El ayuno en Israel era considerado como un medio para acumular méritos ante Dios, y expresaba la aflicción de quien esperaba la llegada del Mesías; era el signo de la insatisfacción por el tiempo presente y un reclamo a la esperanza del tiempo que estaba para llegar. ¡Pero Jesús ya estaba aquí, entre nosotros! Él era el Mesías anhelado, y por eso sus discípulos no podían ayunar. Dios está en nosotros y nosotros en Dios. Jesús no vino a reformar el judaísmo, Él vino a hacernos partícipes de algo nuevo: su Reino en nosotros y para nosotros. Por eso su alianza no es una renovación de la antigua, sino una Alianza nueva y eterna, definitiva: Yo la voy a enamorar: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Yo te haré mi esposa y te seré fiel, y tú entonces me conocerás como el Señor (Oseas 2,14.20). Sólo en Cristo encontramos el Camino, la Verdad y la Vida. ¿Es que acaso pueden ayunar los amigos del Esposo mientras el Esposo está con ellosí (Marcos 2,18 – 22). Con Jesús habían llegado ya los tiempos mesiánicos y ahora estaba celebrando las fiestas de bodas con su esposa, la Iglesia. ¡Era el tiempo de la alegría, de la Buena Nueva!
Pero Jesús, a diferencia de los fariseos, no pensaba que con el ayuno se acumularan más méritos a los ojos de Dios, o que por el simple hecho de ayunar la gente fuera más buena. La piedad farisaica estaba hecha más de ritos, de formulismos y de prácticas exteriores que de una verdadera relación de amor a Dios y al prójimo. Y eso era lo que Cristo tanto les recriminaba: su justicia exterior, su autocomplacencia egoísta y cómoda, su apariencia de virtud, pero hueca y podrida por dentro por su ausencia de amor. Jesús no exige prácticas para considerarnos mejores. Él vino a predicarnos a un Dios que nos ama de un modo totalmente gratuito y generoso. La salvación que Él nos ofrece no es una especie de contrato al que tenemos que someternos a la fuerza y llenar unos ciertos requisitos. La redención que Él nos trajo es un don libre de su infinito amor a nosotros y no algo que nosotros debemos merecernos con nuestras prácticas ascéticas. Y si después, cuando nos sea arrebatado el Esposo tendremos que ayunar, no será ciertamente para comprar el amor de Dios con nuestros ayunos, sino para acompañar a nuestro Señor en el momento de su Pasión y muerte; también como un medio para manifestar a Jesús nuestro gran amor a Él. No como requisito para merecerlo, sino como correspondencia libre y generosa, que brota de un corazón agradecido y enamorado. No es que la entrega de Cristo no haya bastado; somos conscientes de que Jesús asumió en la cruz el dolor de los que creemos en Él en el tiempo y en el espacio; pero también asumió nuestro amor, que llega hasta el extremo de dar la vida por los demás. Ahí está el sentido de unir nuestros dolores al Crucificado; pero también está el sentido de nuestra entrega amorosa en favor de los que sufren, de los pobres, de los pecadores para que tengan vida y la tengan en abundancia. El Señor nos invita a ser, en verdad, la carta escrita por Dios para que los demás lean, desde nuestro amor, desde nuestra lucha por la paz, desde nuestra bondad, desde nuestra alegría, desde nuestra misericordia, desde nuestra capacidad de perdonar y dar la vida por los demás.
El ayuno cristiano además tiene el sentido de ahorrar algo legítimo para donarlo a los demás y para compartirlo con ellos, sobre todo con los más pobres y necesitados. De esta manera, el ayuno adquiere un valor de renuncia libre y de sacrificio generoso por AMOR. No es tanto la privación del alimento lo que cuenta y lo que agrada a Dios, sino la caridad que lo acompaña, el compartir el propio pan con el hambriento y el necesitado. Y quien dice pan, dice también: tiempo, cariño, perdón, servicio y todos los demás actos de caridad que podamos ofrecer a nuestro prójimo. Por eso, en el juicio final no nos va a decir nuestro Señor: Tuve hambre y tú ayunaste conmigo, sino: Tuve hambre y me diste de comer.
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