[GRUPOMINISTERIOMUJER] La esperanza de Navidad

La esperanza de Navidad
por Susana Keck

Primero, las señales de algo que no anda bien, poco después el diagnóstico del médico: un cáncer linfático, más tarde el tratamiento con sus secuelas muy molestas. ¿Cómo enfrentar la realidad de una enfermedad devastadora? ¿Cómo mantener a la familia unida y fortalecida en medio de dolor y la inminencia de la muerte? La autora nos comparte su experiencia.

Era la semana después de la Navidad de 1990. El árbol aún estaba armado, y juguetes y algunos moños de los regalos permanecían aún dispersos por el suelo. Unas pocas horas antes habíamos despedido a los familiares que nos visitaron. Estaba recostada en el sofá, vestida en mis pijamas, pasando el atardecer mirando televisión junto a mi marido, Juan. Nuestros hijos, Allison de tres años y Daniel de uno, ya estaban en sus camas. Santiago de nueve años, mi querido sobrino que nos visitaba, estaba sentado cerca de su papá en la silla grande. Yo sonreía. Cuán bendecida era. Alisé mis pijamas, y mi mano rozó mi pecho derecho. Sentí un bulto. Cuidadosamente toqué nuevamente el lugar. Sí, algo duro estaba allí, un bulto de la medida de una uña. Hice una nota mental para llamar a mi doctora a la mañana siguiente y volví mi atención a la televisión.
Mi doctora no pareció preocuparse pero ordenó una mamografía para la siguiente semana «sólo para asegurarnos». Las cosas comenzaron a suceder rápidamente después de aquello. La mamografía mostró no sólo el bulto sino también una calcificación en el centro del busto. Ahora me estaba poniendo nerviosa. El especialista anotó en su agenda una biopsia de emergencia, que confirmó la sospecha, era cáncer. Mi médica trató de ser amable cuando me informó, pero yo comencé a sollozar. Mi madre había muerto de leucemia a mi misma edad. Yo tenía 34 años.
Mi esposo Juan me envolvió con sus brazos, luchando con su propio dolor, y dijo: «Seremos fuertes y valientes, Dios nos sostendrá».
 
Tres días más tarde, cuando hicieron la mastectomía, descubrieron un cáncer extendido en mi ganglio linfático. A esto se agregó una agresiva quimioterapia durante los cuatro horribles meses siguientes. Perdí mi cabello, vomité constantemente y encontré que la comida tenía sabor a metal. Me dije a mi misma, si puedo soportar cuatro meses de quimioterapia, puedo soportar cualquier cosa. Me mantuve asida del Señor, confiando en él para atravesar cada tratamiento. También fui fortalecida por todo el amor y ayuda práctica que derramó sobre mí toda la familia de la iglesia durante esos meses. Proveyeron comidas y cartas para recordarnos que todos ellos oraban por nosotros. Especialmente aprecié que también incluyeran a los niños y a Juan en sus oraciones.
 
Para explicar a Allison y a Daniel lo que estaba sucediendo, llamé a la quimioterapia una «medicina especial», y les dije que a veces me haría sentir mal y muy cansada. Ellos lo aceptaron y nos arreglamos para pasar por el tratamiento con montones de abrazos. En la primavera, un estudio mostró que el cáncer estaba debilitado. Terminó la quimioterapia, y nuestras vidas volvieron a su curso.

 
OTRAS VACACIONES

 
A medida que recobraba mis fuerzas, armé un collage con todas las tarjetas que había recibido y lo colgué en mi dormitorio para que me recordara el amor que había fluido a nuestro alrededor. También comencé un diario con mensajes especiales para cada miembro de la familia. No planeaba morirme, pero quería decir esas cosas que a menudo quedan sin decir.
 
El día de Acción de Gracias de 1991, perdí el control de mi brazo derecho por unos minutos cuando estaba preparando el pavo que sobró para congelar. Mi cerebro daba la orden a mi brazo para que levantara la carne, pero no se movió. El episodio me aterró y duró por unos minutos, pero no hice caso. Unos días más tarde, sucedió lo mismo mientras estaba trabajando en mi computadora. Fui a ver mi doctora y ella inmediatamente ordenó un estudio profundo.
 
Para mi horror, descubrimos que el cáncer había llegado a mi cerebro y se había asentado allí en forma de tres tumores inoperables. Al siguiente día comencé con radiaciones sobre mi cabeza. Estaba agradecida de que el doctor dijo que podía seguir trabajando como secretaria mientras me sintiera bien. Mi trabajo me ayudó a distraerme del tratamiento con cobalto cada día a las cuatro de la tarde y durante 27 días. Aún recuerdo el distintivo olor que provenía de la luz azul al comenzar la radiación. Justo cuando mi cabello estaba creciendo, grueso y enrulado, lo perdí nuevamente. Pero los niños estaban acostumbrados a ver una mamá calva.
 
