El poder embellecedor del perdón

El poder embellecedor del perdón

por Marilú Navarro de Segura

Más y más personas viven atrapadas en el resentimiento y el rencor. La práctica del perdón no forma parte del entrenamiento de nuestros niños. Dado el gran desafío que representa el perdonar, debemos preguntarnos cuáles son las actitudes que subyacen a nuestra conducta y qué principios deberíamos aplicar para ser liberadas de las garras del odio.

Clara mantiene sus dientes apretados toda la noche mientras duerme. Al levantarse por la mañana siente dolores y tensión muscular. En su rostro adusto se perciben las señales de la amargura. ¿Cómo podría ella perdonar a quien la discriminó durante toda su infancia? ¿a su padre que nunca se interesó por sus necesidadesí ¿a la amiga que la traicionó sin compasión? La lista de Clara se vuelve más larga cada día. La fatiga y la desazón van en aumento y cada vez tiene menos control sobre sus emociones.

La anterior descripción es algo común en nuestro tiempo. Más y más personas viven atrapadas en el resentimiento y el rencor. La práctica del perdón no forma parte del entrenamiento de nuestros niños. Por el contrario, se nos enseña a enfrentar las ofensas de los demás con la venganza; hasta se le ha otorgado cierto sentido de dignidad al hecho de cobrar con creces los males que recibimos.
Dado el gran desafío que representa el perdonar, debemos preguntarnos cuáles son las actitudes que subyacen a nuestra conducta y qué principios deberíamos aplicar para ser liberadas de las garras del odio.

EL PERDÓN, FRUTO DE LA GRACIA

Dios espera que retribuyamos a otros según la gracia que recibimos de Él. Si el Señor nos pagara conforme a nuestras acciones y condición, no tendríamos esperanza alguna de acceder a Su presencia. Por eso, todos somos deudores en una u otra forma. El reconocimiento de esa realidad de nuestra existencia debe recordarnos que somos vulnerables al momento de relacionarnos con los demás.

Por el contrario, considerar que las personas que nos han ofendido no merecen nuestro perdón hace que nos endurezcamos y retardemos cualquier acción positiva. Esperamos del otro acciones meritorias y una solicitud de disculpa como condiciones básicas para perdonar. Sin embargo, en muchas ocasiones tales condiciones no se cumplen y entonces terminamos depositando nuestro rencor en una canasta que vamos arrastrando por la vida.

La decisión de perdonar debe partir de nuestro corazón como un medio para liberarnos a nosotras mismas de la opresión que significa traer una y otra vez la ofensa a nuestra memoria. Estar recordando ese momento hace que volvamos a vivirlo, y vivirlo repetidamente produce estancamiento y frustración. Los avances sólo son posibles cuando, aún reconociendo el dolor que nos causa, tenemos la capacidad de ofrecer un perdón sincero.

EL FUNDAMENTO DEL PERDÓN

El perdón es una característica de la gracia de Dios. Es una forma concreta de mostrar su misericordia hacia nosotras. Sin embargo, nos resulta difícil comprender cómo un Dios santo, justo y perfecto puede anular las transgresiones y no aplicar el castigo correspondiente. ¿Hay conflicto, entonces, entre los atributos divinos de justicia y misericordia? Las Escrituras nos ofrecen respuestas sobre esta aparente tensión.

El perdón que Dios ofrece no significa ignorar la falta y no considerarla como tal. Dios dice en Éxodo 23.7 : «Yo no justificaré al impío», y según Gálatas 6.7: «Dios no puede ser burlado». Dios es santo y aborrece el pecado. Todos los humanos poseemos una naturaleza pecaminosa que nos aleja de Dios, por lo tanto estamos muertos en nuestros delitos. Dado que la justicia de Dios se satisface con el castigo de la falta, no existe ninguna posibilidad de justificarnos a nosotras mismas. Esto nos da un panorama bastante oscuro de nuestra condición.

Por otra parte, también es claro que Dios ha obrado nuestra justificación mediante su Hijo, el Señor Jesucristo, quien fue ofrecido como sacrificio para expiar nuestros pecados. En Cristo Dios estaba reconciliando al mundo con Él (2 Cor. 5). La iniciativa de Dios a nuestro favor es la única esperanza que tenemos como pecadores de ser perdonados. La deuda fue pagada por Cristo en lugar nuestro. Este hecho maravilloso hace posible la restauración de nuestra amistad con Dios.

