De repente, abrió fuego y mató a dos policías. Aunque le hicieron disparos, no le entraron balas. Su chaleco, a prueba de balas, resistió los impactos. Pero al querer saltar por una ventana, su chaleco se enredó en unos hierros, y la ligadura del cuello lo sofocó. Murió ahorcado, colgado de un segundo piso. «De todos modos —comentó la policía—, este hombre se merecía la horca.»
Era un caso extraño. David Fukuto, de treinta y dos años de edad, que vivía en Los Ángeles, California, tenía algo contra la policía. Sabía cuándo y dónde se reunían, y se había provisto de un chaleco a prueba de balas. Había estudiado bien su plan, pero no contó con el detalle de la atadura del cuello. Cuando se dejó caer, la cerradura de cordeles lo ahorcó.
El viejo refrán acuñado por la sabiduría popular que rara vez falla, dice: «El que la hace, la paga.» Y la Biblia, con infalible autoridad, dice: «Al malvado lo atrapan sus malas obras» (Proverbios 5:22).
Tarde o temprano, la justicia divina alcanza a cada persona. Dios ha establecido leyes morales que son inalterables, inflexibles y eternas, y la violación de esas leyes acarrea castigo. Si el malhechor logra esquivar las leyes humanas, la ley divina ajusta las cuentas.
Todo ser humano, sin excepción, está bajo condenación. La sentencia inapelable, según el apóstol Pablo, es: «La paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). Y ya sea el delito homicidio o el más mínimo de los delitos, todo ser humano está bajo condenación. Pero todo ser humano también tiene el perdón y la salvación a su alcance. El mismo pasaje del apóstol dice además «que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor».
El pecado mata; la gracia perdona. Si bien las leyes humanas condenan, el amor de Dios perdona. Sólo tenemos que aceptar a Cristo como Salvador. Este puede ser nuestro día de salvación. Invitemos a Cristo a ser el Señor de nuestra vida.
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