• Dios, Dios mío eres tú… mi alma tiene sed de ti… para ver tu poder y tu gloria. – Salmo 63:1-2.
(Jesús dijo:) Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria. – Juan 17:24.
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En la tumba de Lázaro, en Betania, todos lloraban: Marta, María y los judíos que las acompañaban (Juan 11:1-44). Incluso Jesús lloró, pues él siempre está cerca de los suyos, y más aún cuando sufren. Su presencia hacía que surgiesen muchas preguntas: ¿Por qué no vino antes? ¡Hubiese podido curar a Lázaro así como había sanado a tantos otros! ¿No hubiese podido evitar que Lázaro muriese? Jesús respondió a todos esos interrogantes diciendo a Marta: “Si crees, verás la gloria de Dios” (v. 40). Pero Marta no comprendió esas palabras. Muchas veces tampoco nosotros comprendemos los pensamientos de Dios. ¡Están muy por encima de los nuestros!
Marta no había comprendido, pero iba a ver la gloria de Dios. Aprendería que Jesús no sólo era aquel que curaba a los enfermos, sino también el que resucitaba a los muertos. Y mucho más aún: ¡Salva a las almas! Vio esa gloria cuando Jesús se acercó a la tumba y exclamó: “¡Lázaro, ven fuera!” (v. 43). Y el muerto salió, resucitado.
Nosotros, cristianos, también veremos esa gloria de Dios cuando Jesús venga a buscar a aquellos por los cuales murió y resucitó. Nos llamará: si estamos muertos, resucitaremos; y si estamos vivos, seremos transformados. Todos seremos llevados al cielo, a su encuentro, con cuerpos glorificados, y él nos introducirá en la casa del Padre, en donde estaremos para siempre con él (1ª Tesalonicenses 4:13-17). La oración de Jesús (Juan 17:24) será contestada: estaremos con él y veremos su gloria.
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