16 «Dios amó tanto a la gente de este mundo, que me entregó a mí, que soy su único Hijo, para que todo el que crea en mí no muera, sino que tenga vida eterna.17 Porque Dios no me envió al mundo para condenar a la gente, sino para salvar a todos.
18 «El que cree en mí, que soy el Hijo de Dios, no será condenado por Dios. Pero el que no cree ya ha sido condenado, precisamente por no haber creído en el Hijo único de Dios.
Este pasaje, primera parte de un importante discurso, habla, en mi modesta opinión, de cuatro cosas muy importantes. La primera es la motivación de Dios hacia la humanidad. La palabra que la define es la palabra amor, mejor dicho, la palabra griega agape. Agape es el amor que toma la iniciativa de buscar el bien de la persona amada. Agape es incondicional, inmerecido, sacrificial y siempre se plasma en hechos, no en lindas declaraciones de intenciones.
La segunda es propósito. Jesús no puede ser más claro, su intención no es condenar al mundo sino salvarlo. Ya estamos condenados, la vida ya es suficiente condena, las cuatro rupturas que el pecado ha provocado en nuestra experiencia como seres humanos: con Dios, interna, con otros y con la creación, ya evidencian suficientemente la envergadura de nuestra condena.
La tercera es el medio. Jesús es el medio a través del cual Dios nos salva, nos restaura, nos da una esperanza, una salida a la crisis en la que vivimos. Jesús, no la iglesia, no las costumbres religiosas, no las normas o leyes morales son el medio que Dios usa para construir en nosotros un hombre nuevo.
Finalmente, la cuarta, las implicaciones. Si Jesús no ha venido para condenar, antes bien para salvar, nuestra actitud debería ser, como no puede resultar de otro modo, no condenar sino actuar como agentes de restauración/salvación en la vida de las personas a nuestro alrededor. Esa es la implicación clara para mi vida.
Un principio
Aliarnos con Jesús en su propósito de no condenar sino salvar.
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