Cada persona, única e incomparble



1. ¿Solo las personas son singularesí

a) El hecho

Muchas veces se ha señalado la especie de afinidad que liga los términos «persona» y «dignidad». Consideraremos ahora otra asociación de vocablos también muy corriente entre nuestros contemporáneos: la que enlaza persona y singularidad. «Cada uno es cada uno», «todo ser humano resulta único e irrepetible», «cada persona es un mundo»: estas y expresiones similares abundan en los diálogos, discursos y escritos de hoy en día.

Pero tampoco ahora se trata de un simple capricho o de una moda pasajera, sino de una doctrina contrastada durante siglos, y de enorme relevancia para nuestro conocimiento y nuestra vida.

Ya Tomás de Aquino afirmaba tajante que, en sentido estricto, singularidad equivale a personalidad: «Con el nombre de persona queremos significar formalmente [de manera clara y directa] la incomunicabilidad o la individualidad» de determinadas substancias; el nombre de persona designa «la condición por la que algo es distinto e incomunicable».

i) Existe, pues, un nexo estrechísimo entre singularidad y personalidad. Lo cual nos sitúa ante otra especie de tautología. Expresiones como «singularidad de la persona», «persona individual», «persona única e irrepetible», constituyen cierto pleonasmo o redundancia: con ellas no quiere afirmarse sino la individualidad de lo (muy) individual, la singularidad de lo (en extremo) singular o la unicidad de lo (absolutamente) único e irrepetible. (Veremos enseguida que los paréntesis son importantes, porque indican que la singularidad propia de las personas es mucho mayor que la de las demás realidades.)

La de la persona es, en efecto, una singularidad superior o incluso suprema.

Igual que la elevada valía de lo que reposa en sí mismo —la dignidad— diferencia a las personas de las realidades que no poseen tan alto valor, también la individualidad sobresaliente distingue a las personas de aquello que, por así decir, solo es singular de un modo secundario, derivado o empobrecido.

Un detalle curioso. Si examinamos el testimonio de algunos expertos, parecería incluso que la singularidad es la razón o causa de la dignidad personal, que esa singularidad viene «antes», que resulta más determinante y propia de la persona que la misma dignidad.

Al respecto, Enrico Berti explica que el valor de la persona «resulta extraordinariamente incrementado por el cristianismo, que subraya su singularidad, es decir, su carácter insustituible en la economía de la salvación: y esto se muestra con claridad en las parábolas evangélicas de la oveja perdida, del dracma, del hijo pródigo, en afirmaciones como «incluso los cabellos de vuestra cabeza están contados», «vuestros nombres están escritos en el reino de los cielos», y de la personalización llevada a cabo por Cristo de la misma verdad, cuando por ejemplo afirma: «Ego sum veritas»».

De manera análoga, Ricardo de San Víctor corrige la definición de Boecio acentuando precisamente la singularidad de la persona, en cuanto la condición que este término indica «no conviene sino a uno solo (proprietas qui non convenit nisi uni soli)».

Y abundando en la misma idea, en el siglo XIII, cuando Buenaventura de Bagnoreggio escribe que «la condición personal se encuentra configurada por dos factores: singularidad y dignidad», está anteponiendo, como elemento constitutivo de la persona, su radical singularidad a su grandeza o eminencia. Y no solo desde el punto de vista espacio-gramatical, por escribirla delante, sino real: según recuerda Gilson, para Buenaventura, «la idea de persona implica la de individuo, más la de cierta dignidad de ese individuo», que deriva justamente de su especial y más aguda singularidad.

Es lo que sostiene otro autor de nuestros días, Leopoldo Eulogio Palacios, con el valor añadido de poner muy atinadamente en relación la singularidad pronunciada y el obrar libre. Existen innumerables individuos —escribe— «que no son personas: este diamante, este árbol, aquel rinoceronte». Pero entre tales realidades «hay algunas cuya individualidad está todavía más acusada, menos dependiente del medio en que habitan, con más capacidad de autarquía y suficiencia, y que, en virtud de su naturaleza personal, son dueñas de sus propios actos. A estas sustancias […] se reserva el nombre de personas».

