La gloria de Dios y la honra del hombre – Reflexión del Salmo 8



Al músico principal, sobre Gitit, Salmo de David.

«¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos; de la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo.

Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?
Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: Ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar.

¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra!»


Con cuanta reverencia comienza David este Salmo. Su corazón gira en torno a lo infinitamente majestuoso que es Dios y a la gloria que nos ha conferido.
Ese Dios que ni aún los cielos pueden contener Su gloria, es nuestro Dios; porque Él nos eligió para que fuéramos Su pueblo. Fuimos escogidos aún antes que decidiéramos llamarle «nuestro Señor».
En Ef. 1:4 nos remonta a un tiempo, si tiempo pudiéramos llamarle, cuando no existía el mundo, ni las estrellas que nos hablan de Su gloria, ni ángeles que cantaran a Su Santidad. Sólo Su Omnisciencia contempló al hombre, esa criatura a la cual entregándole todo lo que habría de existir en este mundo, le volvería las espaldas para revolcarse en el lodo del pecado.
Pero aún así nos amó y decidió nuestra creación: «Nos escogió en Cristo desde ANTES de la fundación del mundo, según el puro afecto de Su voluntad». Ese es nuestro Dios, y sin lugar a dudas, si hoy le amamos, es simplemente porque él nos amó primero.
Con qué esplendor brilla la gloria de Dios incluso en este mundo: «Cuan glorioso es tu nombre en toda la tierra». Toda la tierra está llena de Su gloria, como dice en Rm.1:19-20 «porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa».
Sin letras ni sonidos de palabras, se ve y se oye en toda Su creación el nombre de Dios, su poder y deidad se hacen claramente visibles en todo lo que Él ha hecho. Señor, yo quisiera en el cielo de tus brazos, beber de la gloria que Tú tienes, y cruzar cual esas nubes de ópalo que por la fúlgida región del cielo, vuelan las aves que Tú creaste.
Mi corazón cual volcán en erupción, arrojar mi adoración en lo más alto de los cirrus de ese cielo celeste, que es la orilla del mar infinito donde Tú moras junto a los seres angélicos, y llegar con esa llama de mi espíritu que quema pero no se consume.
Es verdad que el pecado del hombre ha trastocado todo y la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora, clamando por su completa redención, cuando al fin sea liberada de la carga del pecado del hombre.
Pero aún así logramos ver a Dios cada día en cada una de Sus obras. Cuando contemplamos el sol hundirse en el horizonte, con la gracia que ningún pintor humano podría superar, con los matices que sólo el Creador ha podido impregnar, con pinceladas que abren surcos que iluminan Su divinidad.
Cuando nos detenemos a contemplar la infinita variedad de flores con sus múltiples colores y fragancias, que embriagan a las mariposas que revolotean junto a ellas, y parecen competir en elegancia de gracia divinal en ese encuentro terrenal.
Y ¿qué diremos de los milagros de la creación de Dios que cada día somos testigos? La gestación de un bebé en el seno materno, las maravillas que encierra un copo de nieve, un gusano que es transformado durante su vida en otra criatura absolutamente diferente a través de la metamorfosis, para remontarse a las alturas con una gracia y colorido sin igual.
Con justa razón dice la Palabra del Señor en el Salmo 14: 1 «Dice el necio en su corazón: No hay Dios». Después de ver su eterno poder y deidad a través de Su creación, sólo un necio podría seguir negando su existencia, más aún poder creer que todo esto perfecto y lleno de hermosura celestial, pensar que fue el origen de una gran explosión cósmica, que necedad.
En el mismo pasaje de Rm.1: 20 dice Dios: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa». Para añadir en el verso 22 «Profesando ser sabios, se hicieron necios».
Porque ¿quién jamás podría tan siquiera imaginar que desde una explosión cósmica pudiera surgir tanta belleza y perfección? Sólo un necio.
«Has puesto tu gloria sobre los cielos» El salmista luego de regocijarse con la creación que le rodea, levanta los ojos al cielo y prorrumpe en una nueva alabanza. ¡Oh Señor! Con cuanto mayor esplendor brilla tu gloria con mágicos destellos allá arriba en tu morada celestial, donde seres angelicales te cantan y rinden alabanzas sin cesar, para poner ungüentos de nardos a Tus pies: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria».
Desde esa perspectiva celestial, también se ve la tierra llena de Su gloria. Pero desde acá, al elevar nuestros ojos en una noche estrellada en su invariable pulcritud, nos perdemos en la dimensión de lo infinito como si fuesen jazmines y estrellas en medio de la oscuridad, y nos añadimos al clamor del salmista:
«Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?»
También resulta fácil perderse en la grandeza del cielo infinito, y pensar que Dios está tan lejos, que nuestro planeta es sólo un granito de polvo en la inmensidad del universo ¿Cómo un Dios tan grande podría estar atento a mis necesidades y circunstancias que rodean mi vida? ¿Conocer el dolor de los gusanos entre las rosas o escuchar el mudo teclado de mi aflicción?
