2 Pedro 1:3 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En estos versículos, el autor sagrado explica de qué forma el conocimiento de Dios incrementa en nosotros la gracia y la paz que de Él hemos recibido. Al resumir el pensamiento del autor sagrado en los versículos 2Pe 1:3-7, dice Lloyd-Jones: «Eso acontece así: Primero de todo, hay ciertas cosas que se hacen para nosotros; luego, nosotros mismos procedemos a hacer ciertas cosas. Lo que se hace para nosotros se describe en los versículos 2Pe 1:3 y 2Pe 1:4, y lo que hemos de hacer nosotros va en los versículos 2Pe 1:5 y 2Pe 1:6». No sé de quién es la equivocación, pues debería decir: «… va en los versículos 2Pe 1:5-7». Los versículos 2Pe 1:8, 2Pe 1:9 exponen las razones para obrar así, y los versículos 2Pe 1:10 y 2Pe 1:11 contienen una exhortación sobre lo mismo. Son, pues, cuatro los puntos en que subdividimos esta porción.

1. Dicen los versículos 2Pe 1:3 y 2Pe 1:4, según la edición inglesa de la NVI: «Su divino poder nos ha dado todo cuanto necesitamos para la vida y la piedad mediante nuestro conocimiento del que nos llamó por su gloria y bondad. Por medio de estas cosas, nos ha otorgado sus muy grandes y preciosas promesas, a fin de que, mediante ellas, podáis participar de la naturaleza divina y escapar de la corrupción que hay en el mundo, causada por los malos deseos».

(A) Los autores hacen ver que la frase «divino poder» no se halla en ninguna otra parte de las Escrituras. Dice R. Franco: «Es característica de la filosofía griega y del helenismo cultivado», y cita lugares de Platón y de Aristóteles, entre otros. Lo que a nosotros nos interesa es que dichos atributos, el poder y la divinidad de ese poder, se atribuyen, de acuerdo con las reglas gramaticales, al antecedente más próximo, es decir, a Jesús, el Señor nuestro (v. 2Pe 1:2, al final).

(B) Es, pues, el poder divino de nuestro Salvador el que nos ha otorgado como un don (dedoreménes, en participio de pretérito perfecto; algo que perdura) todas las cosas que dicen relación a la vida y a la piedad (lit.), esto es, para la vida espiritual y para la piedad cristiana; aunque tambien podría ser una hendíadis: Para una vida piadosa. Dice R. Franco: «El que se añada y la piedad indica que esta vida de la que habla no es algo meramente escatológico, reservado para después de la muerte, sino, como en San Juan, una realidad presente ya en el mundo».

(C) Conforme a lo que dijo en el versículo 2Pe 1:2, también ahora (v. 2Pe 1:3) añade que esas cosas que tienen que ver con una vida piadosa nos han sido regaladas mediante el conocimiento que de Dios nos ha sido también otorgado. Este conocimiento estuvo ya en el origen de todas las bendiciones que nuestro llamamiento comportaba, y ese mismo conocimiento es el término de toda nuestra vida espiritual. Es el conocimiento del que nos llamó mediante su gloriosa virtud (lit. mediante su propia gloria y virtud). El término griego para virtud es areté, el mismo de 1Pe 2:9 y ha de entenderse en el mismo sentido.

(D) Por medio de estas cosas (v. 2Pe 1:4), esto es, de su gloria y virtud, de Dios, en Cristo y mediante su Espíritu, «nos han sido otorgadas (el mismo verbo del versículo 2Pe 1:3; ahora, en pretérito perfecto de indicativo, voz media pasiva: dedóretai) las preciosas (o, valiosas; gr. tímia, como en 1Pe 1:19) y grandísimas promesas» (lit.). Estas promesas son las que habían sido profetizadas ya en el Antiguo Testamento y tienen su cumplimiento en Cristo.

