Juan 11:33 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. En esta porción, vemos primero la actitud compasiva (comp. con Heb 4:15) de Jesús hacia sus amigos de Betania. Esta actitud se manifiesta de tres maneras:

1. Mediante sus gemidos y su conmoción interior: «Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció interiormente (lit. en el espíritu) y se conmovió» (v. Jua 11:33). El verbo que traducimos por «se estremeció» puede tener varios sentidos. Hay comentaristas que lo entienden en sentido de que «se indignó», ya fuese por el llanto hipócrita de algunos de los que se lamentaban, ya fuese por ver en la tumba de Lázaro un efecto del primer pecado. Sin embargo, el único sentido posible, a la vista de todo el contexto, es que se conmovió interiormente y mostró esta conmoción interior con notorio estremecimiento exterior, en reacción de simpatía con los que lloraban junto a Él; fue este llanto de los otros el que provocó en Él este estremecimiento que se rompió en lágrimas (v. Jua 11:35). No ha de olvidarse que el Señor Jesús poseía una naturaleza humana perfecta y, precisamente por ser exenta de pecado, más sensible al dolor ajeno que la nuestra. Aquí tenemos como una representación de las aflicciones de los hijos de los hombres. ¡Qué bien corresponde esta escena a la conocida frase «valle de lágrimas», con la que se denomina a este mundo! Pablo nos exhorta a «llorar con los que lloran» (Rom 12:15). Quienes aprecian de veras a sus amigos deben compartir con ellos penas y alegrías, porque, ¿para qué es la amistad, sino para la mutua comunicación de ideas y sentimientos? La gracia de Dios hacia nosotros se muestra de modo soberano en su compasión hacia los que se encuentran en aflicción: «En toda angustia de ellos Él fue también angustiado» (Isa 63:9). Un detalle digno de notarse es la forma gramatical en que aparece en el original la frase «se conmovió», pues significa literalmente: «se turbó a sí mismo», donde se nos da a entender que Jesús era dueño perfecto de sus emociones, aunque sus reacciones emocionales justas no dejasen por eso de ser espontáneas.

2. En señal de su sincera condolencia con los que se dolían, Jesús pregunta: «¿Dónde le habéis puesto?» (v. Jua 11:34). Podemos suponer que, quien al estar ausente, supo por sí mismo que Lázaro había muerto, sabría también dónde habían puesto su cadáver; pero el hecho de que Cristo, al poseer dos naturalezas perfectas y perfectamente distintas, dispusiese también de dos fuentes distintas de información, nos hace pensar que ahora quiere echar mano de la fuente de información que le era común con nosotros y pregunta con el sincero deseo de saber por ellos en qué tumba habían colocado al difunto. Con esta pregunta, Jesús tendía quizás a aliviar algún tanto la tensión emocional de los presentes distrayéndoles de sus sombríos pensamientos. Ryle hace notar agudamente que, mediante esta pregunta, Jesús demostraba que no cabía fraude en el milagro que iba a llevar a cabo, pues no era posible la impostura de sustituir un muerto por un vivo.

3. En tercer lugar, la actitud tiernamente compasiva de Jesús se mostró en sus lágrimas. Los que le rodeaban, le dijeron: «Ven y ve» (comp. con Jua 1:38). Y, al llegar junto a la tumba, se nos dice:

(A) Que «Jesús lloró» (v. Jua 11:35). El verbo significa «derramar lágrimas» en silencio, y es diferente del usado no menos de 40 veces en el Nuevo Testamento (entre ellas, en el v. Jua 11:31, y dos veces en el v. Jua 11:33) para «llorar», y que significa «llorar sonoramente». Es la única vez que el verbo usado en el versículo Jua 11:35 ocurre en todo el Nuevo Testamento. Es también éste el versículo más corto del Nuevo Testamento, pero ¡qué profundidad en esas dos palabras! Dos veces lloró el Señor Jesús por otros (Luc 19:41 y aquí), y una vez (en Getsemaní; v. Heb 5:7) por sí mismo. En todas ellas, dio una prueba elocuente de ser hombre perfecto y de que el llanto no es algo indigno de un hombre (como suponían los filósofos estoicos). Su llanto era humano en los dos sentidos de la palabra: humano, por ser hombre como nosotros, aunque sin pecado y humano en sentido de benigno y compasivo. Como estaba profetizado de Él, era «varón de dolores y experimentado en quebranto» (Isa 53:3). No se nos dice en los evangelios que Cristo se riera una sola vez, pero sí que lloró en tres ocasiones. Las lágrimas de compasión son, pues, dignas de un cristiano, ya que nos hacen asemejarnos más a Cristo.

