[Jehova Nissi] La vida pensando en Dios.

Feliz tú, que honras al Señor y le eres obediente. Comerás del fruto de tu trabajo, serás feliz y te irá bien (Salmo 128,1 – 2).

 

El Reino de los Cielos reclama del hombre un interés permanente, como el de las vírgenes prudentes (Mateo 25,1 – 13). También es un Reino a la medida de cada uno. Los hombres como servidores del gran Rey, Señor del mundo, nos vemos dotados de diversos talentos según nuestra capacidad. El Señor de cielos y tierra y justo juez retribuye a cada individuo, depositario de sus dones, en función de su empeño por corresponder a lo que de Él ha recibido. Ese empeño, desvelo y medida del interés por su Señor, es la respuesta humana al requerimiento divino (Mateo 25,14 – 30). La vida en la tierra es un tiempo para administrar la herencia del Señor. El sentido de la parábola es bien claro: Los siervos somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno; el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado es la muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo. No somos dueños sino administradores de unos bienes de  los que hemos de dar cuenta. Hoy nos preguntamos si cuando nos presentemos ante el Señor traeremos las manos llenas y podremos decirle: Mira Señor, he procurado gastar la vida en tu hacienda; no he tenido otro fin que tu gloria.

 

No es lo decisivo para cada persona si tiene muchos o pocos talentos, pues Dios, Señor absoluto, nos los ha otorgado de modo diverso a cada uno según su voluntad; nos importa ante todo lo que libremente ponemos de nuestra parte para hacerlos rendir. Sólo con ser personas debemos reconocer agradecimiento a nuestro Creador, pero además, nos vemos con algunas cualidades que aunque puedan ser escasas, son verdaderos talentos, es decir oportunidades de servirle conscientemente, de amarle. El amor da alas para servir a la persona amada. La pereza, fruto del desamor, lleva a un desamor más grande. El Señor condena en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres. Examinemos cómo aprovechamos el tiempo, la puntualidad y el orden; si dedicamos la atención debida a los deberes familiares; si hacemos un apostolado fecundo; si procuramos extender el Reino de Cristo en las almas y en la sociedad con los talentos recibidos.

 

No debiéramos apenarnos por pensar que tenemos pocas cualidades, ni sentirnos orgullosos si nos parece que valemos mucho. Preguntémonos, en cambio: ¿hago todo lo que puedo? ¿Soy consciente de que es para Dios mi actuación, o me preocupa, más bien el beneficio particular que obtengo? A partir de preguntas de ese estilo descubriremos nuestra rectitud. Si con frecuencia comparamos la propia conducta con la de otros; si ponderamos excesivamente el éxito o el fracaso; o si de ello depende bastante nuestro estado de ánimo; si en ocasiones, nos molesta el triunfo de los demás, es señal de que no valoramos nuestras cualidades como lo que son, oportunidades recibidas de Dios para servirle, las que Él ha querido suficientes, por tanto para amarle.

 

¡Cuántas veces la satisfacción personal no es a la medida de la honradez, de la rectitud, de la justicia! Y con cuánta frecuencia buscamos ante todo sentirnos satisfechos de nosotros mismos. Valdrá la pena un examen de conciencia detallado sobre la realidad objetiva de nuestra conducta. Debemos observar el resultado de nuestras acciones. Ver si hay progresos en nuestra vida, contemplada en la presencia de Dios, sin caer en comparaciones con la vida de otros. Si en definitiva, mejoramos no por amor propio, sino por amor a Dios.

 

Nuestra vida es breve y hemos de aprovecharla hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios. Aprovechar el tiempo es llevar a cabo lo que Dios quiere que hagamos en ese momento. Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca insignificante, sin preocuparnos excesivamente en el pasado, sin inquietarnos por el futuro. Cuando una vida ha llegado a su fin es como un tapiz que se ha terminado de tejer: Nuestro Padre Dios lo contemplará, se sonreirá y se gozará de ver una obra acabada, resultado de haber aprovechado bien el tiempo de cada día, hora a hora, minuto a minuto.

 

¡¡¡Padre Santo, no quiero ser pasivo sino servidor activo y decidido. Ayúdame a seguir el camino correcto para dar toda clase de buen fruto según mis talentos de ti recibidos!!!

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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz. 
Juan Alberto Llaguno Betancourt
Lima – Perú
                               

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