(E) La frase siguiente: «a fin de que, por ellas (las promesas), lleguéis a compartir (gr. guénesthe koinonoí, de la misma raíz que koinonía, comunión) la naturaleza divina» (v. 2Pe 1:4) es de tal riqueza y hondura que bien merece un análisis especial:

(a) La expresión theía phúsis (divina naturaleza) es de corte griego y la usaron con frecuencia filósofos y escritores griegos como Platón Aristóteles, Jenofonte, Epicuro, etc. Según Windisch (citado por Salguero) «la espiritualidad helenista hablaba de la participación de la naturaleza divina concedida a los hombres por la dúnamis (poder) de Dios, y del conocimiento de Dios». De ahí, empero, no puede inferirse que Pedro la tomara del helenismo; en su pluma, tiene un tono típicamente bíblico. Dice Ryrie: «Los creyentes comparten la vida de Dios por medio de Cristo y del Espíritu que viven en él (Rom 8:9; Gál 2:20)». La mutua inmanencia de Dios y del que ama a Dios (v. Jua 14:23; 1Jn 4:16, por ej.) basta para explicar esta íntima «comunión de vida divina» del cristiano con Dios en Cristo (v. 1Jn 1:3, 1Jn 1:6).

(b) Para evitar confusiones, notemos que Pedro no dice que compartamos la esencia (gr. ousía), sino la naturaleza (gr. phúsis o physis), divina. Permítaseme ahondar un poco en esta distinción teológica, no sólo para entender correctamente el sentido de la frase, sino también para que nos percatemos de su alcance práctico y devocional: Compartir la esencia de Dios equivaldría a poseer los atributos trascendentes que hacen de Dios el Ser Absoluto y Necesario, totalmente Otro: la infinitud en todos sus aspectos de perfección absoluta, eternidad, inmensidad, omnipotencia, etc. En cambio, compartir la naturaleza significa poseer la vida de Dios como fuente, no de sus atributos incomunicables, sino de su conducta imitable: su modo de pensar, su modo de amar y su modo de obrar. Es precisamente después de mencionar el amor compasivo de Dios, cuando dice Pablo (Efe 5:1): «Por lo tanto, sed imitadores de Dios, como hijos muy amados».

(e) Al llegar a este punto, quiero hacer partícipes a los lectores de un pensamiento que ha sido de gran bendición para mí desde la primera vez que lo ponderé: Con toda reverencia, podemos asegurar que Dios no es precisamente feliz por ser infinito, inmenso, omnipotente, etc., sino por su conocimiento sin límites, por su amor sin fronteras y por su poderosa voluntad para llevar a efecto sus amorosos designios. En eso estaba cifrada su infinita felicidad, en la eternidad, en la comunión de la Trina Deidad; y ésa es la felicidad que ha tenido a bien compartir con los hombres en un arranque inefable de amor abismal (Jua 3:16; 1Jn 3:1), con el que se ha comprometido, en una aventura realmente romántica, a sufrir con los suyos (Isa 63:9) y a morir por los ajenos (Rom 5:5-10). Véase tambien el comentario a 1Jn 4:8.

(d) Esta comunión con Dios, al compartir su bendita naturaleza, nos honra con el mayor privilegio que pueda darse en un ser creado, pero, al mismo tiempo, nos impone una tremenda responsabilidad. De la diosa pagana Juno, dice Virgilio en su Eneida: «Incessu patuit dea»: Con solo su andar, se echó de ver que era una diosa. Lo mismo habría de poder decirse de todo hijo de Dios: En todo su porte se echa de ver de quién es hijo; actúa a lo divino, como actuaba Jesús, el Hijo de Dios (v. Jua 14:9). En un texto ya clásico, dice León el Grande, obispo de Roma en los años 440 461: «Reconoce, cristiano, tu dignidad: y hecho partícipe de la divina naturaleza, no vuelvas, con una conducta indigna, a la vileza de tu condición anterior».

(F) Esta comunión con la divina naturaleza comienza ya en este mundo. Basta, para demostrarlo, la conexión con la frase siguiente (v. 2Pe 1:4): «Tras de haber escapado de la corrupción que hay en el mundo, a causa de los deseos malvados». No se puede ser, a un mismo tiempo, amigo de Dios y del mundo (1Jn 2:15-17); no se puede ser, a la vez, puro y corrupto (1Jn 3:3-10); nuestra transformación espiritual exige dar de mano a los esquemas del mundo (Rom 12:2). Aquí está implicada toda la lucha entre nuestra nueva naturaleza (divina) y la vieja (mundana y pecaminosa), como vemos en tantos lugares (v. por ej., Rom 6:12.). Aunque la huida de la corrupción y el comenzar a compartir la naturaleza divina son, en el tiempo, cosas simultáneas, la huida de la corrupción debe ser lógicamente anterior, como se ve por el participio de aoristo apophugóntes (comp. con 1Ts 1:9 «a Dios DESDE los ídolos»).

