintios 10:22).

W. Kelly, 1896

Traducido del inglés «THE JUDGMENT, NOT REUNION, OF CHRISTENDOM»


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