Con esta cita vislumbramos ya el fondo de la cuestión. Advertimos que toda singularidad —«ser intensamente lo que uno es», diferenciándose del resto— lleva consigo cierta independencia respecto al medio. Y la singularidad extrema una independencia también más fuerte, estrechamente relacionada con un modo de ser (y del correspondiente obrar) autónomo y libre, tal como concluimos al hablar de la dignidad. No resulta absurdo sostener, entonces, que la singularidad así entendida, como propiedad de quien es autosuficiente por gozar de autodominio, es «la causa» de la dignidad. (En el fondo, más bien habría que decir que tanto la singularidad como la dignidad remiten a un acto de ser de gran categoría, que por eso se destaca de todos los restantes y goza de independencia, mayor o menor, respecto a cualquiera de ellos.)

ii) La relevancia de la singularidad y su relación con la persona quedan aún más subrayadas al considerar el diferente modo como los términos «hombre» y «persona» designan a los seres humanos.

La voz «hombre» apuntaría de manera directa a la esencia o condición humana, de modo que, aunque se refiera a los singulares, lo hace en cuanto poseen una naturaleza común.

Por el contrario, el vocablo «persona» designa a las singularidades como tales, hasta el punto de que habría que considerarlo un nombre propio, similar a los que utilizamos para diferenciar a los individuos concretos: Pedro, Antonio, Santiago… Si cabe aplicarlo al conjunto de ellos, no es porque apele a un atributo general, sino en cuanto se refiere a cada uno, subrayando su distinción respecto a los demás, pero de una manera vaga o imprecisa (algo análogo, no idéntico, a lo que se pretendía afirmar en otros tiempos con los vocablos Tizio o Cayo, y hoy con Fulano o Mengano: un individuo muy diferenciado, pero cuyo nombre nos es desconocido).

La palabra «persona» realza, por tanto, (además y tal vez «antes» que su dignidad), la individualidad del individuo, su autonomía y distinción respecto al resto de lo existente, pero de forma no definida. En este sentido, «persona» indica a un singular en cuanto muy singular, aunque indiscriminadamente. Es decir, a cada una de las personas, resaltando su individualidad, pero de manera inconcreta: individuum vagum, según la expresión latina.

Con fórmula un tanto rebuscada, cabría sostener que el término «persona» designa a aquel conjunto de realidades que tienen en común… el ser cada una radicalmente distinta de las restantes: sin par, única.

iii) Estos simples apuntes permiten anticipar una conclusión de enormes repercusiones en la esfera educativa y, más en general, en toda la vida de relación entre los hombres.

El vocablo «persona» se encuentra en la misma vertiente significativa que la voz «individuo»; pero va más lejos que esta, señalando y realzando el notable incremento de individualidad. Es el individuo por excelencia, extremadamente singular. Y justo por eso, porque los sujetos particulares de naturaleza intelectual o racional poseen la singularidad en un grado destacado y eminentísimo se han hecho merecedores de una designación especial: la de personas.

Por consiguiente, si no se conoce y re-conoce y se lucha por ahondar en esa suprema individualidad, dirigiendo toda nuestra atención a cada persona, nada se sabe realmente de los seres humanos; y si no se los trata individualmente, en realidad no es a la persona a quien estamos tratando: y no existe, por tanto, ninguna posibilidad de contribuir eficazmente a su mejora o perfeccionamiento. (Suelo ejemplificar con cierta frecuencia: igual que el diamante solo se pule con diamantes, la persona únicamente crece y madura cuando entra en contacto íntimo con otras personas, poniendo en juego lo que cada una de ellas tiene de más estrictamente personal: el entendimiento y la voluntad y, en lo que nos atañe, su radical singularidad, que afecta a esas y a las restantes potencias o facultades.
Por el contrario, para «des-hacer» a una persona, para incitarla a obrar mal, no es menester tener en cuenta su exquisita singularidad: más aún, despersonalizarla, tratarla como masa, es ya un inicio de ese posible influjo negativo e incrementa enormemente la capacidad de obrar «contra la persona».
Desde semejante perspectiva, los instrumentos o circunstancias que se relacionan preponderantemente con los seres humanos en conjunto —medios de comunicación de masas, mítines, etc.—, poseen mayor capacidad de inducir a las personas hacia actuaciones incorrectas e incontroladas que hacia hondas convicciones que les inclinen a la mejora.
No pretendo con ello decir, pongo por caso, que la televisión no pueda en modo alguno favorecer el perfeccionamiento de los hombres, sino simplemente que, para lograrlo, es necesario un suplemento de personalidad —de grandeza humana— que permita a quien habla «llegar» hasta las individualidades de quienes lo escuchan, disolviendo la masa.
De manera análoga, una arenga desemboca con relativa facilidad en algarada con daños materiales y humanos, mientras que una conversación personal, de tú a tú, resulta más adecuada para una conversión profunda.)