Luego de reconstruir nuestra intimidad con el Señor y de experimentar el gozo de su perdón, recibimos el mandato de perdonar. Nuestra nueva naturaleza debe caracterizarse por reflejar el carácter de Dios. En consecuencia, debemos perdonar en la misma forma en que fuimos perdonadas: inmerecida y completamente.
Obrar así con los ofensores es una decisión unilateral, alentada por pasajes como el de Marcos 11.25 y 26 en el que Jesús pide que, mientras estamos orando, perdonemos si tenemos algo contra alguno, así como Dios nos perdona. Si las faltas son leves se nos anima a pasar por alto la ofensa, entendiendo que nosotros mismos también ofendemos a otros aun sin darnos cuenta. Asumir esta actitud descarta cualquier deseo de revancha o rencor.

Por supuesto, no todas las situaciones son iguales. Debemos aprender a distinguir las ocasiones en que debemos confrontar a otros para superar adecuadamente un conflicto. Si sabemos que alguien está ofendiendo gravemente a otra persona, aparte de a nosotras, es nuestro deber confrontar al ofensor. No sería justo guardar silencio y permitir que alguien más sea dañado. Tampoco resultaría adecuado callar cuando el ofensor necesita ser exhortado en amor por su propio bien. Todos debemos velar por la armonía, especialmente dentro del cuerpo de Cristo, y si una falta afecta el testimonio de todos, estamos llamados a confrontar a quien la produce.

Debemos entonces entender que el perdón viene de Dios y que es un privilegio que Él esté interesado en moldearnos a su imagen.

UN PROCESO CONTINUO

Es necesario reconocer que ciertas acciones y actitudes permanecen en el tiempo y causan severos daños en diferentes áreas de la vida de una persona. En especial, determinados eventos que ocurren en el período de formación, cuando no hay todavía muchos recursos para la defensa, dejan huellas en la personalidad. Por ejemplo, el abuso y el abandono durante la niñez son situaciones que ameritan un proceso de restauración profundo. Sin embargo, cualquier recuperación emocional parte del deseo íntimo y personal de deshacerse de los dolores del pasado.

Es así que el pasado puede saltar sobre nosotros como tigre devorador o constituirse en la plataforma desde la cual proyectamos un futuro rico y promisorio. Todo depende de las decisiones que tomemos. Las decisiones y no los sentimientos deben ser las líneas que guíen nuestras actuaciones, lo cual no significa negar las emociones que nos producen las vivencias diarias. Siempre debemos recordar que perdonar es un proceso paulatino y permanente.

Estamos llamadas a evaluar continuamente nuestro interior y reconocer si existe algún motivo de resentimiento contra alguien, para así poder iniciar acciones como, por ejemplo, expresarle a la persona que nos ha ofendido nuestros sentimientos y visión del asunto. En muchos casos una conversación franca puede solucionar la situación y fortalecer los lazos de amistad. Otras veces esta salida no es posible por varias razones: tal vez ha pasado mucho tiempo o hay una gran distancia de por medio. Aun así, es conveniente tomar la decisión de perdonar.

La razón para perdonar no se debe buscar en factores externos sino más bien en nuestra profunda convicción de no pagar mal por mal. Por esto, perdonar es un acto de humildad y desprendimiento, un ejercicio de bondad. A través del perdón podemos liberarnos de los paradigmas sociales que proponen buscar la felicidad y el bienestar afuera de nosotros, a menudo en los bienes materiales.

Vemos que nuestro propio egoísmo nos engaña, haciéndonos creer que es tonto perdonar y pasar por alto una ofensa. Sin embargo, ¿es realmente un signo de debilidad «dar tu brazo a torcer»? Antes de responder es preciso considerar que cuando NO perdonamos somos nosotros quienes sufrimos todas las consecuencias y perdemos la tranquilidad. No tolerar los errores ajenos nos pone en una situación de rigidez personal que, tarde o temprano, se volverá contra nosotros y entorpecerá toda relación interpersonal que establezcamos.

