Somos como el ciego de Betsaida.


Nosotros pensamos que la conversión es algo que sucede de manera instantánea y para siempre, sin reparar que es un proceso que se inicia cuando uno se encuentra con Jesús y va progresando en la medida que permanecemos en Él.

La curación de Jesús al ciego [ Marcos 8,22 – 26] nos ilustra muy bien este proceso; tanto influye el pecado en nuestra vida que somos ciegos espirituales. Cuando estamos lejos de Jesús no somos capaces de ver la realidad y por eso dependemos de los demás; por eso con mucha frecuencia nos tropezamos. Lo que hace realidad la curación que Cristo quiere obrar en nosotros es su acción en nuestro interior al recibirlo repetidamente, encontrándolo en la oración constante y en el servicio hacia los demás. Así llegamos a reconocerlo más claramente y vemos mejor su plan para nuestra vida.

En el primer encuentro con Jesús se inicia el proceso, pero éste no es total. Empezamos a ver, pero no con claridad, y esto hace que las cosas se vean como no son. Ya vemos, pero todavía podemos caer, sobre todo porque es fácil confundir el camino en la vida espiritual y ver las cosas como no son. Finalmente, llega el momento en que se ve todo con claridad y será ahora mucho más difícil tropezar. El mundo entonces se nos presenta con toda la belleza con la que Dios lo creó y somos capaces de ver la maldad del pecado que es capaz de destruir nuestra vida. Quienes creemos en Cristo no podemos alegrarnos en la muerte; mucho menos podemos ser generadores de la muerte ni causantes del sufrimiento de nuestro prójimo. Defensores de la vida, hemos de esforzarnos porque la misma vida llegue a todos. Aquellos que viven de un modo infrahumano, dominados por lo que en ellos ha degradado su existencia, deben ser la razón de nuestro trabajo para tenderles la mano y conducirlos a una vida más digna.

 

¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? ¡Levantaré la copa de la salvación e invocaré su nombre! Cumpliré mis promesas al Señor en presencia de todo su pueblo, en los atrios del templo del Señor, en medio de ti, Jerusalén. ¡Aleluya! [Salmo 116,12 – 13.18 – 19 ].

No tenemos otro camino que el ser un signo vivo de Cristo en medio de nuestros hermanos. No estamos llamados a destruir la vida. Siendo hijos de Dios, que crea y conserva todo lo creado por amor; de Dios que comprende nuestra fragilidad; de Dios que nos considera amigos suyos y le pesa la muerte de sus amigos; de Dios que nos quiere junto a Él eternamente, no podemos sino tener la misma forma de amar como Dios nos ha amado a nosotros. Ante la condena que muchos han hecho de sus hermanos, ante las amenazas de destrucción masiva, los fieles en Cristo no podemos dejar que un diluvio provocado por la diversidad de armas caiga y destruya a la humanidad. Hemos de esforzarnos por salvar la vida no tanto por esconderla en algún refugio, sino porque nuevamente permitamos que florezca el amor y surja el respeto por el hermano para levantarlo, para fortalecerlo, para ayudarlo a ser más digno, y no para acabar con Él ni matarlo de hambre, o dejarlo sumido en la pobreza por querer apropiarnos de sus recursos de un modo injusto.

¡¡¡Padre eterno, ayúdame a tener la plena confianza y esperanza de que por medio de tu plan dispuesto para mi vida, me llevarás al gozo de la vida plena en tu presencia!!!

 

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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz.

Juan Alberto Llaguno Betancourt

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