Tal vez cuanto acabo de afirmar suene un tanto exagerado. Pero no lo es. La profunda verdad que encierra explica que, a unos seiscientos años de distancia de Tomás de Aquino y Buenaventura, Søren Kierkegaard hiciera de la categoría de persona el eje de todas sus especulaciones y de sus intentos de salvar a la humanidad de la degradación originada por el afán de homogeneizar tan propio de su tiempo… y de los nuestros; y que, para designar a esa categoría privilegiada, utilizara un término característico —den Enkelte—, que acentúa precisamente la singularidad del individuo humano que se torna por completo personal.

Cornelio Fabro propone traducir ese vocablo por «il Singolo», cuya versión directa en castellano sería «el Singular». Y lo mismo hacen otros autores, como Mesnard o Viallaneix, cuya monografía más conocida sobre Kierkegaard lleva por subtítulo: El único ante Dios. De esta suerte quieren poner de relieve cuanto de irrepetible y, en cierto modo, de extraño y excepcional encierra cada persona (todos somos tan «raros» —suelo explicar a mis hijos cuando califican de este modo a un amigo o amiga algo excéntricos— que somos… únicos: no se olvide que uno de los significados de «raro» en castellano es justo el de «escaso», y nada más escaso que lo que solo es uno).

«El Singular», como equivalente de persona, indica hasta qué extremos la absoluta individualidad de cada ser humano lo caracteriza o incluso lo constituye como persona en su sentido más agudo y acendrado.

En efecto, Kierkegaard atribuye tal importancia al individuo profundamente singular, a ese ser cada uno el que efectivamente es, concreto y perfilado, que lo establece como requisito ineludible y casi suficiente para que pueda relacionarse con Dios y colmar así su calidad de persona: «»El Singular»: con esta categoría se mantiene en pie, o cae, la causa del cristianismo […]. Por cada hombre que yo pueda atraer a esta categoría de «el Singular», me comprometo a hacer que se convierta en cristiano; o mejor, puesto que nadie puede hacer esto por otro, le garantizo que lo será».

Los testimonios en la misma línea, antiguos y modernos, podrían multiplicarse. Con todo, en el plano teórico, una duda se alza inevitable: ¿sirve de hecho la singularidad para diferenciar a las personas de las realidades infrapersonales, que, en fin de cuentas, también son concretasí Retomamos ahora un particular al que unos párrafos más arriba simplemente aludí.

b) El problema… y las claves para su solución

i) «… que, en fin de cuentas, también son concretas». Hace ya bastante tiempo, mientras impartía un curso en torno a la persona humana, un catedrático de otra disciplina, con muchos años de vuelo y en extremo inteligente, me objetó: «Considero que no hacéis bien los filósofos cuando insistís tanto en la singularidad de la persona, como si se tratara de algo extraordinario. En última instancia, también los árboles o los perros son singulares».

¿Qué se escondía tras esta afirmación?

Si no yerro, uno de los defectos más frecuentes en el mundo de hoy: la consideración abstracta o indiferenciada (al menos hasta cierto punto) de la realidad. El defecto especulativo-práctico de no considerar que en el universo real —ese con el que nos topamos cada día y en el que se desenvuelve nuestra existencia— no hay dos seres absolutamente iguales. Y, por consiguiente, que cualquier atribución de una propiedad o de una carencia debe modularse (configurarse de un modo u otro) y graduarse (según un más y un menos) en función de aquel o aquello a quien está referida.

En relación con lo que estamos analizando, si es verdad que todos los existentes son singulares (lo abstracto se encuentra solo en nuestro entendimiento), no lo es menos, ni tiene menor importancia, que cada uno lo es a su modo, único y exclusivo: con una configuración y una intensidad diversas, que impide que la individualidad pueda serle atribuida con un significado y un vigor idénticos al de cualquier otra realidad existente.