2. En los versículos 2Pe 1:5-7 tenemos lo que nosotros hemos de hacer para ir edificando nuestra casa espiritual sobre la fe con la que nos hemos apropiado las preciosas y grandísimas promesas que el autor sagrado ha mencionado al comienzo del versículo 2Pe 1:4. Este esfuerzo por nuestra parte se echa de ver ya en la primera frase del versículo 2Pe 1:5: «Y por esto mismo, poniendo todo empeño …» (lit.). Dice R. Franco: «Y por esto …; es decir, porque hay que huir de la corrupción, hay que poner todo empeño en la práctica de la virtud». Dicen así los versículos 2Pe 1:5-7 en la NVI: «Precisamente por esto, poned todo empeño en añadir a vuestra fe bondad; a la bondad, conocimiento; al conocimiento, dominio de sí mismo (gr. enkráteian, el mismo vocablo de Gál 5:23); al dominio de sí mismo, perseverancia (gr. hupomonén, la paciencia para aguantar bajo el peso de circunstancias adversas); a la perseverancia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor (agápen, lo mismo, por ej., que en todo el cap. 1Co 13:1-13 de 1 Co.)».

(A) Lo primero que notamos en estos versículos es que, sólo cuando ya compartimos la divina naturaleza, nos es posible poner empeño y tesón, esfuerzo y vigor personal, en la adquisición de las virtudes que configuran el carácter cristiano. Existe ya la fe, no como un acto con el que nos apropiamos en el pasado la salvación, sino como una actitud que perdura.

(B) A esa fe, dice Pedro (v. 2Pe 1:5), hemos de añadir, como piedra sillar que se coloca sobre una base firme, virtud (lit.). El significado de virtud (gr. aretén) lo vimos en 1Pe 2:9 y lo acabamos de ver en el versículo 2Pe 1:3 del presente capítulo. El verbo pareisphéro (única vez que dicho verbo sale en todo el Nuevo Testamento) significa «aportar», esto es, «contribuir con algo que se tiene a mano», y está en participio de aoristo, con lo que da a entender que ese «todo empeño que hemos de poner» lo tenemos al alcance de la mano mediante la gracia que nos une con Cristo, fuente de toda gracia (v. Jua 1:16; Jua 15:5; 1Co 15:10, al final). Tras del participio de aoristo pareisenénkantes, viene el imperativo de aoristo epikhoreguésate, que, como en los otros cuatro lugares en que ocurre en el Nuevo Testamento (v. 2Pe 1:11; 2Co 9:10; Gál 3:5 y Col 2:19), significa proveer, suministrar; lo cual indica que también está al alcance de nuestra mano la virtud que hemos de añadir. Sobre esta unión de la virtud con la fe, dice Lloyd-Jones: «Aquí virtud significa poder moral o, si lo preferís, energía moral indica actividad o vigor del alma . Procurad, dice Pedro, que vuestra fe sea una fe viva, que sea una fe activa, que sea una fe vigorosa, que sea una fe viril, una fe enérgica».

(C) A esa virtud, dice Pedro, hay que añadir conocimiento. Para usar debidamente el vigor de la fe, es menester hacerlo con buen conocimiento; el cual, por supuesto, no es el primer conocimiento que tuvimos de Dios cuando le amamos por primera vez, al ser amados, conocidos, por Él (v. 1Co 8:3; 1Jn 4:19), sino una mayor penetración en las verdades de la fe, una mayor comprensión de la naturaleza misma que compartimos con Dios. Salguero hace una magnífica explicación de ésta y de las otras tres cualidades que le siguen en el versículo 2Pe 1:6: «A la energía moral ha de juntarse la ciencia (gnósis) práctica, que hace conocer el bien que ha de hacerse y el mal que ha de evitarse. Energía moral y ciencia práctica son correlativas: ésta da las directrices y aquélla las ejecuta. A la ciencia va unida la templanza (enkráteia, v. 2Pe 1:6), por medio de la cual el hombre se domina a sí mismo y a sus pasiones. La templanza es necesaria para que la ciencia o el conocimiento no sea turbado por la pasión o los excesos. A la templanza se ha de unir la paciencia (hupomoné) en las aflicciones, mediante la cual perseverarán en el bien a pesar de las dificultades y no sentirán desaliento en la espera de la parusía (cf. 2Pe 3:4). A la paciencia ha de ir unida la piedad (eusébeia) para con Dios, que le confiere todo el valor religioso que puede poseer la paciencia».

