Jesus es nuestro Buen Pastor, nuestra Luz que nos guia.

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Dios no se fija en las apariencias sino en nuestro corazón. Él bien sabe que en otro tiempo fuimos tinieblas, pero ahora somos luz en Cristo Jesús [Efesios 5,8 – 14]. Mediante el bautismo fuimos hechos hijos de Dios por haber sido incorporados a Cristo como se unen las ramas al tronco. Por desgracia muchas veces juzgamos a nuestro prójimo por su apariencia externa, damos honor a los poderosos de este mundo, y despreciamos a los pobres. Sin embargo ante Dios lo único que cuenta es lo que hay en el corazón de la persona. Desde Él podemos ser o no hijos amados de Dios. Al final solo el amor será digno de crédito, y esto será lo único que cuente en la presencia del Señor.

 

Jesús, como buen Pastor, ha venido a buscar las ovejas descarriadas para que una vez encontradas, las cargue sobre sus hombros y las lleve de vuelta al redil, a la Casa del Padre. Y para purificarnos de nuestros pecados nos conduce a la fuente del agua bautismal en que, perdonando nuestros pecados, nos hace renacer, por el Espíritu Santo, como hijos de Dios. Con la unción del perfume de su Espíritu nos envía a dar testimonio de la fe que hemos depositado en Él, de tal forma que colaboremos en la difusión del Evangelio hasta que todos tengan la oportunidad de encontrarse con Cristo y llegar en Él a ser hijos de Dios. Pero puesto que somos frágiles y el mal trata muchas veces de dominarnos, Él mismo nos prepara la mesa, en la cual nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre, convertidos para nosotros en Pan de Vida eterna [Juan 6,48 – 56].

 

Al reconocer nuestras miserias y confesarlas, Dios ha tenido compasión de nosotros y nos ha perdonado. Por eso, aun cuando antes éramos tinieblas, ahora somos luz en Cristo Jesús. Tratemos por tanto de obrar siempre el bien. Seamos bondadosos con todos; seamos santos con la santidad que procede de Dios, que nos justifica y que nos ayuda para que realicemos el bien en todo; caminemos en la Verdad unidos a Cristo Jesús, de tal forma que toda nuestra vida se convierta en un signo de su amor, de su perdón, de su misericordia para cuantos nos traten. Cristo es la luz que nos viene a iluminar en medio de las tinieblas y sombras de muerte, que muchas veces nos han dominado [Juan 9.5]. Dejar que Él nos cure de nuestras cegueras significa aceptar el perdón que nos ofrece, pero al mismo tiempo aceptar el compromiso de convertirnos en enviados suyos para dar testimonio de nuestra fe en Cristo, afrontando, con la fuerza que infunde en nosotros su Espíritu, todos los riesgos que eso conlleve.

Sabiendo que Dios ha sido misericordioso con nosotros, seamos también nosotros misericordiosos con los demás. No los juzguemos, pero no nos quedemos mudos ante su pecado; si lo denunciamos, si lo ponemos al descubierto no es con el afán de sólo denunciar, sino también de anunciar una vida nueva y de proponerles a Cristo como camino de salvación para todos, sin importar la gravedad de sus culpas pasadas. Dar razón de nuestra fe nos debe llevar tanto a reconocer a Cristo como Dios como a anunciarlo a los demás desde nuestra experiencia personal de Él.

¡Cuánto nos ha amado el Señor! Nadie puede decir que ha sido abandonado por Él, pues Él no ha venido a condenarnos, sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Hagamos siempre las obras de la luz, pues Cristo es el que habita en nuestro corazón. Pidámosle al Señor que nos fortalezca de tal forma que jamás vuelvan a posesionarse de nosotros las tinieblas de la maldad, pues no hemos sido bautizados sino en Cristo Jesús, Luz de las naciones; por eso no podemos ser, en adelante, obradores de iniquidad.

 

La iglesia de Cristo, unida a Él por la fe, iluminada por la Palabra que el Señor sigue pronunciando sobre ella, fortalecida con el Pan de Vida y con el Espíritu Santo que el Señor ha infundido en ella, debe continuar la obra de su Señor: ser luz que ilumine nuestro caminar por esta vida, mientras nos encaminamos hacia la posesión de los bienes definitivos. Procuremos que la Pascua de Cristo cobre toda su eficacia en nosotros de tal forma que junto con Él nos levantemos de entre los muertos para que iluminados por Cristo, iniciemos una vida renovada en Él como testigos del bien, y no como profetas del mal. Al congregarnos, se fortalecen nuestros lazos de unión con Él mediante la Alianza nueva y eterna que hacemos nuestra, de tal forma que en verdad entramos en comunión de Vida y de Espíritu con el Señor. Por eso hoy mismo volvemos a aceptar en nosotros la Luz que viene de lo alto.

 

¡¡¡Jesús, Señor y Redentor mío, ayúdame a salir de las penumbras y entrar en tu luz admirable, para que tu gloria alumbre mi corazón y yo te entregue toda mi vida!!!


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