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Quién amenaza al Cristianismo

Este es un tiempo triste para quien no posee la verdad y cree en el diálogo y en la libertad?, así se expresaba recientemente Gustavo Zagrebelsky. Y yo añadiría que es un tiempo triste también para muchos católicos que ciertamente no piensan que poseen la verdad, pero que, poniendo su fe en Dios y en Jesucristo que nos lo  ha revelado, saben que la verdad siempre es anterior a los creyentes: éstos la buscan con un conocimiento siempre limitado, relativo, provisorio, en espera de que se manifieste plenamente con la Venida del Señor. Sí, es un tiempo triste porque el cristianismo aparece amenazado en lo esecnial, y amenazado no por quien lo rechaza o hasta lo persigue, sino más bien, como sucede con frecuencia en la historia, por los mismos creyentes. ¿Por qué?

En primer lugar porque está emergiendo  – y encuentra quien le confiera plenos derechos y legitimidad? un cristianismo hasta ahora inédito (se le podría definir post-cristiano) que ya no tiene  como fundamento e inspiración la Palabra de Dios contenida en las Escrituras, un cristianismo que no quiere más ser juzgado de acuerdo con su apego o no al evangelio, un cristianismo que prefiere ser considerado como una ?religión civil?, capaz de dotar de una alma a la sociedad, darle una cohesión a entidades políticas, convirtiéndose así en una moral común, que hoy parece sólo poderse deducir de las religiones. Desde esta óptica parece que el único interés sea  que la iglesia represente un elemento central  de la vida de la sociedad, y poco importa si esto significa que el evangelio pierda su primacía, que no exista más la posibilidad de la denuncia profética, que termine por prevalecer la lógica del poder?  Si es posible un uso religioso de la política y un uso político de la religión a través de un libre acuerdo, ¿por qué rechazarlo? Si la Iglesia es una fuente de ética, ¿porqué no permitir que otros se alimenten de ella? Y si la religión aparece como el único vínculo de la tradición de un país, ¿por qué no utilizarla? Si el  emperador invita a palacio y  muestra reconocimiento al servicio prestado a la sociedad por los cristianos, ¿por qué alejarse de palacio? Y si estas decisiones parecen razonables, ¿por qué tener miedo? Efectivamente, el testimonio del amor de Dios a los hombres, y su palabra, ya nos son más criterio de autenticidad y comunión, sino que lo es un proyecto político que tiene que ver con la presencia y el impacto de la iglesia en la sociedad. La fe se hace así tan de este mundo y la iglesia se  politiza, a tal punto de encontrarse debilitada en su valor de ser comunión.

Han pasado casi cuarenta años de cuando recibimos con alegría la publicación de un pequeño libro que invitaba a pensar en la crisis del catolicismo de entonces ? causada sobre todo por el desconocimiento de la primacía de la fe por medio de una ideologización política –  como un ?caso serio? (este fue el título del escrito de Hans Urs von Baltasar): hoy esa situación parece superada, pero necesitaríamos que resonara nuevamente esa voz de alarma, esta fuerte llamada a la vigilancia en una situación que parece caracterizarse por la dejadez y el mutismo de muchos cristianos. Está surgiendo actualmente un cristianismo sin fe, entendida ésta como la adhesión a Jesucristo, que se traduce en seguimiento, en una vida totalmente comprometida con la suya, digámoslo claramente, hasta la cruz. En cambio, lo que cuenta y es determinante, no es el seguimiento ? esta fatigosa, exigente, perseverante conducta de vida que se quiere apegada al evangelio- sino más bien el reconocimiento de la cultura cristiana,  el descubrimiento y la defensa de su herencia histórica y cultural,  la exaltación y la relevancia de sus  símbolos.  Ya no importa la coherencia entre lo que se vive individual y comunitariamente,  y las exigencias que propone Cristo a sus discípulos en materia de sexualidad, de matrimonio, de capacidad de compartir, de justicia, de reconciliación y de paz… en una palabra, ya no se considera si en una persona está presente aquella obediencia al evangelio que define a un cristiano, no obstante y más allá de las fragilidades humanas que lo acompañarán siempre; nos fijamos en cambio en la capacidad de asumir el cristianismo como identidad cultural, como una instancia religiosa dentro  del pluralismo de las creencias, como posibilidad de cohesión en una mundo fragmentado y dividido.

