Lucas 10:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Envío de los setenta discípulos de dos en dos. Los otros evangelistas no mencionan esta porción; pero las instrucciones que Jesús les da son muy parecidas a las que había dado a los Doce.

I. Vemos primero su número: Eran setenta. Así como al escoger a los Doce, parece ser que Cristo tenía la mira puesta en los doce patriarcas de Israel, las doce tribus y los doce jefes de esas tribus, así también ahora parece que tiene la mira puesta en los setenta ancianos de Israel.

1. Es un gozo el hallar que Cristo tenía tantos seguidores aptos para ser enviados; su labor no había sido totalmente en vano, aunque había encontrado mucha oposición. Estos setenta aun cuando no le seguían tan de cerca ni tan continuamente como los Doce, eran, sin embargo, alumnos constantes de Sus enseñanzas y testigos de Sus milagros, y creían en Él. Estos setenta son aquellos de los que Pedro dijo: «hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros» (Hch 1:21) y eran parte de los ciento veinte aludidos en Hch 1:15. Podemos suponer que muchos de los que acompañaban a los Apóstoles, y que se mencionan en Hechos y en las Epístolas, eran de estos setenta discípulos.

2. También es un gozo hallar que había trabajo suficiente para tantos obreros, audiencia para tantos predicadores; así comenzó a crecer el grano de mostaza, y a difundirse el sabor de la levadura.

II. Vemos después la tarea que desempeñaron. Los envió de dos en dos para que se animasen y ayudasen mutuamente el uno al otro. Y los envió, no a todas las ciudades de Israel, como había enviado a los Doce, sino «a toda ciudad y lugar adonde Él había de ir» (v. Luc 10:1), como heraldos Suyos. Dos cosas se les encomendó que hiciesen: las mismas que Cristo hacía dondequiera que iba:

1. Habían de sanar a los enfermos (v. Luc 10:9); sanarlos, por supuesto, en el nombre de Jesús (comp. con v. Luc 10:17), lo cual haría que la gente anhelase ver al Señor y estar dispuesta a recibir con gozo a Alguien cuyo nombre era tan poderoso.

2. Habían de anunciar: «Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (vv. Luc 10:9, Luc 10:11). Es menester ser receptivos a las bendiciones y a las oportunidades que Dios nos otorga, para que así podamos sacar beneficio de ellas. Cuando el reino de Dios se acerca a nosotros es preciso estar alerta para salirle al encuentro.

III. Las instrucciones que les da:

1. Deben ejercitarse en la oración, conscientes de las necesidades de las almas (v. Luc 10:2). Deben mirar a su alrededor y ver que la mies es mucha; habría mucho trigo pronto para echarse a perder por falta de manos que se interesaran por la cosecha. Debían percatarse igualmente de que los obreros son pocos. Es cosa común entre los comerciantes no preocuparse por saber cuántos hay de su oficio, pero Cristo quería que los trabajadores de Su viña orasen para que se les uniesen más compañeros de trabajo; deben anhelar recibir esta comisión de parte del Señor, y anhelar también que Dios envíe a otros muchos con la misma comisión que a ellos les encomendó el Señor; porque, si es Dios quien les envía, reciben una nueva seguridad de que Dios va también con ellos mismos y hará que fructifiquen sus labores.

2. No han de sorprenderse de encontrar oposición y persecución: «Id; he aquí que yo os envío como corderos en medio de lobos» (v. Luc 10:3). Como si dijese: «Vuestros enemigos serán como lobos, feroces enemigos; pero vosotros debéis ser como corderos, mansos y pacientes, aunque seáis presa fácil para ellos». Habría sido, en verdad, extremadamente duro y difícil ser enviados así como corderos en medio de lobos, si no hubieran sido revestidos del espíritu y de la valentía de Jesús.

3. No deben llevar demasiado bagaje, como si emprendieran un largo viaje, sino depender de Dios y de los amigos para su provisión: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado» (v. Luc 10:4). Ni bolsa para llevar dinero, ni alforja para llevar provisiones y ropa de repuesto ni calzado de repuesto (comp. con Luc 9:3). Tampoco deben saludar a nadie por el camino, teniendo en cuenta lo prolijo de los saludos de los orientales, pues así han de mostrar: (A) que tienen prisa por cumplir su misión y no han de ser demorados con innecesarios cumplidos y prolijos saludos. (B) Que van como hombres acuciados por una tarea urgente e importante, pues tiene que ver con las cosas de arriba (v. Col 3:1) y, por tanto, no deben dejarse atrapar en asuntos de orden temporal, (C) que deben caminar con seriedad, sin deseos de entretenimiento.