Cada uno de los seres del universo es más o menos singular y de un modo distinto que cualquier otro.

Considero que esta es una de las claves más determinantes del conocimiento auténtico. Lo advertía ya en páginas anteriores al referirme a los varios niveles de «personalidad» (en ocasiones se habla de «personeidad», para dejar claro que se alude a las dimensiones ontológicas —al ser de la persona— y no a las meramente psicológicas), y a cómo todo lo que es propio y característico de la persona —conocimiento, amor, libertad…— se da en cada uno de esos estratos de manera peculiar y más o menos plena y aguda que en el resto. Y lo mismo sucede con cualquier otra cualidad o atributo: más cuanto más relevante resulte, y más cuanto mayor envergadura posea la realidad de que se trate.

ii) En lo que atañe a nuestro tema, existen, por decirlo así: una singularidad menuda o poco pronunciada, y, en el otro extremo, una individualidad acentuadísima, mucho más vigorosa y discriminadora.

La primera corresponde a las realidades de menos entidad o categoría, en particular a las inertes y, de manera todavía más acusada, a las artificiales. Sobre todo en el caso de estas últimas, y no digamos nada cuando están fabricadas en serie, lo único que las diferencia es el concreto material con que están hechas: no el que una sea de plástico y otra de madera, lo que supondría «demasiada distinción», sino una de este trozo de plástico y la otra de ese otro, en realidad prácticamente idéntico al primero.

Por eso cabe sostener con rigor que un vaso vale lo que otro vaso y una silla lo que otra (de hecho, muy a menudo ni siquiera advertimos que nos los han cambiado); que no sucede exactamente lo mismo, pero sí algo análogo, con las plantas y los animales, mientras que, en el extremo opuesto, Dios es el absolutamente Otro.

O, de manera más genérica:

La singularidad de las realidades infrapersonales —de los animales y las plantas— es muy leve, muy poco discriminadora: en definitiva, cada una de ellas se limita a ser un puro exponente de la perfección propia de su especie: como un fragmento, una porción o un «número» dentro de ella. De ahí que se las pueda tratar genéricamente, casi a bulto, sin atender a lo que las diferencia… justo porque semejante desigualdad es tan tenue que apenas si cuenta ni puede advertirse.

Al contrario, la diferencia entre los seres humanos, justo por ser personas, es radical y absoluta. Resultan valiosos por sí mismos y por eso merecen una atención particularizada, que comienza ya en el modo de conocerlas, como antes apunté.

Según explica Forment, entre todas las realidades que pueblan el cosmos, «únicamente la persona es «buscada por sí misma». Sólo en el nivel de la naturaleza racional, los individuos en cuanto tales tienen interés por sí. En la escala de los seres, según los grados de perfección, por debajo de la persona humana los individuos interesan en razón de la naturaleza que poseen, porque en ellos todo se ordena a las operaciones específicas, de la naturaleza. Por más singulares que fueren», y precisamente porque no lo son en muy alto grado, «interesan sus propiedades específicas. Por el contrario, en el nivel de la dignidad personal, lo estimable, lo valioso para ser contemplado o para entrar en diálogo o comunión de vida, es el individuo, el ser singular que posee la naturaleza racional».

La cuestión ha sido tratada de una manera muy correcta por Romano Guardini. En el libro titulado Mundo y persona, el capítulo que dedica a la caracterización de esta segunda —de la persona— está basado todo él en un solo principio: que la categoría de cualquier existente crece en la proporción en que aumenta su singularidad; y que, por tanto, la extremada individualidad del ser humano (y de los superiores a él) lo distingue hasta tal punto de los animales… que obliga a designarlo con un término propio y eminentemente enaltecedor: el de «persona» (es un caso más en que los personalistas actuales coinciden con los mejores metafísicos clásicos).

Citaré algunos párrafos especialmente pertinentes del filósofo ítalo-germano:
«Cuanto un ser vivo es de menor categoría, tanto más se sume [o diluye] en las exigencias de la especie; cuanto más elevado, tanto más intenso es el instinto de imponerse individualmente. Las propiedades caracterizadoras se hacen más numerosas, las realizaciones peculiares se destacan más, la fecundidad desciende numéricamente, las exigencias de cuidado de la prole se hacen mayores. De esta suerte, el individuo reviste cada vez mayor importancia, tanto respecto a la especie en su totalidad, como respecto a los otros individuos».

