QUIENES SON LOS HEREDEROS?


"Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa" (Gál. 3:29).

¿De qué somos herederos, al ser descendientes de Abraham?

Evidentemente, de la promesa hecha a Abraham. Pero si somos de Cristo, somos herederos con él; ya que los que tienen el Espíritu son de Cristo (Rom. 8:9), y los que tienen el Espíritu son herederos de Dios y coherederos juntamente con Cristo. Así, ser coheredero con Cristo es ser heredero de Abraham.

«Herederos según la promesa». ¿Qué promesa?

La promesa hecha a Abraham, desde luego. ¿Cuál fue esa promesa? Leamos la respuesta en Romanos 4:13:

«La promesa de que sería heredero del mundo, fue dada a Abraham y a su descendencia no por la ley sino por la justicia de la fe».

Por lo tanto, los que son de Cristo son herederos del mundo. Lo hemos podido comprobar ya previamente a partir de muchos textos, pero ahora lo vemos en definida relación con la promesa hecha a Abraham.

Hemos considerado también que la herencia ha de ser otorgada en la venida del Señor, ya que es al venir en su gloria cuando dirá a los justos:

«Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mat. 25:34).

El mundo fue creado para ser la habitación del hombre, y le fue dado a él. Pero ese dominio se perdió. Es cierto que el hombre vive hoy en la tierra, pero no está gozando de la herencia que Dios le dio originalmente.

Esta consistía en la posesión de una creación perfecta, por parte de seres perfectos. Pero hoy ni siquiera la posee, puesto que

«generación va y generación viene, pero la tierra siempre permanece» (Ecl. 1:4).

Mientras que la tierra permanece para siempre,

«nuestros días sobre la tierra, [son] cual sombra que no dura» (1 Crón. 29:15).

Nadie posee realmente nada de este mundo. Los hombres luchan y se esfuerzan por amasar riqueza, y entonces

«dejan a otros sus riquezas» (Sal. 49:10).

Pero Dios hace todas sus obras según el consejo de su voluntad; ni uno sólo de sus propósitos dejará de cumplirse; y así, tan pronto como el hombre pecó y perdió su herencia, se prometió la restauración mediante Cristo, en estas palabras:

«Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón» (Gén. 3:15).

En esas palabras se predijo la destrucción de Satanás y toda su obra. Se predijo la

«salvación tan grande» que había sido «anunciada primeramente por el Señor» (Heb. 2:3).

De esa forma, «el señorío primero» (Miq. 4:8),

«el reino, el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo [serán] dados al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios lo servirán y obedecerán» (Dan. 7:27).

Esa será una posesión real, puesto que será eterna.

La promesa de su venida

Pero todo lo anterior se ha de consumar cuando el Señor venga en su gloria, a quien

«es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo» (Hech. 3:21).

Por lo tanto, la venida del Señor para restaurar todas las cosas, ha sido la gran esperanza puesta ante la iglesia desde la misma caída del hombre. Los fieles han esperado siempre ese evento, y aunque el tiempo pareciera alargarse, y la mayoría del pueblo dudara de la promesa, es tan segura como la palabra del Señor.

La siguiente porción de la Escritura describe vívidamente la promesa, las dudas de los incrédulos, y la certeza del cumplimiento de la promesa:

«Amados, ésta es la segunda carta que os escribo. Ambas son para estimular vuestro limpio entendimiento, para que recordéis las palabras dichas en el pasado por los santos profetas, y el mandato del Señor y Salvador dado por vuestros apóstoles. Ante todo, sabed que en los últimos días vendrán burladores, que sarcásticos, andarán según sus bajos deseos, y dirán: ?¿Dónde está la promesa de su venida? Desde que los padres durmieron, todas las cosas siguen como desde el principio de la creación?. Pero ellos intencionadamente ignoran que en el tiempo antiguo, los cielos fueron hechos por la palabra de Dios, y la tierra surgió del agua y fue establecida entre aguas. Por eso el mundo de entonces pereció anegado en agua, y los cielos y la tierra de ahora son conservados por la misma Palabra, guardados para el fuego del día del juicio, y de la destrucción de los hombres impíos. Pero, amados, no ignoréis esto: Para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no demora
en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que es paciente para con nosotros, porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Pero el día del Señor vendrá como ladrón. Entonces los cielos desaparecerán con gran estruendo; los elementos serán destruidos por el fuego, y la tierra y todas sus obras serán quemadas. Siendo que todo será destruido, ¿qué clase de personas debéis ser en santa y piadosa conducta, esperando y acelerando la venida del día de Diosí En ese día los cielos serán encendidos y deshechos, y los elementos se fundirán abrasados por el fuego. Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habita la justicia» (2 Ped. 3:1-13).