Es mejor admitir que todos cometemos ofensas, aun contra las personas que más amamos.
En situaciones de este tipo entra en juego nuestro grado de madurez. Se necesita una gran solidez personal para vernos a nosotros mismos de manera equilibrada y ver a los demás a través de ojos compasivos. El juzgar implacablemente a otros nos insensibiliza y entorpece una visión más objetiva de los hechos.
Hay quienes piensan que la prueba del perdón es el olvido absoluto. Sin embargo, en la mayoría de los casos se requiere una memoria lúcida de la ofensa junto con los elementos para su elaboración, y no un falso olvido o la justificación de la conducta que nos hizo daño. De hecho, perdonamos algo que consideramos inadecuado o injusto; si no lo viéramos así, no tendríamos nada que perdonar.

Pasar por alto una situación es ya una forma de perdón, pero el gesto no basta. Cuando se perdona no se está negando el daño, ni minimizándolo o buscando excusas para recibirlo. Más bien se está considerando el hecho desde una perspectiva amplia. Seguimos pensando que no debió ocurrir, pero estamos dispuestas a ponernos en paz con quien nos ofendió.

Existen muchas ideas erróneas sobre el perdón. Entre ellas, considerar que es mejor no pensar en lo que nos hizo daño y vivir como si nada hubiera ocurrido. Esta forma de tratar las ofensas sólo logra que se acumulen tensiones en nuestro interior y que volquemos todo el resentimiento hacia nosotras mismas. Por el contrario, cuando es genuino, el perdón es sanador y hermoso. Tiene el poder de mejorar tanto nuestra vida interior como exterior. Nos libera de nuestras batallas internas y nos permite dejar de reciclar la ira y la culpa.

PERDONARSE A SÍ MISMA

Hay un aspecto del perdón que no podemos olvidar, pues resulta de vital importancia para la superación de nuestras tensiones personales más profundas. Esto es: perdonarse a sí misma. Muchas veces nuestro enfoque se concentra en los demás, en las cosas que otros dicen o hacen. Parece que solamente reaccionáramos a los estímulos externos, pero ¿qué de toda esa dinámica interior que nos dicta la forma en que nos vemos y nos tratamosí

Cuando nos juzgamos duramente y no toleramos nuestras propias imperfecciones tendemos a la rigidez excesiva en nuestras actuaciones y pensamientos. Podríamos caer en una vigilancia permanente de nuestros actos, la que nos impediría una vida libre y espontánea. Esa constante autoconciencia nos llevaría a estar siempre insatisfechas con los logros que alcanzamos. Parecería que todo lo que hacemos o decimos puede ser mejorado, llevándonos a un perfeccionismo dañino. Esta condición de alta autoexigencia es generalmente aceptada por el medio, especialmente en el ámbito laboral. ¿Qué jefe no va a apreciar que usted siempre sobrepase sus expectativasí o ¿cómo le va a molestar que esté hasta tarde trabajando en su escritorio? La aprobación de otros ? especialmente los considerados significativos ? suele producirnos alivio. No obstante, la búsqueda constante de ese alivio puede desviarnos del camino y hacer que nos comportemos de forma amenazante contra nosotras mismas. Si buscamos incesantemente la aprobación de otros, corremos el riesgo de perder de vista el plan de Dios para nuestra vida.

Por otra parte, el no cumplir los estándares que creemos deberíamos alcanzar nos produce culpa y derrota. Frente a esta oscura posibilidad mejor deberíamos buscar las expectativas que el mismo Dios tiene de nosotras. Tener un equilibrado concepto de las propias posibilidades tiene siempre un resultado liberador.
Otra consecuencia evidente de no perdonarse a sí misma es la tendencia al autocastigo. Esto se manifiesta en una gran variedad de enfermedades psicosomáticas, tales como la colitis, la artritis, la migraña, la hipertensión, eczemas cutáneos y otras muchas, que ponen de manifiesto la falta de resolución de tensiones interiores. Según Stephanie Dowrick, autora de Forgiveness and others acts of love (El perdón y otros actos de amor) «cuando lo concedes eres menos vulnerable a las infecciones. Tu sistema inmunológico se refuerza, los músculos de la cara se aflojan, cambia radicalmente tu expresión». Definitivamente el concepto de salud es más integral que el que generalmente tenemos. Muchas veces lo asociamos a ausencia de dolor o malestar corporal, pero deberíamos dar una mirada más amplia que incluyera el bienestar en todas las áreas de la vida, tanto en lo afectivo como en lo espiritual y en lo social.

