Mujer Cristiana – La humillación y la exaltación de Cristo

Mujeres Cristianas – La humillación y la exaltación de Cristo

El cielo proclama la gloria de Dios; de su creación nos habla la bóveda celeste. Los días se lo cuentan entre sí; las noches hacen correr la voz.

Aunque no se escuchan palabras ni se oye voz alguna, su mensaje llega a toda la tierra, hasta el último rincón del mundo [*Salmo 19,1 – 4*]*.*

Dios nos manifiesta su amor en la cruz de Jesucristo; también nosotros a pesar de nuestros defectos, de nuestros egoísmos, somos capaces de dar cosas buenas a quienes amamos. Por los que amamos con todo el corazón somos capaces de cualquier esfuerzo. Estamos dispuestos también si fuera preciso, a sacrificar lo más apetecible con tal de ayudar, proteger, consolar o favorecer de alguna forma a los que amamos. La medida de nuestro esfuerzo desinteresado es la medida de nuestro amor. De hecho, es habitual escuchar como argumento definitivo y prueba de la autenticidad y grandeza de un cariño, el conjunto de las renuncias soportadas por él, o dicho positivamente, la cantidad y calidad de los bienes que se han entregado para favorecer a quien amamos. Así pues cuando queremos de verdad, aunque nos enriquecemos verdaderamente y mucho, amando, es indudable que padecemos también una cierta pérdida. Es el sacrificio que de buena gana hacemos al amar.

La enseñanza del Señor es perfecta, porque da nueva vida. El mandato del Señor es fiel, porque hace sabio al hombre sencillo. Los preceptos del Señor son justos, porque traen alegría al corazón. El mandamiento del Señor es puro y llena los ojos de luz [*Salmo 19,7 – 8*]*.*

En Dios no puede darse mengua alguna. Dios a nada renuncia cuando ama a los hombres, y nos sana y enriquece más de lo que puede hacerlo el mejor bien de la tierra. Siendo el amor mismo subsistente e infinito, no es concebible en Él la privación. El dolor que acompaña siempre al amor humano [la piedra de toque del amor es el dolor, se suele afirmar] es una manifestación más de nuestra finitud y precariedad. No pocas veces ese dolor unido a nuestro amor, es la triste consecuencia de la humana miseria, pues es imprescindible romper con los apegos de la concupiscencia, de la comodidad, del orgullo, del capricho…, de paso que vamos purificando nuestros afectos y los dirigimos a quienes conviene y según conviene, para agradar a Dios. Amamos los demás entre el dolor y la renuncia, que nos suponen el desapego de nuestros caprichos, para poder ocuparnos de ellos.

Cuán hermoso es tu santuario, Señor todopoderoso. Con qué ansia y fervor deseo estar en los atrios de tu templo. Con todo el corazón canto alegre al Dios de la vida [*Salmo 84,1 – 2*]*.*

En otros momentos insistirá Jesucristo en la necesidad de seguirle con nuestra cruz de cada día, si queremos ser de los suyos. Que el cristiano, el de Cristo, debe llevar una vida exigente, de cruz, es algo muy sabido por todos no solamente por los hijos de la Iglesia. Pero en el evangelio [*Juan 3,10 – 17*] Jesús nos habla de su cruz, que es una cruz de amor: de amor por los hombres. Los bienes que nos engrandecen a partir de esa cruz, que es su Pasión en el Calvario, son innumerables. Todas las virtudes hechas vida en Jesús, saltan a la vista para quienes contemplan con algún detenimiento las tremendas escenas de su crucifixión y muerte. Hasta el fin de los tiempos quedan ahí, fielmente reflejadas en el Evangelio para nuestro ejemplo. Y nos enriquecemos, humana y sobrenaturalmente de ellas, si tratamos de imitarlas y las pedimos con humildad a Quien más nos quiere: con el corazón de Cristo, más todavía que nosotros mismos.

Podemos afirmar sin duda, que Jesús sobre el Calvario, siendo como siempre perfecto Dios y hombre perfecto, se muestra sin embargo más que nunca, en su humanidad y en su divinidad. Situémonos de modo ideal junto a Cristo paciente, marchando con la cruz y ya en la cumbre del Gólgota, para sentir la medida de lo que falta aún a nuestra perfección. Parece necesario entender algo más, aunque no podamos comprender del todo, la conducta y sentimientos de Jesucristo para llegar a valorar la Vida Eterna: inigualable tesoro que Él nos ha ganado con su muerte. Según recuerda el propio Jesús así debe ser levantado el Hijo del Hombre [*Juan 3,14 – 15*], para que todo el que crea tenga Vida Eterna en Él. La Vida abundante, de la que nos hablaba otras veces, nos corresponde por su cruz y es para una existencia eterna en Él.

Es la manifestación final del divino amor por los hombres, un amor que quiso la entrega del Hijo, para que nos mereciera la reparación del pecado. Un amor sobreabundante, que nos convierte en hijos de Dios: coherederos con Cristo; en la expresión del Apóstol, nos hacemos partícipes de los méritos del mismo Jesús muriendo en la Cruz. Este es el sentido de la venida al mundo del Hijo de Dios: hacernos participar en su misma Vida Eterna. Debemos por tanto, desechar otros pensamientos menos rectos y demasiadas frecuentes, por desgracia acerca la vida que Dios espera de nuestra vida cristiana. Para algunos el Cristianismo consiste más que nada, en un conjunto de preceptos o condiciones de vida que debemos guardar. El cristiano que así piensa lleva en la práctica, una existencia a impulsos del temor por miedo a las penas que caerán sobre él si se aparta de los mandamientos.

Se trata desde luego, de una visión deformada, monstruosa, del mensaje salvador, y en consecuencia de Jesucristo, que nos lo ha mostrado de modo espléndido. El mismo Jesús manifiesta, según acabamos de recordar con las palabras que nos transmite Juan: Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Concretamente en su cruz no vemos afán de revancha o rencor, ni odio, ni falta de esperanza o de paz; por el contrario, allí brilla el perdón, el interés por los demás hasta su último instante; una paz inmensa en la tarea bien concluida, absoluta confianza en Dios y en su bienaventuranza, y sobre todo, mucho amor, manifestado en la entrega total.

Tengan unos con otros la manera de pensar propia de quien está unido a Cristo Jesús, el cual aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor y el más excelente de todos los nombres, para que, ante ese nombre concedido a Jesús, todos doblen las rodillas en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y todos reconozcan que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre [Filipenses 2,5 – 11].

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