(B) Que las lágrimas de Jesús suscitaron diversas reacciones en quienes asistían al acto. (a) Algunos lo echaron a buena parte, pues decían: «Mirad cómo le amaba» (Jesús a Lázaro), según vemos en el versículo Jua 11:36. Parecían asombrados de que Jesús mostrara tanto afecto a uno que no era pariente suyo. Pero la misma Escritura nos dice que «hay amigo más unido que un hermano» (Pro 18:24). Es, pues, también muy apropiado que los creyentes, al seguir el ejemplo de Cristo, mostremos afecto hacia nuestros amigos, tanto vivos como difuntos. Aun cuando nuestras lágrimas de nada les sirvan a los muertos, son como bálsamo para su recuerdo. Si por unas lágrimas que derramó junto a la tumba de Lázaro, decían: «Mirad cómo le amaba», con cuanto mayor razón hemos de decir nosotros: «Mirad cómo nos amó», hasta el punto de dar la vida por cada uno de nosotros. (b) Pero otros hicieron un maligno comentario, al decir: «¿No podía éste, que abrió los ojos del ciego, haber hecho también que éste (lit.) no muriera?» (v. Jua 11:37). Razonaban de la manera siguiente: «Si hubiese podido impedir que Lázaro muriera, lo habría hecho; como no lo hizo, parece claro que no pudo. En realidad, esto nos hace sospechar que lo de la curación del ciego fue una impostura». Pero Cristo no tardó en convencer y avergonzar a estos murmuradores, pues resucitó a Lázaro, lo cual fue mayor milagro que el haber impedido que muriera. Y, si quiso y pudo resucitar a un muerto, con mayor evidencia (aunque con la misma facilidad) pudo curar a un ciego de nacimiento.

II. Llegada de Cristo al sepulcro de Lázaro.

1. Aquí repite Jesús sus gemidos: «Jesús, profundamente conmovido otra vez, vino al sepulcro» (v. Jua 11:38). La expresión es similar a la del versículo Jua 11:33, con la diferencia (en el original) de que, en el versículo Jua 11:33, el texto dice literalmente: «se estremeció en el espíritu», mientras que en el versículo Jua 11:38 dice: «se estremeció en sí mismo». Por consiguiente, las mismas consideraciones que hicimos en el comentario al versículo 33 tienen aplicación en el versículo Jua 11:38. El evangelista añade que el sepulcro «era una cueva, y tenía una piedra puesta encima», es decir, tenía la entrada cubierta con una piedra. El sepulcro en que el Señor Jesús fue puesto era semejante a éste. Cuando la gran piedra era rodada para cubrir la tumba, se daba por terminado el funeral.

2. En seguida, Jesús da orden de que retiren la piedra: «Dijo Jesús: Quitad la piedra» (v. Jua 11:39). Con esta orden, quería Jesús que todos los asistentes pudiesen ver el cadáver puesto en la tumba, al mismo tiempo que se le abría la puerta al que había de resucitar y aparecer a la vista de todos con un verdadero cuerpo, no como un fantasma o un producto de la alucinación colectiva. En sentido espiritual, es un buen paso hacia la resurrección de una persona a la vida eterna cuando, por medio de la predicación del Evangelio los ministros de Dios, fieles al llamamiento de Cristo lanzan la Palabra al fondo de la tumba del corazón y preparan el camino para que el Espíritu Santo remueva los prejuicios quebrantando la piedra (comp. con Jer 23:29) y haga surgir a la vida (Jua 3:5) al que estaba muerto en sus delitos y pecados (Efe 2:1).

3. Aun entonces, Marta, fijándose más en el cadáver de su hermano que en el poder del Salvador, parece objetar que el cadáver está ya en proceso de descomposición, pues «hiede ya». Al llegar aquí, no estará de más hacer dos observaciones: (a) Era opinión corriente entre los orientales que el alma del difunto se quedaba junto al cadáver durante tres días, pero que se marchaba definitivamente de él al cuarto día, con lo que el proceso era de todo punto irreversible. Esto nos hace pensar que, precisamente por eso, Jesús esperó hasta el cuarto día después de la muerte de Lázaro, a fin de que no quedase duda alguna de que la resurrección del difunto era de todo punto imposible, a no ser por el poder divino. (b) Aunque los judíos embalsamaban o «ungían» los cadáveres de sus difuntos su método distaba mucho de la perfección con que los egipcios llevaban a cabo dicha operación; por ello, no ha de extrañarnos que el cadáver de Lázaro, «ya de cuatro días», exhalase el hedor que evidencia el proceso de descomposición. También en esto, Cristo venció a la muerte, puesto que su propio cadáver no experimentó la ordinaria corrupción del sepulcro (v. Hch 2:24, Hch 2:31), así como su espíritu no había experimentado la corrupción del pecado. ¡Qué cambio tan profundo y tan rápido se produce en nuestro cuerpo tan pronto como lo abandona el alma! Marta pensó que era demasiado tarde, como si dijese: «Señor, es demasiado tarde. Es imposible que este podrido cadáver vuelva a la vida».