4. Que deben mostrar, no sólo su buena voluntad, sino la buena voluntad de Dios, con un saludo que incluye todas las bendiciones celestiales (vv. Luc 10:5-6):

(A) El encargo que les hace es que «en cualquier casa donde entren, digan primeramente: Paz a esta casa». Vemos, pues: (a) que se supone que han de entrar en casas particulares, ya que, no siéndoles permitido entrar en las sinagogas, se veían forzados a predicar donde tuviesen libertad para hacerlo. Y, al ser obligados a confinar su predicación a las casas, allá habían de llevar el Evangelio. La Iglesia de Cristo se reunía con frecuencia en las casas (v. Hch 2:46). (b) Habían de saludar primero, diciendo: «Paz a esta casa». No debían saludar a nadie por el camino por vía de cumplido, pero habían de saludar en las casas con la seriedad y la verdad que exigía el mensaje que iban a proclamar. Los ministros del Señor han de marchar por el mundo y proclamar, en nombre del Salvador, paz en la tierra, buena voluntad de Dios hacia los hombres, e invitar a todos a que vengan para beneficiarse de los frutos de la paz, recordándoles igualmente que la paz es fruto de la justicia (v. Isa 32:17). Hemos de orar también por la paz, no sólo de Jerusalén (Sal 122:6), sino de todo el mundo (v. 1Ti 2:2).

(B) El resultado sería muy diferente, según las diversas disposiciones de los destinatarios del mensaje. Si los de la casa fuesen receptivos a la paz, «hijos de paz», bien inclinados a recibir el mensaje del Evangelio, «la paz reposaría sobre ellos»; allí habrá paz, porque las oraciones serán oídas y las promesas serán confirmadas. Pero habrá otros mal dispuestos para la paz, que rechazarán el mensaje del Evangelio; en éstos no reposará la paz, sino que se volverá con los que la proclaman, es decir, «lo mismo que un objeto que es rehusado y devuelto a los dadores para que ellos lo entreguen en otra parte» (Lenski). Las bendiciones del Evangelio que hemos de predicar, cuando son rechazadas se vuelven a nosotros para que las disfrutemos y las compartamos con otros que las aprecien como se merecen, con quienes sean «hijos de paz».

5. Deben recibir con agrado las muestras de amabilidad de quienes les den la bienvenida en sus casas (vv. Luc 10:7-8): «Quienes reciban vuestro mensaje, os recibirán también a vosotros y os proveerán de lo necesario para el sustento diario». Por tanto: (A) «No seáis tímidos; no sospechéis que la acogida que se os hace no es cordial ni que vais a ser una carga en aquella casa, sino tened allí plena libertad, «comiendo y bebiendo lo que tengan» (o «lo que os den»), porque no es un acto de caridad, sino de justicia, «pues el obrero es digno de su salario». (B) «No seáis raros ni delicados en vuestra dieta en esos casos, sino «comed lo que os pongan delante» (v. Luc 10:8). «Sed agradecidos por lo que os den y contentaos con alimentos sencillos, aun cuando no estén delicadamente aderezados.» No va bien con los ministros del Señor el ser glotones y demasiado amigos de laminerías. El Señor parece referirse en este versículo a las tradiciones rabínicas sobre los alimentos y, da por supuesto que en las ciudades a las que los discípulos van habrá mezcla de judíos y gentiles, no tienen por qué preguntar por causa de conciencia, sino comer lo que les pongan, sin poner reparos sobre si el alimento es limpio o común. «El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14:17).

