Nos llama la atención su pobreza. Aunque no poseía ninguna riqueza material, nunca se quejó por ello. Su abnegación: no pensaba en sí mismo sino en el bienestar de los demás. Consideremos la paciencia e indulgencia con que soportó a sus enemigos, y también a sus discípulos. Finalmente, su entrega a Dios no escapa a ningún lector atento.
Cuando era un niño de doce años dijo a sus padres terrenales: "¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?" (Lucas 2:49). Años después, cuando sus discípulos le invitaron a comer, dijo: " Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra" (Juan 4:34).
En su vida de devoción a Dios no había altibajos como en nosotros. Nunca se dejó apartar de la meta central de su vida: glorificar a Dios. La exclamación: " Gloria a Dios en las alturas" (Lucas 2:14) fue el motivo de cada hecho de su prodigiosa vida.
El Señor Jesucristo podía pronunciar con mayor propiedad las palabras del Salmo 16: " A Dios he puesto siempre delante de mí ". Nuestro Salvador prosiguió inquebrantable y firmemente la meta de su vida hasta que exclamó, después de haber hecho la expiación de nuestros pecados: "Consumado es".
"¡Gracias a Dios por su don inefable!" (2 Corintios 9:15).
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