Leamos ahora de nuevo el pasaje, y observemos los siguientes puntos:

Los que se burlan de la promesa del retorno del Señor lo hacen ignorando voluntariamente algunos de los eventos más importantes y más claramente expuestos en la Biblia, como son la creación y el diluvio. La palabra del Señor creó los cielos y la tierra en el principio.

«Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos; y todo el ejército de ellos, por el aliento de su boca» (Sal. 33:6).

Por la misma palabra la tierra quedó cubierta por el agua, dándose la circunstancia de que el agua que la tierra almacenaba contribuyó a su destrucción. Fue destruida por el agua. La tierra, tal como hoy la conocemos, apenas conserva un parecido con lo que fue antes del diluvio. La misma palabra que creó y destruyó la tierra, es la que la sostiene hoy, hasta el tiempo de la destrucción de los hombres impíos, cuando se convierta en un lago de fuego en lugar de un lago de agua.

«Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habita la justicia».

La misma palabra es la que lo cumple todo.

El gran clímax

Así, resulta evidente que la venida del Señor es el gran evento al que han señalado todas las cosas, desde la propia caída. «La promesa de su venida» es lo mismo que la promesa de un cielo y una tierra nuevos.

Esa fue la promesa hecha a los «padres». Los que se burlan de ella no pueden negar que la Biblia contiene esa promesa, pero, puesto que no ha ocurrido ningún cambio aparente desde que los padres durmieron, piensan que no hay probabilidad alguna de que se cumpla.

Ignoran el hecho de que las cosas han cambiado mucho desde el principio de la creación; y han olvidado que la palabra del Señor permanece para siempre.

«El Señor no demora en cumplir su promesa».

Obsérvese que está en singular; no habla de promesas, sino de promesa.

Es un hecho el que Dios no olvida ninguna de sus promesas, pero el apóstol Pedro está aquí refiriéndose a una promesa definida, que es la de la venida del Señor y la restauración de la tierra. Se tratará realmente de una «tierra nueva», puesto que será restaurada a la condición en la que estaba cuando fue hecha al principio.

Aunque ha pasado mucho tiempo -según ve las cosas el hombre- desde que se hizo la promesa, «el Señor no demora en cumplir su promesa», puesto que él posee todo el tiempo. Mil años son para él como un día. Por lo tanto, ha transcurrido escasamente una semana desde que se hizo la promesa por primera vez, en el tiempo de la caída. Sólo ha pasado la mitad de una semana desde que «los padres durmieron».

El paso de unos pocos miles de años en nada ha disminuido la promesa de Dios. Es tan cierta como cuando se la hizo por primera vez. Dios no ha olvidado. El único motivo por el que se ha dilatado tanto es porque

«es paciente para con nosotros, porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento».

Por lo tanto,

«entended que la paciencia de nuestro Señor significa salvación» (2 Ped. 3:15),

y debiera ser objeto de agradecimiento por el gran favor otorgado, en lugar de considerar su misericordioso retardo como evidencia de falta de fidelidad por su parte.

No se debe olvidar que si bien mil años son como un día para el Señor, también un día es para él como mil años. ¿Qué significa eso?

Simplemente, que mientras que el Señor puede esperar un tiempo prolongado -a decir del hombre-, antes de llevar a cabo sus planes, eso nunca debiera tomarse como una evidencia de que en cualquier momento del proceso, una cantidad determinada de trabajo va a precisar necesariamente la misma cantidad de tiempo que tomó en el pasado.

Para el Señor es tan bueno un día como mil años, si es que su voluntad decidió que la obra de mil años se realice en un día. Y eso pronto va a suceder,

«porque palabra consumadora y abreviadora en justicia, porque palabra abreviada, hará el Señor sobre la tierra» (Rom. 9:28).

Un día será suficiente para la obra de mil años. El día de Pentecostés no fue sino una muestra del poder con el que el evangelio ha de avanzar en el futuro.

Y tras haber resumido lo que realmente representa el evangelio del reino, y habernos referido a la promesa hecha a los padres como fundamento de nuestra fe, pasaremos a estudiar más detenidamente la promesa, comenzando por Abraham, de quien debemos ser hijos, si es que somos coherederos con Cristo.

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