Somos Profetas Del Señor

Somos Profetas Del Señor

Señor, desde mi juventud eres mi esperanza y mi seguridad. Aún estaba yo en el vientre de mi madre y ya me apoyaba en ti. ¡Tú me hiciste nacer! ¡Yo te alabaré siempre! [Salmo 71,5 – 6].
 
Todos fuimos llamados a la vida porque aún antes de nacer, Dios nos amó y nos destinó a ser testigos suyos. El anuncio del Evangelio no se realiza sólo desde la ciencia humana; antes que nada y por encima de todo está Dios, que es quien pone sus palabras en nuestro corazón y en nuestra boca, para que con su Poder destruyamos el mal y edifiquemos el bien.

Contaré las grandes cosas que tú, Señor, has hecho; proclamaré que solo tú eres justo. Dios mío, tú me has enseñado desde mi juventud, y aún sigo anunciando tus grandes obras [Salmo 71,16 – 17].
 
El auténtico profeta viene de la unión con Dios; desde esa experiencia habla como testigo de lo que ha experimentado del mismo Dios. El profeta de Dios no se pasa la vida anunciando calamidades, sino anunciando una vida que día a día se ha de renovar en Cristo Jesús. Por eso el verdadero profeta no sólo ha de arrancar y derribar, destruir y deshacer, sino también edificar y plantar. Esto no puede llevarnos a pensar que el trabajo realizado por los enviados anteriormente a nosotros haya sido inútil, y que todo empezará desde nuestra llegada. Ni siquiera las culturas, tal vez alejadas de Dios, deben ser despreciadas ni destruidas para edificar en ellas la fe, sino que sólo las hemos de purificar de todo aquello que les impide un encuentro auténtico con el Señor, y un compromiso en la edificación de su Reino entre nosotros y en los diversos pueblos y culturas para conducir a todos hacia la plena unión con Cristo Jesús.
 
El Señor me dijo: Tú irás a donde yo te mande, y dirás lo que yo te ordene. No tengas miedo de nadie, pues yo estaré contigo para protegerte. Yo, el Señor, doy mi palabra [Jeremías 1,7 – 8].
 
Puestos en manos de Dios lancémonos confiados y valientes a anunciar su Evangelio a todas las naciones, pues Dios velará siempre por nosotros. Teniendo al Señor de nuestra parte no vacilemos, pues Él siempre estará dispuesto a ponernos a salvo. Incluso cuando muramos por Él y por su Evangelio, finalmente nos librará de la muerte y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial. Dios nos quiere comprometidos en la realización del bien a favor de todos, ser como la semilla que cae en buena tierra y da fruto [Mateo 13,1 – 9]. Esto tal vez nos reporte momentos de desprecio, de angustia, de persecución y de muerte. Aceptando con amor las consecuencias de nuestro testimonio del Evangelio, no nos cansemos de proclamar siempre la justicia que procede de Dios y que Él ofrece a la humanidad entera; no nos cansemos de llevar la misericordia a todos para que encuentren en el Señor el perdón y la salvación. Sólo así podremos alabar al Señor eternamente, pues desde ahora nuestra vida se habrá convertido en una continua alabanza de su santo Nombre.
 
Pidámosle al Espíritu Santo que nos abra el corazón para entender la mente de Dios, para que sepamos reconocer más plenamente lo mucho que Él nos ama y cuánto desea que dejemos el pecado para volver a Él.
 
¡¡¡Señor, Espíritu de Dios, enséñanos a aplicar las palabras de Jeremías a las circunstancias actuales de nuestra vida, para que Dios continúe plantando en sus hijos sus bendiciones y dones espirituales!!!
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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz.
Protejamos nuestra Biodiversidad y el Medio Ambiente [Génesis 2,15]
Juan Alberto Llaguno Betancourt
Lima – Perú – SurAmérica

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