La Escuela de Abraham


“Vete… a la tierra que te mostraré.
Y haré de ti una nación grande…”


La noche cayó con una sorprendente rapidez. Su esposa se encontraba unos metros más allá. Dormía. El no podía conciliar el sueño.

Hacía calor. Sudaba. Hubiera querido beberse otro vaso con agua fría, pero asumió que lo mejor era salir por un rato de la estancia y dejarse arrullar por la brisa que—cerca de la medianoche—golpeaba con fuerza sobre el caserío.

¿A dónde vas?—preguntó la mujer.

Afuera, no tardo—respondió él mientras cruzaba el umbral de la puerta.

El cielo lucía hermoso, tachonado de estrellas que se perdían en el infinito. Alrededor, las gentes dormían. Estaban ajenos a su realidad. El no hacía otra cosa que pensar. La vida le había sonreído. Tenía el reconocimiento de sus coterráneos, gozaba de solidez económica, de un hogar apacible, de una familia que le amaba y de vastas extensiones de tierra que se perdían en el horizonte.

Definitivamente la vida me ha sonreído…—musitó al recordar con satisfacción los años pasados, con la misma sensación de bienestar de quien vuelve atrás las páginas de un viejo álbum en el que guarda fotografías de momentos agradables.

Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando escuchó la voz apacible de Dios, como la había escuchado otras tantas veces:

“Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”(Génesis 12:1-3).

Las palabras quedaron resonando en su cabeza. No podía asimilarlas fácilmente. Dios le acababa de plantear dos asuntos que no estaban dentro de su presupuesto mental: el primero, cumplir una misión que iba más allá de toda previsión; el segundo, renunciar prácticamente a todo…

Aquí ya estamos configurando la misión, es decir aquello que bien nos fue asignado o simplemente, lo que queremos lograr.

Segundo, volver nuestros esfuerzos hacia la conquista de ese propósito. Esta fase implica determinación y constancia. Y el tercero, ajustar todo cuando pensamos y hacemos para llegar a la meta propuesta.

Todos los seres humanos tenemos un propósito en la existencia. No somos producto del azar ni tampoco un accidente del cosmos.

Bajo este convencimiento es fundamental que nos fijemos una meta. Sólo quienes lo hacen llegan a algún lado, de lo contrario, agotará sus fuerzas dando tumbos de un lugar a otro.

En el caso de Abram, Dios le puso de presente su misión:

“Vete… a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande…”

Dios le instruyó respecto al propósito al que estaba llamado, aunque no le mostró inmediatamente todo el itinerario a seguir. Le iría señalando paso a paso cuál era el camino.

Dios nos llama con un propósito

Dios no improvisa. Todo lo tiene cuidadosamente calculado. Sabe dónde estamos y a dónde podemos llegar si permanecemos en el centro mismo de su voluntad.

El tiene un plan para cada uno de nosotros. El dijo:

“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestro caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”(Isaías 55:8, 9).

Si llega a experimentar el llamado divino, sin duda hay un propósito en esa convocatoria.

¿Recuerda el encuentro que tuvo el Señor Jesús con cuatro de sus primeros discípulos?


Llamamiento de Pedro y Andrés

“Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo. Venid en pos de mi, y os haré pescadores de hombres. Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron”(Mateo 4:18-20).

Llamamiento de Jacobo y Juan

“Pasando de allí, vio a otros dos hermanos, Jacobo hijo de Zebedeo, y Juan su hermano, en la barca con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes, y los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron”(Mateo 4:21, 22).

En el caso de Abram el llamamiento era para ser el gestor de una gran nación. Por el contrario, en el caso de Pedro, Andrés, Juan y Jacobo, la convocatoria era para ser pescadores de hombres.

En uno y otro caso, había un propósito.

Dios no llama a nuestra puerta por importunar únicamente. Hay detrás una misión por cumplir.

En su vida…

Quizá su vida ha sido tocada por la voz apacible de Dios. Siente que lo llama. Es una misión compleja. Es probable que piense que no es capaz de cumplir la encomienda. “Es demasiado para mi”, razona una y otra vez. Sin embargo se equivoca.

El Señor conoce sus potencialidades. El ve en usted un líder mientras que alrededor tal vez lo ven como alguien común y corriente.

Deje a un lado el temor. Dios sabe lo que hace. Recuerde que El no improvisa. No se preocupe de cómo se irán dando las cosas o tal vez los costos que implican avanzan hacia la meta, con ayuda de Dios. Adelante, sólo llegan al final quienes emprenden el camino.

¿Le hace falta algo?

Si, a decir verdad apenas hemos dado el primer paso al concluir en la necesidad de pedir a Dios que nos muestre cuál es nuestra misión en la vida. Ahora, el segundo principio que vamos a asimilar es…

Es frecuente que hallemos en el camino a decenas de hombres y de mujeres que, aunque tuvieron el llamamiento a grandes metas y, sin embargo,

¡Jamás llegaron ningún lado!…..¿Cuál fue la razón?

Les faltó aprender qué significa el término “Renuncia”.

¿Es fácil?……. Por supuesto que no.

Recuerde que Abram tenía una familia, una identidad cultural y una solidez económica grande a costo de esfuerzo. Mucho pero mucho esfuerzo. Pero Dios lo llamaba a una misión específica y eso implica renunciar prácticamente a todo, pagar el precio y aprender a depender del Señor.

En las Escrituras leemos que:

“…se fue Abram como Jehová le dijo; y Lot fue con él. Y era Abram de edad de setenta y cinco años cuando salió de Harán. Tomó, pues, Abraham a Sarai su mujer, y a Lot hijo de su hermano, y todos sus bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán; y salieron para ir a tierra de Canaán; y a tierra de Canaán llegaron”(Génesis 12: 4, 5).

Sin duda pudo transcurrir mucho tiempo entre el llamamiento de Dios y el instante en que tomó la determinación de seguirle. Es probable que haya enfrentado la duda, la incertidumbre y el temor. Pero al tomar la decisión, nada lo detuvo.

Algo similar ocurrió con los discípulos. En el caso de Simón y Andrés:

“Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron”(Mateo 4:20).

Y con Juan y Jacobo, los hijos de Zebedeo pasó algo similar:

“Y ellos, dejando al instante la barca, y a su padre, le siguieron”(Mateo 4:22).

El ser llamados y la decisión de renunciar juegan un papel transcendente en la vida del cristiano. Ore al Señor y pida su dirección.

Ahora quizá me diga:

“Eso está bien para quien es cristiano que aspira servir en la obra de Dios.

¿Y qué de mi vida?

Recién estoy asistiendo a la iglesia y tengo centrada mi mirada en la vida secular y no en la religiosa?

¿Hay algo para mi?”.

Por supuesto que si. En la vida de los hombres de Dios que marcaron generaciones enteras vemos que tenían definidas metas claras en la vida, volcaron sus esfuerzos para alcanzarlas y, con ayuda de Dios, no se dejaron amilanar por las adversidades.

En la Biblia leemos:

“Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará”(Salmo 37:5).

Con ayuda de Dios no hay proyecto que conciba en su mente y en su corazón que no pueda llegar a realizarse.

¡Hoy es el día para comenzar!

Dios les bendiga,,,,,



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