Junto a este cristianismo de cristianos que renuncian al ?sensus fidei?  y al ?sensus ecclesiae?, (al sentido de la fe cristiana y al sentido de la iglesia),  está además la presencia de aquellos que se dicen ?ateosí, no creyentes en Dios, que no han tenido nunca interés en la vida de la iglesia, que con frecuencia incluso hasta se han burlado y han despreciado  la fe cristiana, pero que hoy se presentan como nuevos ?aliadosí, capaces de coincidir con una visión católica en materia de ética, defensores providenciales de los valores y de las tradiciones cristianas. Todos ellos, identificados hace algunos años como intelectuales o políticos a los cuales los cristianos se podían dirigir para un diálogo útil, han sido después considerados como ?cercanos a la iglesia? por las posiciones políticas asumidas y ahora parecería que son los únicos interlocutores del diálogo que los católicos debieran establecer con los no creyentes, más dignos de confianza que los auténticos cristianos, los cuales con fatigosa y fiel perseverancia, buscan aplicar el evangelio en su vida diaria y en compañía de los demás.

Así se quiere forzar a la iglesia a asumir, en sus intervenciones, criterios de acción y en sus métodos, la lógica del cabildeo, de los grupos de presión, y se corre el riesgo de obscurecer su fuerza profética y su transparencia como servidora del evangelio. Es un peligro que muchos parecen ignorar, pero que otros no sólo dan la impresión de estar de acuerdo, sino de considerar una ocasión providencial  que se debe aprovechar, asumiendo la táctica agresiva de las asambleas y del enfrentamiento. ¿Es ésta tal vez la vía del diálogo que la iglesia ha escogido como irreversible con el concilio Vaticano II?

No ciertamente, por este camino el diálogo con los laicos, los no cristianos, se vuelve una  posibilidad endeble, y, de hecho, se levantan nuevos muros y se corre el riesgo de regresar a una situación ya conocida y que se creía superada para siempre: el enfrentamiento entre clericales y  anticlericales, entre unos creyentes sometidos a la tentación de la arrogancia y otros creyentes que se dejan llevar por los razonamientos del laicismo. Hoy más que nunca, para evitar un choque que se daría no entre las grandes religiones sino dentro de ellas mismas y en el ámbito de las culturas, es necesario establecer entre  creyentes y no creyentes, la Élaicidad del Estado?, reconocida y apoyada por todos. El Cardenal Ratzinger  (hoy Benedicto XVI) ha escrito que si se intentara ?teologizar?  la política, se estaría ideologizando la fe? y la política no se deriva de la fe, sino de la razón.  En este sentido el estado debe ser un estado laico, profano en el sentido positivo, no-religioso?.

El Estado, en efecto, debe ser laico y debe saber que la sociedad civil, por el contrario, no es laica: por eso el Estado debe defender la libertad de conciencia y vigilar que haya una coexistencia pacífica entre todos los miembros de la sociedad, oponiéndose a toda forma de violencia que pudiera emplearse para promover convicciones de orden religioso o moral. Con todo, sin hacer de la laicidad del Estado una ideología laicista, el estado debe promover aquella laicidad que Ricoeur llamaba Élaicidad del encuentro?, una laicidad  respetuosa de las religiones, sus manifestaciones públicas y sus convicciones, propuestas incluso a la sociedad dentro del juego democrático: es decir, el Estado tiene que desempeñar un papel activo, inspirado en una neutralidad positiva, capaz de garantizar el pluralismo y de proteger los derechos de las minorías.

Los laicos, renunciando a una laicidad que sea ideología de Estado,  ¿sabrán practicar un diálogo con los creyentes, aceptando la confrontación democrática de las diversas posiciones, expresadas en términos etico-antropólógicos, sin tacharlas de fundamentalistas, sino aprovechando de ellas  los posibles aspectos positivos de servicio al hombre? ¿Están dispuestos a aceptar que las experiencias religiosas aporten libremente una contribución específica a la sociedad y a la democracia? Y los católicos ¿están dispuestos a aceptar esta laicidad sin temores, más aún, sabrán defenderla?  Estoy convencido de que muchos entre los creyentes y los laicos pueden incluso avalar y resguardar esta tarea: son todos los que buscan, en unión con todas las demás personas, caminos de paz, de justicia y de convivencia social civilizada; hombres y mujeres inspirados en la ?com-pasión?, es decir, en la solidaridad activa con el que sufre, dispuestos a hacerse cargo también de las fatigas de los demás, de compartir la fascinante y laboriosa tarea de construir un mundo a la medida del hombre, tomando en cuenta sobre todo a los más débiles y desprotegidos.

Enzo Bianchi,  Abad del Monasterio de Bosé


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