«»Persona» significa que en mi ser mismo no puedo, en último término, ser poseído por ninguna otra instancia, sino que me pertenezco a mí […]. Persona significa que no puedo ser utilizado por nadie, sino que soy fin en mí mismo […]. Persona significa que yo no puedo ser habitado por ningún otro, sino que en relación conmigo estoy siempre solo conmigo mismo, que no puedo estar representado por nadie [recuérdese el per se sonans romano], sino que yo mismo estoy por mí; que no puedo ser sustituido por otro, sino que soy único».

Con palabras mías, y acudiendo a ejemplos concretos:

Un perro de guarda, de caza o de compañía interesa porque guarda, caza o proporciona acompañamiento, igual que los restantes exponentes de su especie; o, en todo caso, porque lo hace mejor que los demás: es decir, porque encarna las propiedades específicas con mayor eficacia que los otros integrantes del grupo. Pero siempre en comparación con el resto: en ninguna circunstancia posee la consistencia o valía como para resultar apreciable, amable y deseable por sí mismo.

(Tiene sentido, por eso, que a la hora de adquirirlo busquemos el mejor entre ellos: es decir, repitiendo lo que acabo de sostener, el que destaca sobre los otros al cumplir de una manera eminente lo específico de ese tipo de animales.
Como también lo tiene la inmolación de uno o más animales o plantas —el número no cuenta— en aras del bien de la propia especie y, al cabo, del conjunto el universo corpóreo: no hay planta o animal que valga por sí mismo.)

Justo lo contrario sucede con las personas, a las que se busca para instaurar con ellas un intercambio comunicativo de conocimiento y de amor, sólo posible en la misma medida en que cada una constituya una estricta y no repetible intimidad individual: en el grado en que sea, con todas sus consecuencias, ella misma: ni mejor ni peor que las restantes, porque, al ser «heterogénea», no admite tal comparación.

(Como suelo explicar en metafísica, cada persona, «cada una de todas»: merece ser conocida por sí misma, justo porque posee —puede y debe poseer— una notable riqueza interior, una intimidad del todo distinta a la de cualquier otra; reclama también ser apoyada en concreto, buscando el bien que le es propio (y en tal sentido, frente a cuanto acabo de apuntar respecto a los animales o plantas, ningún ser humano puede ser sacrificado, y ni siquiera lesionado, con vistas a mejorar la situación o la «calidad» de otro, o de cientos, miles o millones a lo largo de toda la historia: ¡también ahora el número es irrelevante, pero en sentido inverso!); como asimismo postula que se la admire por las cualidades externas o internas, por la belleza que siempre posee y que manifiesta… a quien la contempla con mirada amorosa.)

iii) Desde este punto de vista, y expresándolo técnicamente, ninguna persona se configura como un mero ejemplar de la especie a que pertenece, como un simple guarismo, como una re-edición de las perfecciones comunes. Muy al contrario, cada ser humano trasciende la especie en que se engloba y aporta al universo una novedad absoluta, que constituye uno de los más insignes y decididos títulos —acaso el título, si se lo interpreta con hondura— de su excelsa condición. (De ahí que no sea correcto hablar de «re-producción» humana, sino más bien de pro-creación, con lo que este vocablo sugiere de radical novedad: ex nihilo).

Todo lo cual trae consigo una consecuencia cuya importancia no es fácil exagerar. Si nos expresáramos y obráramos con coherencia, vocablos como los de «normal» o «anormal», y todos los similares, carecerían por completo de sentido cuando se aplicaran a los seres humanos, y nunca podrían ser motivo de discriminación entre unos y otros.

¿Razonesí

Entre los animales existe una «norma», que es la perfección de la especie. Pero cada ser humano es único, impar, valioso por sí mismo, y no permite el cotejo con modelo alguno distinto que su propia individualidad… en un grado superior de desarrollo.

De ahí que, frente a lo que acabamos de ver respecto a los animales, y a pesar de tantos esfuerzos por hacer que pase como algo corriente y perfectamente legítimo, resulta absurdo y tremendamente lesivo el intento de «seleccionar» a una persona, incluso antes de haber nacido, en función del sexo, el color de la piel, o de presuntas —¡o reales, tanto da!— carencias o disfunciones genéticas (entre otros motivos, porque no existe criterio alguno para realizar la selección: cada persona es única, irrepetible y valiosa en sí misma).

