Cuando El Creyente No Avanza ¿Que Hacer?

El engaño de vivir gobernados por los sentimientos y deseos 

El que creyere, no se apresure (Isaías 28:16).
Los deseos ocupan la mayor parte de nuestra vida emocional; ellos se unen a nuestra voluntad para crear rebeldía o una actitud antagónica contra la voluntad de Dios.

Existen tantos deseos en nosotros que nuestros sentimientos se confunden y no logramos entrar en la quietud del espíritu.

Nuestros deseos estimulan nuestros sentimientos y provocan muchas experiencias turbulentas.

Si el creyente no es libre de su pecado, su deseo se une a este y encuentra agradable pecar; así el nuevo hombre cae en la esclavitud y pierde su libertad, aun después de haber sido librado de las manifestaciones externas de los pecados, anhelan muchas cosas que no tienen nada que ver con Dios

Cuando el creyente es emotivo, es gobernado por sus deseos. Si la cruz no hace una obra profunda para que los deseos sean juzgados según la luz de la cruz misma, el creyente nunca vivirá plenamente para Dios ni en el espíritu.

Cuando el creyente es emocional, la fuerza de sus deseos lo controlan. Todos los deseos naturales y emocionales del hombre están relacionados con la vida del yo. Se centran en el ego, son motivados por el ego y acatan sus dictados. Mientras uno sea emocional, no cede su voluntad al Señor, y tiene muchas ideas personales. Desear es cooperar con las ideas que uno tiene para complacerse en ellas según su propia voluntad, y con el fin de que se lleven a cabo.

Cuando el creyente no avanza

Los placeres, la vanagloria, la exaltación personal, el amor, la compasión y la estima propia provienen de los deseos del hombre. Estos hacen que el yo sea el centro de todo. Por ejemplo, ¿hay algo que el hombre desea y disfruta que no esté relacionado con el yo? Si nuestros deseos son examinados a la luz del Señor, veremos que no importa qué deseemos o cuánto lo deseemos, no podemos escapar de la participación del yo.

¡Todos nuestros deseos están dirigidos al ego! Si el objetivo de ellos es nuestro propio placer, entonces glorifican al yo. Cuando los creyentes se encuentran en esa condición, no tienen la posibilidad de vivir en el espíritu.

Los deseos naturales del creyente

El orgullo surge de los deseos, los cuales llevan al hombre a buscar algo para sí mismo, a fin de poder ser alabado por los demás. Cualquier tendencia a jactarse de la posición que uno tiene, de su tradición familiar, de su salud, de su personalidad, de su destreza, de su apariencia y de su poder, proviene de la parte emotiva de uno, específicamente de los deseos.

Detenerse en las diferentes formas de vivir, vestir o de comer, y buscar satisfacción en ellas, también es el efecto de la parte emotiva de uno. Inclusive pensar que el don que uno recibió de Dios es superior al de otros, es un pensamiento inspirado por la parte emotiva.

¡Es asombroso cuánto le encanta al creyente emotivo exhibirse! Le encanta ver y ser visto. No tolera ser restringido por Dios, y trata por todos los medios de sobresalir. Le es imposible someterse a la voluntad de Dios y pasar inadvertido; no puede negarse a su yo secretamente. Le agrada llamar la atención de las personas. Su deseo o su amor propio se hiere cuando los hombres no lo honran, pero no cabe de gozo cuando es estimado y reconocido por alguien. Se complace en escuchar que las personas lo alaben, pues piensa que los elogios son justificados.

Los deseos naturales del creyente

Aun al trabajar para el Señor, procura destacarse de muchas maneras. Al dar un mensaje o al escribir un libro hay en él un motivo secreto que lo estimula. En pocas palabras, su corazón, lleno de vanagloria, todavía está vivo y busca lo que ama y lo que alimenta su ego.

El deseo de tener éxito, de obtener mucho fruto, de ser poderoso espiritualmente y de ser útil en la obra, proviene del anhelo por glorificar el yo. En nuestra vida espiritual, la búsqueda de crecimiento, de profundidad y de experiencias loables es, en muchos casos, una búsqueda de nuestra propia felicidad, así como de la admiración de los demás. Si observamos el curso de la vida y obra del creyente desde su origen, descubrimos que gran parte de ella obedece a los intereses del yo. Los deseos del creyente son la fuente de todo en su vida y en su obra.

El creyente debe saber que cuando su vida y su obra son motivadas por la ambición, aunque todo lo que haga parezca bueno, loable y fructuoso, a los ojos de Dios solo es madera, heno y hojarasca. Esta conducta y esta labor carecen de valor espiritual. Cualquier pensamiento en pro del yo basta para corromper cualquier actividad, y Dios no se complace en ella, porque a sus ojos, el deseo del creyente por obtener fama espiritual es tan detestable como las lujurias del pecado. Si uno anda según sus deseos naturales en todas sus acciones, tendrá el ego en alta estima. Pero Dios aborrece la vida centrada en el yo.

Necesitamos tener presente que en los asuntos espirituales, nada es demasiado insignificante, pues aun una insignificancia puede impedir nuestro progreso.

Cuando el creyente es impulsado por sus deseos naturales, se vuelve temerario. Cuanto más espiritual llega a ser un creyente, más normal es, ya que se une a Dios en lo que Él dispone; pero el creyente se vuelve intrépido cuando es impulsado por sus deseos naturales. El creyente emotivo se complace en ser un héroe, y le gusta correr riesgos para satisfacer su ego e impresionar a los demás. Cuando es impulsado por su atrevimiento, muchos aspectos de su comportamiento ponen en evidencia su inmadurez. Esta imprudencia impulsa al hombre, y si él le obedece pierde su normalidad, se extralimita.

La inclinación por el placer o el deleite también es una manifestación prominente del creyente emotivo. Las emociones no permiten que los creyentes vivan exclusivamente para Dios, y se oponen a ello con firmeza.
Los creyentes emotivos también son impacientes. Nuestra parte emotiva no sabe lo que es esperar en Dios, ni esperar su revelación ni seguir la dirección del Espíritu Santo.

Las emociones siempre se apresuran e inducen al creyente a obrar de manera precipitada. Si el creyente no ha hecho morir sus emociones en la cruz, no puede andar conforme al espíritu. Además, debe comprender que de los centenares de cosas realizadas bajo dicho impulso. Con toda certeza ninguna sola concuerda con la voluntad de Dios.

Necesitamos tiempo para orar, para prepararnos, para esperar y para volver a llenarnos de la fuerza del Espíritu Santo. Dios no obra apresuradamente ni da su poder a los impacientes. La prisa es, sin duda, obra de la carne. Dios no desea que andemos según la carne; debemos estar dispuestos a dar muerte a nuestra impaciencia.

Dios no quiere que hagamos nada por nuestra cuenta. Él desea que esperemos en Él y esperemos sus órdenes.
El creyente que se circunscribe a sus deseos, es impaciente hasta para hacer la voluntad de Dios. No sabe que Dios no solo tiene una voluntad, sino también un tiempo oportuno para cada cosa. Tal vez seamos uno con su voluntad, pero Él desea que esperemos a que llegue el debido momento. La carne no tolera esto.

Cuando el creyente avanza espiritualmente, descubre que el tiempo del Señor y su voluntad son igualmente importantes. Los que no pueden esperar en el momento dispuesto por Dios, no pueden obedecer su voluntad.

Tomado del libro: El hombre espiritual Por Watchman Nee Editorial Clie

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