De hecho, Daniel no recordaba haber visto mi cabello. Allison era más grande cuando me diagnosticaron cáncer, así que se dio cuenta rápidamente que yo estaba enferma. Cuando pedía detalles de la operación, yo le explicaba exactamente lo que había sucedido. Le dije que tenía cosas malas en el pecho, y que el doctor tenía que sacarlas. Cuando pedía ver mi lastimadura, yo le dejaba ver la cicatriz. La estudiaba por un largo rato, y luego preguntaba «¿Te duele?».
Yo sacudía mi cabeza. «No, ahora no». El mostrarle mi cicatriz, parecía ayudar. Aprendí que los niños crean grandes miedos cuando no tienen respuestas a sus preguntas. Pronto ella me ayudaba a ponerme la peluca cuando iba a la iglesia o al trabajo. Pero en casa podía usar un turbante o simplemente dejar mi cabeza calva. Los niños aceptaron mi calvicie así como en el pasado habían aceptado un peinado distinto.
 
Un día, cuando los dejaba en la guardería, salí del auto, fui a abrir la puerta de atrás y al reflejarme en la ventanilla, me di cuenta que me había olvidado la peluca en casa. Allison vio mi sorpresa y comenzó a reírse tanto que perdió su aliento. No se le había ocurrido recordarme el uso de la peluca, porque no era inusual el verme sin ella. Cuando me besó al despedirse aún se atragantaba con la risa.
Tuve que volver a casa y llamar a mi jefe y decirle: «Tengo la excusa más loca que usted haya oído en su vida: olvidé mi cabello esta mañana».

 
UNA REUNIÓN FAMILIAR

 
Unas pocas semanas más tarde, mi familia llegó desde Florida, pensando que sería mi última Navidad. Sin embargo, yo aún no estaba golpeando las puertas de la muerte, y se sorprendieron de lo bien que estaba y de cuán tontamente actuaba con los niños. Tempranamente había determinado que no estaba muriendo de cáncer, sino que estaba viviendo con él. Tampoco había perdido la esperanza de que podía ocurrir un milagro.
 
Los escuché murmurar de que ésta sería mi última Navidad, pero ignoré sus comentarios, hasta la noche en que Juan se metió muy callado en la cama. Lentamente comenzó a confesarme que mi familia quería que él viera lo «serio» de la situación, como si no estuviera alerta a lo que el futuro traería.
La mañana siguiente, llamé a una reunión familiar. Preparé el café, las galletitas y los pañuelos de papel. Luego fui directo al punto. Señalando con mi dedo a mi papá, mi madrastra, mis hermanos y cuñadas, dije: «No piensen en las cosas negativas. No vayan por ahí diciendo que estoy en la curva final. No lo estoy. Piensen en la parte positiva de la situación. Sí, tengo cáncer, pero tengo dos hermosos hijos y un matrimonio feliz. Juntos vivimos en una casa que está en las afueras, en medio de un maizal, y nos encanta estar aquí. Juan y yo tenemos trabajo, y nuestras facturas médicas están cubiertas por el seguro. Lo único por lo que tenemos que preocuparnos es mi cáncer. Y ahora tanto los médicos como la medicación y el Señor me están cuidando, así que ¿por qué no puedo sonreír? Especialmente cuando tengo a los niños en casa. Si me desanimo y me quejo, ellos no van a tener un sereno comienzo. Y gracias a Dios por ellos; ellos me ayudan a seguir».
 
Luego miré a mi papá y madrastra y les dije: «Hace 23 años que ustedes están casados, y yo sé que cada uno de ustedes tuvieron otros esposos que murieron de cáncer. Pero, por favor recuerden que en estos 23 años la medicación, los tratamientos, los doctores y la tecnología han cambiado. Mi propia madre eligió ser un ratón de laboratorio con la quimioterapia cuando estaba enferma. Ella le dijo a mi tía que la razón por la cual atravesaba todo era por si acaso alguno de sus hijos tuviera que pasar por quimioterapia algún día. Bien, aquí estoy, enfrentando y pasándolo mejor de lo que cualquiera esperaba».
 
Cuando expresé mis pensamientos, los otros comenzaron a abrirse y hablar sobre las cosas que les habían estado persiguiendo. Mi papá me hizo saber que si bien él había perdido a su esposa por cáncer, el perder una hija era una pérdida diferente. Yo no había pensado en ello.
 