Y de ahí que el ideal de cualquier niño o adolescente, como el de las personas adultas, no deba ser una figura externa (aunque tales modelos puedan ejercer en determinadas etapas un efecto psicológico muy positivo… o muy negativo), sino él mismo a medida que advierta todo lo que puede dar de sí y los caminos propios y exclusivos para lograrlo.

Olvidar este principio, alentar o aspirar a ser el que más destaque, o, si se prefiere, pues así suele vivenciarse, mejor que los demás, se opone a la misma condición personal y, como consecuencia, es origen de muchas inquietudes y frustraciones, que podrían y deberían haberse evitado.

Desde semejante perspectiva, la vida propia del hombre, en su condición de persona, es la vida radicalmente singular, no asimilable y ni siquiera comparable a ninguna otra; por eso nunca debe ser tratado en masa, de forma genérica, ni tampoco contrastarlo con el resto.

Corolario: respecto a cualquier ser humano, y sólo respecto a ellos, son pertinentes e imprescindibles los análisis individuales y las biografías.

«Las personas —escribe de nuevo Forment—, a diferencia de los otros vivientes, tienen una vida biográficamente descriptiva de la cual merece la pena ocuparse y comprenderla». Y añade: «En las biografías no se determinan las características o propiedades universales de los hombres, sino que se intenta exponer la vida de un hombre individual, de una persona. Con una biografía no se pretende elaborar una antropología, ni tampoco un estudio metafísico sobre el ente personal, sino explicar la vida de una persona, en cuanto ésta es algo individual y propio, es decir, narrar su vida o vida personal».

¿Extrañará, entonces, que la más conocida de las obras de San Agustín — la primera que refleja de forma plena el valor de cada persona— adopte el estilo autobiográfico, con una maestría y una penetración que probablemente todavía no han sido superadasí En las Confesiones, lo que atrae la capacidad de reflexión de Agustín de Hipona son este y aquel hombre concreto, cada uno en su propia singularidad irrepetible y con sus particulares problemas. En definitiva, y si quisiéramos resumir, es el hombre en cuanto persona, única e inconfundible.

Por todo ello, su filosofía se muestra tremenda y decididamente enaltecedora de la persona, justo como persona. No es el hombre genérico lo que le fascina, sino cada persona y, más en particular —parece decir—, mi persona, en toda la riqueza de sus matices y sus luchas y vicisitudes interiores. O, si se prefiere, el gran problema del yo: «… Yo mismo —dejará escrito— me había convertido en un gran problema (magna quaestio) para mí». Y también: «no comprendo todo lo que soy».

La persona concreta de Agustín de Hipona (no hay más persona que la concreta) se transforma en protagonista de su propia filosofía. Como se ha recordado a menudo, es ella el observador y el observado. (Todo lo cual confirma una idea relativamente conocida: El que Agustín, en las Confesiones, hable constantemente de sí mismo, de sus padres, de su patria, de las personas a las que ama; el que saque a la luz hasta los rincones más recónditos de su alma y las tensiones más íntimas de su voluntad, es signo elocuente del giro experimentado por la especulación sobre el hombre, como consecuencia del cristianismo, a raíz del descubrimiento de su exquisita condición personal.
Si comparamos su actitud con la de su maestro Plotino —que se refiere de continuo al hombre en abstracto o en general, despoja al alma de su individualidad característica e ignora por completo el problema de la condición personal—, advertiremos hasta qué punto San Agustín ha percibido la índole propia, exquisitamente original, de la persona y el modo en que ésta trasciende la categoría de mero eco o reposición de la especie.)

Las repercusiones de estos hechos para nuestra vida son abundantes. Por el momento, cabría condensarlas en una sola máxima: ¡ojo con las generalizaciones, en el conocimiento y en el modo de obrar!; intentemos dar a cada gesto, a cada actuación, a cada desplante, ¡a cada expresión de cariño!, el concreto valor que esa realidad tiene en atención a las circunstancias de la persona —¡única!— que lo está llevando a cabo o a quienes los enderezamos

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