El procurarnos bienestar integral es una tarea personal. No podemos pasarnos la vida dependiendo de lo que otros hacen o dicen. La iniciativa debe estar en nuestras manos. Cada quien tiene que considerar cuáles serán sus principios y convicciones, para luego organizar su vida bajo tales parámetros.

Perdonarse a sí misma implica reconciliarnos con lo que somos, con la impronta creadora de Dios en nosotras. Es mirarnos con la misericordia que el Señor nos tiene y no estarnos exigiendo aquello que ni aun Él nos pide. El vernos a nosotras mismas en forma serena y realista nos evita un sinfín de dolores y frustraciones. Por supuesto, todo este planteamiento no significa una evasión de nuestra responsabilidad frente a las faltas y pecados cometidos; es más bien un llamado a una mirada realista pero compasiva de nosotras mismas.

Estamos llamadas al arrepentimiento y la reparación, cuando sean necesarios.

La ira contenida y la culpa son dos enemigos que debemos combatir con fuerza. Sentirnos permanentemente acusadas menoscaba nuestra intimidad con Dios y desvía nuestras energías hacia la defensa, lo cual nos impide usar nuestro potencial para fines más altos. El deseo del Señor es que seamos libres, y esa libertad va más allá de nuestras circunstancias. Nos permite valorar lo que somos, en vez de perseguir lo que no somos. Recorrer el camino tratando de ser otra persona distinta?a menudo idealizada? sólo nos deja vacío y dolor.

Por otra parte, la acumulación de rencor funciona como una bomba de tiempo. Ir guardando las ofensas y los resentimientos produce una incomodidad permanente que muchas veces no podemos identificar o explicar. De hecho, algunos resentimientos no son visibles y se requiere de trabajo para encontrar aquello que nos duele o nos maltrata. En general, la negación funciona como una fórmula de protección. El descubrir nuestros dolores agazapados nos permite lidiar con ellos y elaborarlos.

Tal como se deduce de lo anterior, perdonarse a sí misma es una condición básica para gozar de la libertad que Cristo nos ofrece.

EL PERDÓN EMBELLECE

¿Recuerda nuestro comentario inicial acerca de la expresión triste de Clara al levantarse? ¿La tensión en su rostro? Seguramente no pudo imaginarla como una mujer bella y fresca, sino más bien como una persona sombría y apocada. Es verdad. Usualmente asociamos belleza a lozanía, a sonrisa, a mirada clara y expresiva.

Por lo general, deseamos lucir agradables para los demás. Cuidamos de nuestra apariencia, nos preocupamos por vernos bien y cada vez estamos más conscientes de la importancia de la dieta sana y el ejercicio. Sin embargo, hay aspectos interiores que podrían hacer infructuosos todos nuestros esfuerzos. Uno de ellos es ¡la larga lista de ofensas sin perdonar!

Los efectos de no perdonar afectan nuestra calidad de vida en muchos sentidos. Parece estar claro que mantenernos en una actitud de revancha y odio no contribuye a nuestro bienestar. Sin embargo, cabe la pregunta: ¿por qué es tan difícil perdonar? La respuesta es compleja.

Es sabido que, dada nuestra naturaleza pecaminosa, los seres humanos tenemos tendencia al orgullo y la competencia. Se nos forma para ser mejores que los demás, y nos cobran con dureza no sobresalir. Además, nuestra cultura valora lo excepcional por encima de lo normal y cotidiano. Todo esto arma una red en la cual caemos con facilidad. Es parte fundamental de nuestro crecimiento personal revisar el sistema de creencias y valores al que nos queremos ajustar y no seguir automáticamente los patrones del entorno.

El Señor, en su amor, desea para nosotras vida en abundancia y libertad en Él. Esto involucra la totalidad de nuestra vida. Sanar la mente y el corazón de los resentimientos es un factor decisivo para una vida plena y dispuesta para el servicio a los demás. El amor que sentimos y manifestamos en todas las instancias de nuestra vida pasa a ser, de este modo, nuestro rasgo distintivo.

Llenémonos pues de fortaleza y alegría: ¡somos perdonadas para perdonar! Así, nuestra cara mostrará una belleza radiante, el reflejo de un corazón agradecido con el Señor, justo y misericordioso.

© Apuntes Mujer Líder, Volumen I Número.

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