cuídame de los hombres violentos,
que planean trampas en su corazón,
a diario provocan discordias.
Afilan la lengua como serpientes,
con veneno de víboras tras los labios…
Yo digo: oh Señor, tú eres mi Dios,
escucha, Señor, mis gritos de socorro.
Al leerlo me he dado cuenta que nunca he leído estos salmos pensando en que yo soy mi peor enemigo. De hecho, estos poemas pueden leerse desde la óptica de aquel que clama a Dios que lo libre de uno mismo. Porque en realidad, con demasiada frecuencia, nosotros somos para nosotros mismos nuestro peor y más duro enemigo.
No es extraño que focalicemos nuestros problemas en los demás. Pedimos a Dios que nos proteja y guarde de los otros. En ocasiones, es cierto, los otros nos dañan y buscan nuestro mal. Sin embargo, cuántas veces nosotros, nuestra pecaminosidad, nuestros deseos e instintos descontrolados nos causan daños tremendos a nosotros mismos, nuestra vida, nuestras relaciones.
Hace falta madurez para orar este salmo relacionándolo con uno mismo. Madurez para ver sin justificar aquellas cosas que son destructivas en nosotros. Madurez para reconocer que deben ser cambiadas y madurez, en fin, para estar abiertos a la intervención de Dios en contra nuestro para favorecernos.
¿Soy yo mi peor enemigo?
Deja una respuesta