Mientras más la ciencia logra ahondar en la creación de Dios, más nos maravillamos de Su obra y perfección. El diminuto mundo del átomo es de una semejanza asombrosa con la del universo, cuya dimensión aún nuestras mentes finitas no logran concebir.
Pero curiosamente si colocáramos en un lado lo más pequeño de la creación de Dios que conocemos, el átomo, y en el otro extremo lo más grande que son las estrellas y los planetas, el tamaño del hombre se situaría exactamente en el centro. Esto concuerda una vez más con la revelación de Dios, que el hombre es el centro de la creación de Dios.
Cuando consideramos la gloria del Señor que brilla en el firmamento, porque los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos, bien podemos admirarnos con nuestra estéril razón, que Él se fije en una criatura tan insignificante como yo. Con justa razón exclamamos llenos de asombro: ¿Quién soy yo para que el Todopoderoso, el Santo de la gloria ponga Sus ojos en mí?
¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites? Le hiciste un poco menor que los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos.
Dios ha puesto todas las cosas bajo los pies del hombre para su servicio. David especifica algunos animales, ovejas, bueyes, aves y peces. Pero no solamente lo ha rodeado de bendiciones, sino que lo más infinitamente asombroso es que habiendo el hombre pecado, constituyéndose en enemigo de Dios, el Santo descendiera desde la excelsa gloria, dejando la alabanza de ángeles y arcángeles, querubines y serafines; para venir a este minúsculo mundo para rescatar a un gusano repulsivo que se revuelca en el fango del pecado.
Pero mi asombro es aún mayor y me hundo en un mar inconmensurable de admiración y perplejidad, al considerar que Dios cuya gloria ni aún los cielos pueden contener, tomara un cuerpo semejante al nuestro, pero sin pecado, para venir a realizar la obra que es más sublime que la obra de Su creación, me refiero a la obra de nuestra redención.
Cuando la justicia de Dios nos condenaba inexorablemente para toda una eternidad, porque en ese tribunal célico no transcurre el tiempo. Y el veredicto de la condena había abierto las fauces del infierno para consumirnos cuando se escuchó: «La paga del pecado es muerte».
Fue entonces que resonó la voz de amor y clemencia del Señor Jesús, quien dijo: «Heme aquí, envíame a mí». Y Dios fue manifestado en carne, despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto, y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.
Pero en Su humillación no se detuvo ahí, sino que tomando su pesada cruz subió hasta el monte Calvario, para entregar su vida por mí. El sol no pudo contemplar tanta ignominia y ocultó su rostro, la tierra tembló y las rocas se partieron.
Y fue en ese momento ludibrio de oscuridad, cuando los ángeles del cielo contemplaban atónitos a su creador, que se escuchó un grito que como un puñal se hundió en ese manto de tinieblas que le rodeaban; traspasó el velo del templo rompiéndolo de arriba abajo, dejando libre acceso hasta el lugar santísimo. Pero fue mucho más poderoso que eso, porque penetro hasta el cielo mismo de la morada de Dios, y hasta allí se escuchó, no la voz de un moribundo, sino de uno que había triunfado y cumplido nuestro rescate.
Ese grito de victoria «CONSUMADO ES» hizo estremecer a sus propios verdugos y el soldado exclamó: «verdaderamente éste era hijo de Dios». Este hombre estaba acostumbrado a cumplir con esa funesta misión, y había visto a muchos morir de esa forma cruel de acerbo dolor, donde la vida se les iba arrancando gota a gota y sus fuerzas se consumían lentamente en un proceso que se extendía por horas, hasta llegar el momento final cuando su vida se extingue como la débil luz de una candela que se apaga, porque no tiene más que entregar.
Pero ahora había presenciado algo absolutamente diferente, no fue la vida que se extinguió cuando la última gota de energía había abandonado el cuerpo del moribundo, sino que escuchó esta tremenda voz, y fue más que eso, fue un grito de victoria como los que él había escuchado al finalizar una brutal batalla, donde el general vencedor clamaba a gran voz: «VICTORIA» para dar por concluida la lucha porque el enemigo estaba derrotado.
Porque efectivamente se cumplió lo que Jesús dijo: Jn.10:17-18 «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre».
Ese grito que desgarró los cielos y la tierra provenía del autor y consumador de la vida. Él había exclamado a gran voz: «Consumado es». Nadie le quitó Su vida, sino que Él de sí mismo la entregó, por amor del pecador.
¿Qué es el hijo del hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites? NADA, sólo Su amor infinito le llevó a mostrar tanta misericordia.
¡Oh! Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra. Cómo me gozo en tu amor inconmensurable, porque tu misericordia está delante de mis ojos. Grande hasta los cielos es tu misericordia, y toda la tierra está llena de ella y de tu gloria. ¡Aleluya!




Por Jack Fleming
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