En honor del Señor ha de hacerse en el santuario. (Números 28:7)
Estos dos capítulos no son de los que calificaríamos como apasionantes dentro de las Escrituras. Están dedicados a recordar -pues la información ya ha sido vista previamente- los diferentes sacrificios que el pueblo de Israel debía llevar a cabo y en qué calendario.
Tampoco es una novedad que los mismos debían realizarse en el santuario y en honor del Señor, sin embargo, aquí arranca mi reflexión del día de hoy. Tenía sentido hacerlo en el Tabernáculo y en los días y fechas por Dios escogidos. Allí, en aquella tienda de campaña al principio y en templo después, moraba la presencia del Señor.
Pero esta realidad desapareció. La Biblia nos enseña que Él no habita en templos hechos por manos de hombres y el Nuevo Testamento nos habla de que nosotros, todos y cada uno de los seguidores de Jesús, somos el nuevo templo de Dios.
Esto produce un cambio radical en la situación porque implica que 24 horas al día y 7 días a la semana vivimos, de forma constante, en el lugar santísimo, en la mismísima presencia del Dios vivo y, consecuentemente, todo aquello que hacemos y realizamos en la vida cotidiana tiene el potencial, y así debería ser, para convertirse en santo.
El hecho de ser templo de Dios convierte en sagradas todas y cada una de las dimensiones de la vida cotidiana, el trabajo, el descanso, las relaciones, la familia, los amigos, el ocio y así, un etcétera tan largo como desees. Eso implica que no debemos de ir a un lugar específico para reunirnos con Dios y tener comunión con Él pues Él vive en nosotros y todo lo que hacemos, cuando hecho con la actitud y motivación correcta, se convierte en un sacrificio para el honor de nuestro Señor. A eso es a lo que se refiere Pablo en Romanos 12: 1 y 2 al pedirnos que presentemos nuestras vidas como un sacrificio vivo.
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