6. Deben igualmente denunciar a quienes no les reciban, y proclamar contra ellos los juicios de Dios: «Si entráis en una ciudad, y no os reciben, salid de allí» (v. Luc 10:10). «Si no os dan la bienvenida en las casas, denunciadlo por las calles.» Como había dicho a los Doce (Luc 9:5), también a ellos les ordena decir: «Aun el polvo de vuestra ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos contra vosotros» (v. Luc 10:11). «No nos llevamos nada de vosotros, sino sacudimos hasta el polvo contra vosotros, para que este polvo pueda ser testigo de que os predicamos el Evangelio de la paz y lo rechazasteis; empero, sabed esto: que el reino de Dios se ha acercado, así que no tenéis excusa» (comp. con Jua 12:48). Cuanto más clara y benévola es la oferta de gracia, tanto mayor responsabilidad comporta para el que la rechaza: «Os digo que en aquel día (v. Abd 1:8) será más tolerable el castigo para Sodoma, que para aquella ciudad» (v. Luc 10:12). Grande fue la culpa de Sodoma y Gomorra ante el testimonio del justo Lot, pero rechazar la gracia del Evangelio es un crimen más horrible.

Con esta oportunidad, Lucas repite:

(A) El castigo particular que Cristo anunció contra las ciudades en las que había obrado la mayoría de Sus milagros (v. Mat 11:20) y ss.), puesto que (a) habían disfrutado de mayores privilegios. En especial, Capernaúm había tenido al alcance de la mano tantas y tan palpables gracias, que había sido levantada hasta los cielos (v. Luc 10:15). ¡Tan cerca del Cielo, y tan lejos de entrar en él! ¡No hay peor cosa que llegar a ser «casi cristiano»! (Hch 26:28). Cuanto mayor es la gracia, tanto más grave es rechazarla. (b) El propósito de Dios acerca de estas ciudades era llevarlas al arrepentimiento, exteriorizado en el «sentarse en cilicio» (es decir, vestido de saco o paño burdo) y en ceniza». (c) Pero ellas no aceptaron el designio de Dios, y recibieron en vano la gracia de Dios, con lo que se implica que no se arrepintieron, no dieron el fruto que habría de corresponder a los favores recibidos. (d) Había razón para suponer que, si Cristo hubiese predicado y hecho milagros en las ciudades paganas de Tiro y Sidón, el arrepentimiento de estas ciudades habría sido rápido («hace tiempo») y profundo («sentadas en cilicio y ceniza»). (e) El destino de quienes rechazan la gracia de Dios será funesto y fatal: «no juzgándose dignos de la vida eterna» (v. Hch 13:46), irán al castigo eterno: «hasta el Hades serás abatida» (v. Luc 10:15, comp. con Mat 25:46, pues no hay duda de que el «Hades» significa aquí el Infierno). (f) En el día del Juicio Final, la sentencia de condenación de Sodoma y Gomorra será más tolerable que la de esas ciudades, puesto que a mayor pecado corresponde mayor castigo.

(B) La regla que Cristo establece en cuanto a los que escuchan el mensaje del Evangelio de boca de los ministros de Dios: Es como si lo escuchasen de labios del mismo Cristo: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (v. Luc 10:16). Dice Lenski: «Esta es una ecuación doble: vosotros = mí; mí = el que me envió (como en Luc 9:48). Esto es enteramente cierto, porque tales mensajeros dicen lo que Jesús les ordena decir, y Jesús dice lo que el Enviador le comisionó que dijera. Naturalmente que este dicho ordena decir no a quienes alteran la Palabra en alguna forma». Ésta es una advertencia importante. Sólo cuando el predicador habla conforme «a la ley y al testimonio» (Isa 8:20) es digno de crédito, tanto como lo sea la Palabra de Dios, de lo contrario, no hay autoridad eclesiástica, por alta que se la suponga, que pueda imponer su enseñanza, si ésta es contraria a la Palabra de Dios. Si los judíos de Berea son llamados «más nobles que los de Tesalónica», cuando «escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas (¡las que Pablo y Silas predicaban!) eran así» (Hch 17:11); es decir, como ellos proclamaban, ¿cómo podrá obligarse a un creyente a creer algo claramente contrario a la Palabra de Dios, por el hecho de que lo imponga un «jerarca»? Otra cosa muy distinta es que un cristiano individual, por muy experto que se crea en la Palabra, insista en oponerse a lo que la iglesia entera cree y ha creído como expresión segura de la divina revelación.

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