(D) Los últimos sillares (v. 2Pe 1:7) o, si se prefiere, la cúpula que corona todo el edificio, son dos cualidades cristianas de tipo netamente comunitario: el afecto fraternal (gr. philadelphía), que el propio Pedro recomienda en 1Pe 1:22, y el amor (gr. agápe), cima y corona, lazo y forma vital, de todas las demás cualidades del carácter cristiano.

3. A continuación (vv. 2Pe 1:8 y 2Pe 1:9), el autor sagrado expone las razones principales por las que debemos esforzarnos en la práctica de todas esas virtudes. Esas razones son dos: una, de aspecto positivo; la otra está expresada negativamente.

(A) Dice así el versículo 2Pe 1:8 en la NVI: «Porque si poseéis estas cualidades en progreso constante, os preservarán de la inoperancia y de la infructuosidad en vuestro conocimiento de nuestro Señor Jesucristo». En otras palabras, el conocimiento pleno (gr. epígnosis), experimental, del Señor depende del progreso en la virtud; y este progreso, por ser una constante andadura en el camino de la santidad, preserva de la inoperancia (el griego argós indica el «desocupado inútil» o «estéril social», como en 1Ti 5:13; Tit 1:12 y Stg 2:20) y, por tanto, de la infructuosidad (gr. akárpous, sin fruto), que es la lógica consecuencia de la esterilidad. El conocimiento pleno de Jesucristo es así el término de este crecimiento, como fue también su principio, ya que todo conocimiento de Cristo ha de comenzar por esa verdad fundamental que Pablo expresa así en Tit 2:14: «quien (Jesucristo, del v. 2Pe 1:13) se entregó a sí mismo para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que le pertenece en propiedad y que está anhelando obrar el bien» (NVI). Nótese ese «anhelando obrar el bien». Dice Matthew Henry: «Ésta es la consecuencia necesaria de añadir una gracia a otra; pues cuando todas las gracias están en el corazón, se mejoran y fortalecen la una a la otra. Y dondequiera que la gracia abunde, allí habrá abundancia de buenas obras».

(B) El aspecto negativo se pone de relieve en el versículo 2Pe 1:9: «Pero el que no las tiene, es un miope y un ciego, pues se olvida de que ha sido purificado de sus antiguos pecados» (NVI). Estos pecados son los cometidos antes de la conversión. El pensamiento de Pedro es aquí el siguiente: El que carece de las cualidades enumeradas en los versículos 2Pe 1:5-7 «tiene una miopía que es prácticamente una ceguera» (R. Franco); no ve hacia delante, con lo que su conocimiento de Cristo es un fatal espejismo, ni ve hacia atrás, pues si recordase el momento en que le fueron perdonados sus antiguos pecados, recordaría también que la comunicación de la divina naturaleza produce espontáneamente la práctica de la virtud.

4. Termina Pedro esta sección (vv. 2Pe 1:10, 2Pe 1:11) con una nueva exhortación a lo mismo, y añade otros dos motivos para que sean diligentes en lo que acaba de inculcar a sus lectores: «Por tanto, hermanos míos, poned mayor empeño aún en que se consoliden vuestro llamamiento y vuestra elección; porque si hacéis estas cosas, no caeréis jamás, y se os abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (NVI).

