SOBRE EL IRRACIONALISMO RETORNO DE UN PENSAMIENTO RELIGIOSO II/II

En cambio, donde, a mi modo de ver, el tema del recurso a lo sagrado presenta motivos de interés es a propósito de una cierta sacralidad atea que no se presenta como la respuesta del pensamiento religioso tradicional al desencanto de las izquierdas, sino precisamente como producto autónomo de un pensamiento laico en crisis. Pero este fenómeno tampoco es de ahora y sus raíces habría que buscarlas más atrás. Lo interesante es que remeda, esta vez con formas ateas, modalidades que habían sido propias del pensamiento religioso. La cuestión es que las ideas de Dios que han poblado la historia de la humanidad son de dos tipos. Por un lado tenemos un Dios personal que es la plenitud del ser («Yo soy el que soy») y que por lo tanto resume en sí todas las virtudes de las que carece el hombre. Es el Dios de la omnipotencia y de la victoria, el Dios de los ejércitos.
Pero por otro lado, este mismo Dios se manifiesta a menudo en sentido contrario: como el que no es. No es, porque no puede ser nombrado; no es, porque no puede ser descrito con ninguna de las categorías que usamos para designar las cosas que sí tienen ser. Este Dios que no es, atraviesa la historia misma del cristianismo: se oculta, es inefable, sólo puede ser captado por la fuerza de la teología negativa, constituye la suma de todo aquello que no puede decirse de él; hablamos de él para celebrar nuestra propia ignorancia; lo nombramos, a lo sumo, como torbellino, como abismo, como desierto, como soledad, como silencio, como ausencia. De este Dios se alimenta el sentimiento de lo sagrado, un sentimiento que ignora las Iglesias institucionalizadas y que ya fue descrito hace más de cincuenta años por Rudolf Otto en su famosísimo Das Heilige. Lo sagrado se nos aparece como «numen», como «tremendum», es la intuición de que hay algo no producido por el hombre y hacia lo cual la criatura siente atracción y repulsión al mismo tiempo. Algo que produce una sensación de terror, una irresistible fascinación, un sentimiento de inferioridad y un anhelo de expiación y sufrimiento. En las religiones históricas, ese sentimiento confuso ha ido adquiriendo la forma de divinidades más o menos terribles. Pero en el universo laico ha asumido, por lo menos en los últimos cien años, nuevas formas. Lo tremendo y lo fascinante han renunciado a revestirse de apariencias antropomórficas, dejando de aparecer como un Ser perfectísimo para asumir la forma de un vacío respecto al cual todos nuestros propósitos se ven condenados al fracaso.
Una religiosidad del Inconsciente, del Torbellino, de la Ausencia de Centro, de la Diferencia, de la Alteridad absoluta, del abismo, han atravesado el pensamiento moderno como contrafiguras subterráneas de las inseguridades de la ideología ochocentista del progreso y del juego cíclico de las crisis económicas. Este Dios secularizado a infinitamente ausente ha acompañado al pensamiento contemporáneo, recibiendo diversos nombres, manifestándose abruptamente en el renacimiento del psicoanálisis, en el redescubrimiento de Nietzsche y de Heidegger, en las nuevas antimetafísicas de la Ausencia y de la Diferencia. Durante el período del optimismo político se había producido una neta ruptura entre estos modos de pensar lo sagrado, o bien entre lo incognoscible y las ideologías de la omnipotencia política; con la crisis del optimismo marxista y del optimismo liberal, esta religiosidad del vacío que nos constituye ha invadido incluso el pensamiento de la denominada izquierda. Pero si esto es cierto, hay que reconocer que el retorno de lo sagrado ha precedido con mucho al síndrome del huérfano experimentado por tantos desencantados vueltos paranoicos al descubrir que los chinos no eran ni infalibles ni totalmente buenos. La «traición» de los chinos ha asestado finalmente el golpe de gracia (desde el exterior) a quien desde hacía mucho tiempo vivía con la sensación de que bajo el mundo de verdades racionales propuestas por la ciencia (tanto la capitalista como la proletaria) había muchos descosidos y agujeros negros. Y ello sin tener la fuerza suficiente para elaborar una crítica escéptica, lúcida, dotada de sense of humor y de poco respeto por la autoridad.
Valdrá la pena interrogarse, en los próximos años, acerca de estas nuevas teologías negativas, acerca de las nuevas liturgias que de ellas se derivan, y acerca de su incidencia en el pensamiento revolucionario. Valdrá la pena comprobar hasta qué punto se ven afectadas por la crítica de Feuerbach, por ejemplo. O bien, si a través de estos fenómenos culturales se está perfilando un nuevo medioevo de místicos laicos, más proclives al retiro monástico que a la participación ciudadana. Veremos también hasta qué punto pueden ser buenos antídotos las viejas técnicas de la razón, del Trivium, la lógica, la dialéctica y la retórica. Suponiendo que quienes sigan practicándolas con obstinación no sean acusados de impíos.
Umberto Eco. Sobre el Irracionalismo. Retorno de un Pensamiento Religioso.

Zona Erógena. Nº 3. 1991.


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