Luego, él y mis hermanos expresaron sus frustraciones de vivir tan lejos y no estar a mano para cuidarme. Dijeron que oraban cada día por mí, pero que querían hacer algo más. Gradualmente, mientras hablábamos, se dieron cuenta de cuán importante era que Juan y yo no estuviéramos vencidos por la enfermedad, al punto de hacer bromas con ella a veces. Se habían enojado cuando Allison me había dado un beso en mi cabeza calva o cuando Daniel frotaba mi brillante cuero cabelludo. No se habían dado cuenta que los niños no me recordaban con cabello.
La reunión terminó con abrazos y una mejor comprensión del uno por el otro.

 
LAS VICTORIAS DE HOY

 
Hoy, Allison tiene 6 años y Daniel 4. Yo tuve numerosos retrocesos y estuve en quimioterapia cada fiesta importante desde mi primer diagnóstico. Pero aún nos gusta ir a cenar afuera de vez en cuando, alquilar películas tontas, jugar en el parque y sentarnos juntos cada domingo en la iglesia.
 
En Navidad continuamos adornando la casa y armamos un gran árbol. Por supuesto, no cuelgo tantos adornos como acostumbraba, pero aún hacemos de nuestras Navidades algo especial. Hacemos las cosas tradicionales como cualquier otra familia, incluyendo el ir al culto de las velas e invitar a otros a asistir. Me siento bendecida de tener siempre alguien alrededor que me ayuda, ya sea a cocinar, o hacer la limpieza o cuidar de los niños.
 
La gente aún comenta de mi actitud exuberante, pero ello es por mi acostumbramiento al cáncer. Después de todo, son casi tres años desde que me dieron el primer diagnóstico. No estoy diciendo que no tengo días malos o períodos de llanto, pero eso ocurre cuando estoy a solas o cuando hablamos con Juan, tarde en la noche. La próxima mañana nuestras sonrisas vuelven a nuestros rostros a fin de poder saludar a nuestros hijos con abrazos.
 
Extraño el estar activa en la iglesia. Especialmente extraño el participar del coro. Me encantaban las prácticas como las presentaciones del domingo por la mañana. Aprecio los buenos sentimientos que surgen en un grupo cuando trabajan juntos para hacer algo hermoso para el Señor. A veces pensé que estallaría de puro gozo, y comenzaría a bromear para pasar a otros esos buenos sentimientos.
 
Hoy la práctica con el coro es un hermoso recuerdo. Mientras el cáncer continúa avanzando, los doctores me indicaron que tenga mis cosas en orden. Por supuesto, ha sido duro aceptar que Dios aparentemente no va a intervenir y permitirme ver crecer a mis niños. He llorado mucho por varios días, pero luego decidí que quería que el tiempo que nos quedara fuera lleno de buenos recuerdos, no los de una madre llorosa. Dejé mi trabajo para estar más con ellos. El incentivo de Juan me ha ayudado muchísimo mientras él permanece fiel a nosotros. Sé que los niños están seguros con él.
 
Esta continua batalla con el cáncer nos ha forzado a pensar sobre cosas que toda pareja debe discutir, como el testamento y hablar sobre los lugares para el entierro. También consideramos quién continuaría con la crianza de los niños si algo nos sucediera a ambos. Tener que hablar de estos temas a esta edad es muy duro. Pero era necesario hacerlo.
 
Por supuesto, sé que Dios aún puede intervenir y sanarme si lo quiere. Sé que él cuidará de mi familia amorosamente y que sacará algo bueno de esta situación. La esperanza del cielo es lo que me sostiene. Y cuán apropiado fue que mi cáncer apareciera por primera vez una Navidad. Esto es lo que es la Navidad, esperanza para el mundo porque un niño ha nacido en un establo hace 2000 años.
 
Aquella esperanza me ayuda a seguir aunque me estoy acostumbrando a la idea de morir. Después de todo, por mi fe puesta en lo que Jesús hizo por mí, y por el mundo entero, sé que veré su rostro.
 
De hecho, cuando usted esté leyendo esto, puedo estar ya en el cielo. Mientras usted esté disfrutando del culto tradicional de las velas con su familia, yo podré estar cantando con el coro celestial. ¡Píenselo! Estaré cantando al Señor, quién murió por mí.
 
Mientras este artículo va a la imprenta. Susan Keck está disfrutando de uno de sus «buenos períodos». Está esperando pasar otra Navidad con su familia en Morris, Illinois. Focus on Family, Diciembre 1993.

 
Nota del Editor: Luego de esperar por varios meses el permiso para traducir y publicar el presente artículo, recibimos una carta del esposo de la autora, diciéndonos: «Tienen mi permiso para traducir y publicar el artículo como han requerido. Mi esposa, Susan, partió al hogar celestial para estar con el Señor en enero de este año. Yo sé que Susan querría que su vida y su artículo tocaran tanta gente como sea posible». John Keck.
Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 6.
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