En esa peligrosa situación ella procuraba moverse en dirección al agua salvadora, pero todos sus esfuerzos resultaban en vano. El peso de su caparazón era demasiado grande y sus patas demasiado débiles. Las huellas que había alrededor de ella marcadas en la hierba, probaban sus inútiles esfuerzos.
Mientras la observaba, llegó una compasiva transeúnte que exclamó: –¡Oh, pobre animal, va a morir con este calor!–¿Ve como trabaja para salir de su situación?, le dije. No hay esperanza; sin ayuda está perdida. Con precaución levanté la tortuga, la llevé hasta el estanque y la puse en el agua. En seguida se zambulló y se alejó nadando.
La salvamos de la muerte, pues llegamos y le ayudamos. Exactamente así obra Dios con nosotros. Todos nuestros esfuerzos son vanos. Jesucristo vino al mundo para salvarnos, porque nosotros también estamos desamparados.
“Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos… Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:6 y 8).
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