[CE-Peru]Convirtámonos como Saulo.

Naciones y pueblos todos, alaben al Señor, pues su amor por nosotros es muy grande; la fidelidad del Señor es eterna. ¡Aleluya! (Salmo 117,1 – 2).
 
Nos encontramos en el monte de los olivos, en el mismo lugar donde cuarenta días antes, Jesús era entregado por uno de sus discípulos y donde todos los demás le abandonaron. Pero las cosas han cambiado y ya no son los mismos apóstoles de antes, pues la Resurrección los ha cambiado. Jesús se da cuenta de esto y por eso les da una nueva misión: Vayan pues a las gentes de todas las naciones y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo (Mateo 28,19 – 20). He aquí la misión de los apóstoles después de la Resurrección, y nosotros cristianos somos hoy en día esos apóstoles resucitados.
 
Del Señor es el mundo entero, con todo lo que en él hay, con todo lo que en él vive. Porque el Señor puso las bases de la tierra y la afirmó sobre los mares y los ríos (Salmo 24,1 – 2).

Es verdad que en nuestras vidas hemos abandonado a Cristo muchas veces, pero eso a Jesús no le importa. Él nos llama a predicar el evangelio como volvió a llamar a los apóstoles y como un día llamó a Pablo, quien persiguió a los apóstoles y quería borrar el nombre de Jesús de Nazareth de la faz de Israel (Hechos 22,1 – 16). Pero Jesús resucitado le convierte de un perseguidor a un precursor de la Buena Nueva, y en un apóstol apasionado de este Cristo a quien perseguía. Jesús nos manda a predicar el Evangelio y es el primero que nos da ejemplo convirtiendo al más temido de todos los judíos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede permanecer en su santo templo? El que tiene las manos y la mente limpias de todo pecado; el que no adora ídolos ni hace juramentos falsos. El Señor, su Dios y Salvador, lo bendecirá y le hará justicia. Así deben ser los que buscan al Señor, los que buscan la presencia del Dios de Jacob (Salmo 24,3 – 6).

La conversión infundió en Saulo una fe que lo hace ser misionero incansable; enciende en su alma un ardor de caridad que le obliga a transmitir a los demás la verdad que ha encontrado; le da la fuerza para ser tanto de palabra como de obra un ferviente testimonio del evangelio. Ahora bien, ¿qué nos diferencia a nosotros de Pablo? Tenemos la misma fe, la misma caridad, la misma doctrina, el mismo Dios, pero nos falta su amor apasionado a Cristo, que le llevó a considerar a todo como basura y estiércol comparado con Cristo. No esperemos más, convirtámonos en esos apóstoles resucitados y pidamos esa fe y ese amor que convirtió a Pablo para que nos convierta también a nosotros en luz y fuego en medio de la oscuridad del mundo.
¡Ábranse, puertas eternas! ¡Quédense abiertas de par en par y entrará el Rey de la gloria! ¿Quién es este Rey de la gloria? ¡Es el Señor todopoderoso! ¡Él es el Rey de la gloria! (Salmo 24,7.10).
 
¡¡¡Padre eterno, te doy gracias por enviar a tu Hijo a encontrarme por el camino; quiero hacer tu voluntad y ser miembro fiel de tu gran familia. Quítame los velos que tenga todavía en mi corazón y que me impide conocerte tal como eres. Concédeme el don de escuchar y guardar tu palabra!!!
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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre
Dios te mire con amor y te conceda la paz.
Protejamos nuestra Biodiversidad y el Medio Ambiente
Juan Alberto Llaguno Betancourt
Lima – Perú – SurAmérica


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