Hechos 4:23 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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1. Los dos testigos regresan a sus hermanos (v. Hch 4:23): «Puestos en libertad, vinieron a los suyos». Tan pronto como se vieron en libertad, volvieron a reunirse con sus hermanos en la fe, sin engreírse por el honor que Dios les había concedido al llamarles a dar testimonio ante las autoridades. Ninguna promoción en dones o servicios debe hacer que nos sintamos superiores a los demás hermanos, pues sólo tenemos lo que hemos recibido. Tampoco se retrajeron ante las amenazas que les habían hecho los del tribunal, sino que volvieron a estar con sus amigos de siempre. Los seguidores de Cristo hacen lo mejor al estar en compañía, con tal que sea buena compañía.

2. El informe que dieron de lo que había ocurrido (v. Hch 4:23): Contaron todo lo que los principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho, a fin de que: (A) Supiesen lo que podían esperar tanto de los hombres como de Dios: de los hombres, toda clase de amenazas aterradoras; de Dios, toda clase de bendiciones consoladoras y segura protección. (B) Sintiesen corroborada su fe en la resurrección del Señor, pues Pedro y Juan les habían dicho a los principales sacerdotes en su cara que Dios había resucitado de entre los muertos a Jesús. Los jueces les habían prohibido publicarlo a nadie, pero no se habían atrevido a negarlo. (C) Se uniesen ahora a ellos en alabanzas y oraciones.

3. La forma en que se dirigen a Dios en esta ocasión (v. Hch 4:24): «Ellos (los demás discípulos), al oírlo, alzaron unánimes la voz a Dios». No es probable que todos, de forma estereotipada, pronunciasen las mismas expresiones de esta larga oración. Posiblemente, uno de ellos la elevó con señales de aprobación unánime de parte de todos los presentes o, más probable, mezclaron sus voces con expresiones parecidas. Veamos:

(A) El respeto con que adoran a Dios como al Soberano Señor, Creador de todas las cosas (v. Hch 4:24). Los idólatras adoran dioses que ellos mismos han hecho, pero nosotros adoramos a un Dios que nos ha hecho a nosotros y a todo el Universo. Por eso, hemos de comenzar nuestras oraciones con el reconocimiento de la suprema majestad y santidad de Dios. La alabanza es el elemento primordial de toda oración: «Santificado sea tu nombre».

(B) La sumisión con que aceptan los designios de la Providencia, al citar de las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Lo había dicho Dios por boca de David (vv. Hch 4:25, Hch 4:26), por lo que no había que extrañarse de que se cumpliesen las Escrituras. Estaba predicho (Sal 2:1, Sal 2:2): (a) Que las multitudes rebeldes se habían de enfurecer contra Dios y contra su Mesías. (b) Que la gente había de tramar todos los medios posibles para salir adelante con su propósito. (c) Que, en particular, los reyes de la tierra se habían de oponer a la instauración del reino del Mesías. (d) Que los gobernantes se habían de coligar contra Dios y contra Cristo.

(C) La forma en que veían cumplidas estas predicciones (vv. Hch 4:27, Hch 4:28). Era cierta la profecía y verdadero su cumplimiento (v. Hch 4:27): «Porque verdaderamente se aliaron en esta ciudad contra tu santo Siervo (v. lo dicho en Hch 3:13) Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, los dos gobernadores de Galilea y Judea respectivamente, con los paganos (de la gentilidad) y el pueblo de Israel». Pero, con todo ello, no hacían sino dar cumplimiento al designio eterno de Dios (v. Hch 4:28, comp. con Hch 2:23). El obediente «Siervo de Jehová» había sido ungido para ser el Salvador del mundo por medio de su sacrificio expiatorio por el pecado y, por tanto, había de morir. Dios había determinado por qué manos se le había de dar muerte: «por mano de inicuos» (Hch 2:23), es decir, gentiles, pero por sentencia e instigación de las autoridades y del pueblo de Israel.

(D) La petición que elevan en cuanto al caso presente (v. Hch 4:29): «Y en lo de ahora, Señor, fíjate en sus amenazas». Se percibe cierto énfasis en ese «ahora». Ahora era el tiempo en que Dios tenía que actuar a favor de su pueblo, cuando el poder de sus enemigos era más atrevido y amenazador. No dictan a Dios lo que tiene que hacer, sino que le exponen simplemente la situación. «Fíjate en sus amenazas», le dicen, no porque no las conozca, sino para urgirle a obrar. Cuando somos injustamente amenazados, es un consuelo saber que podemos exponer el caso a Dios y dejarlo en sus manos (comp. con 2Re 19:14.; Isa 37:14). Pero no piden a Dios que les libre de la persecución, sino que les aumente la valentía para proclamar el Evangelio: «Concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra» (v. Hch 4:29). Las amenazas de los enemigos de Dios y, por tanto nuestros, han de servirnos de estímulo para proclamar la Palabra de Dios con tanto mayor denuedo, con tal de que no confiemos en la carne, sino en el poder de Dios. Y como nada anima tanto a los ministros de Dios en sus trabajos como las señales de la presencia de Dios con ellos, piden también esto: «mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades, señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Siervo Jesús» (v. Hch 4:30). Esto serviría para convencer al pueblo y para confundir a los perseguidores. Buscan el honor del nombre de Jesús, no el suyo.

4. La favorable respuesta que Dios les dio (v. Hch 4:31). Dios les dio una gran señal de que había aceptado sus oraciones: «Cuando acabaron de orar, el lugar en que estaban congregados tembló, fenómeno parecido al del día de Pentecostés (Hch 2:2) y, también ahora, fueron llenos del Espíritu Santo, una de las llenuras extra de las que hablamos en el capítulo 2». Y consiguieron lo que habían pedido al Señor: «y hablaban con denuedo la palabra de Dios». En este sentido podría entenderse el cumplimiento de la promesa de Jesús de que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Luc 11:13). La sacudida del lugar tenía también por objeto corroborarles la convicción de que habían de temer a Dios, no a los hombres. Esa sacudida ayudaba a que su fe no fuese sacudida.

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