(A) La primera parte del versículo 2Pe 1:10 necesita una aclaración especial, pues hay quienes ven aquí una indicación de que «ni la vocación ni la elección son de tal manera definitivas que no sea necesaria la cooperación humana» (R. Franco). El propio Pedro se ha encargado de refutar este concepto antibíblico al decir (v. 2Pe 1:3) que «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder». Nótese lo de «nos han sido dadas». Nadie se salva a sí mismo. La salvación es de gracia mediante la fe de punta a cabo; es un ¡don de Dios! (Efe 2:8). «Consolidar el llamamiento y la elección» no significa de ningún modo que nuestras obras hagan más segura, objetivamente, nuestra salvación; la hacen, subjetivamente, más cierta; que no es lo mismo. En otras palabras, todo creyente genuino tiene asegurada la salvación; pero el que no cultiva las virtudes que Pedro enumera en los versículos 2Pe 1:5-7, al quedar así sin frutos que evidencien la vitalidad de su fe, se priva a sí mismo del testimonio seguro de su propia conciencia de que su elección es segura; ¡tiene motivos para dudar de ello! Y Pedro tiene deseos de que sus lectores no sufran inquietudes a este respecto, sino que posean, no sólo la salvación, sino también el gozo de la salvación.

(B) Por eso dice que, al pisar un terreno tan sólido, no caerán jamás (lit. de ningún modo caeréis alguna vez). También aquí puede haber quien halle otra dificultad, al pensar que Pedro enseña que podemos llegar a una perfección absoluta en esta vida. No es eso lo que dice, sino que, en la medida en que lleven una vida santa, protegerán sus pies de caer ante los errores que los falsos maestros tratan de inculcarles. Este caer (comp. con Stg 2:10; Stg 3:2) «se entiende en sentido moral. El autor conserva aún en la imaginación la imagen de la ceguera del versículo anterior. Hay un largo camino que recorrer, donde el ciego necesariamente tropieza y cae» (R. Franco).

(C) Pero el autor sagrado no se limita a decir que, por el camino de la santidad, no hallaremos tropiezo, ocasión de caer en el error y en el pecado, sino que asegura que, «así os será provista (el mismo verbo del v. 2Pe 1:5) ricamente la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (lit.). Quizás una mirada a Mat 7:13, Mat 7:14 nos ayude a entender mejor este versículo 2Pe 1:11. De nuevo hemos de repetir aquí que todo creyente genuino tendrá entrada en el reino eterno de los cielos, pero sólo quienes hayan consolidado su llamamiento y elección con una vida santa tendrán amplia entrada en dicho reino. Los que vayan arrastrándose lentamente, sin buenas obras que son fruto de la fe tanto como del Espíritu Santo, encontrarán angosta la entrada; se salvarán, pero con dificultad (v. 1 P. 4:18, con el comentario que allí damos). Juan usa otra expresión, en 1Jn 2:28: «tener confianza cuando el Señor se manifieste, en vez de quedar avergonzados». Recordemos también 1Co 3:12-15: ¿Qué dirá el creyente que, cuando Jesús lo llame a su tribunal (v. Rom 14:10; 2Co 5:10) y le pregunte: «¿Qué me traes? ¿Qué has hecho de mis gracias? ¿Dónde están tus servicios a mi causa?», no sepa qué responder, pues todo lo que lleva en las manos es «madera, heno, paja» que ha de consumir el fuego de Dios? (v. Hch. 12:29). ¿No quedará, aunque salvo, avergonzado?

(D) También ha de notarse que Pedro llama al cielo el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Ese reino ha sido preparado desde la eternidad para los que aman al Señor (comp. con Mat 25:34, Mat 25:46). Los que están vitalmente unidos a Cristo reinarán mil años con Él (v. Apo 20:4, al final), porque el reinado mesiánico será todavía un reinado de conflicto y de juicio, al final del cual, vencidos ya todos los enemigos, Cristo entregará dicho reino al Padre (1Co 15:24), pero no por eso se despojará Cristo de su corona (v. Luc 1:32, Luc 1:33), ni los creyentes de las suyas respectivas, puesto que «reinarán por los siglos de los siglos» (Apo 22:5, al final). Sólo resta observar que «éste es el único sitio del Nuevo Testamento en que se encuentra la expresión reino eterno (cf., sin embargo, Luc 1:32, Luc 1:33). También la expresión Señor y Salvador, tan familiar para nosotros, es exclusiva de la 2Pe 2:20; 2Pe 3:2, 2Pe 3:18)» (R. Franco).

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