4. Pero Cristo, a quien el hedor del cadáver no había repugnado como le repugna el hedor del pecado, reprende benignamente a Marta por la dosis de incredulidad que todavía le queda a ella. Más aún, le da a entender que el hecho mismo de que el cadáver hieda ya, va a servir para incrementar la gloria del milagro que el poder divino va a obrar: «Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» (v. Jua 11:40). Nuestro Señor Jesucristo nos ha dado todas las garantías imaginables de que una fe sincera será coronada, a la larga, con una bienaventurada visión. Si tomamos a la letra la palabra de Cristo y nos apoyamos enteramente en su poder y en su fidelidad, veremos la gloria de Dios y seremos inmensamente felices con esa visión. Tenemos necesidad de que se nos refresque la memoria con mucha frecuencia a fin de que las seguras mercedes que el Señor nos ha prometido nos sirvan de ánimo en medio de las dificultades de la vida presente. Estamos inclinados a olvidar las palabras de Cristo, y es preciso que Él nos repita una y otra vez, mediante su Palabra y su Espíritu: «¿No te he dicho …? ¿O piensas que me voy a desdecir?» A continuación vemos que, sin atender a las palabras de Marta, los hombres obedecieron la orden de Jesús: «Quitaron, pues, la piedra de donde había sido puesto el muerto» (v. Jua 11:41). Lo único que podían hacer estos hombres era «quitar la piedra». Sólo Cristo podía devolver la vida al cadáver.

III. Jesús lleva a cabo el milagro de resucitar a Lázaro.

1. Primero, se dirige al Padre acompañando las palabras con un gesto muy significativo: «Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme oído» (v. Jua 11:41). Alzó sus ojos al trono de Dios en los cielos pues, ¿qué otra cosa es la oración, sino la elevación del alma hasta el trono celestial de Dios, para dirigir allá los afectos, los sentimientos y las súplicas de nuestro corazón? Alzó los ojos por encima de la tumba de Lázaro y pasó por alto todas las dificultades que, para una vuelta a la vida, suponía la hediondez de un cadáver en proceso de descomposición. Y se dirige al Padre con toda seguridad, dándole gracias por haberle oído, es decir, por haberle concedido el poder de hacer el milagro como si éste se hubiese llevado a cabo ya (comp. con v. Jua 11:11). De esta forma nos enseñaba Jesús con su propio ejemplo lo que ya había dicho a sus discípulos: «Por eso, os digo que todo cuanto rogáis y pedís, creed que lo estáis recibiendo, y lo tendréis» (Mar 11:24). Como David, podemos decir: «Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, te la sabes toda» (Sal 139:4). No es extraño que el Padre siempre oyera a Jesús (v. Jua 11:42), pues Jesús siempre hacía lo que le oía al Padre (v. Jua 5:30; Jua 8:26, Jua 8:40). La oración es la llave que nos abre los tesoros del poder y de la gracia de Dios. Por eso, Cristo, al estar seguro de que su petición había sido oída, profesa aquí:

(A) Su agradecimiento por esta respuesta anticipada: «Gracias te doy por haberme oído». Celebra la victoria antes de empezar la batalla. Por fe en la promesa de Dios, podemos ver como ya concedida la merced que Dios ha prometido concedernos (comp. con 2Cr 20:17), y darle gracias por ella. No hay oración más eficaz que ésta, pues compromete a Dios con sus propias palabras (comp. con Éxo 32:11-14). La gratitud a los favores que recibimos de Dios en respuesta a la oración, no sólo es un deber perentorio, sino también garantía segura de nuevos favores, pues así como Dios no se deja ganar en generosidad, tampoco se deja ganar en fidelidad. Y así como Él responde con su favor antes de que le pidamos, así también debemos darle gracias antes de que nos lo conceda. Y además de valorar el favor en sí, deberíamos tener en cuenta cuán grande es la benignidad y condescendencia de Dios al estar tan presto a responder la oración de quienes somos «polvo y ceniza» (v. Gén 18:27).

(B) Su seguridad por una respuesta tan presta y tan a tiempo: «Yo sabía que siempre me oyes». Saber que el Padre nos oye siempre, ha de animarnos grandemente a orar, y poner nuestras súplicas en sus manos con plena confianza. Nosotros no podemos atrevernos a tanta confianza como Jesús, porque no tenemos con el Padre la unidad que Cristo tenía con Él en cuanto Dios, y la intimidad, nacida de una obediencia absoluta (Jua 4:34) en cuanto hombre; sin embargo, «ésta es la confianza que tenemos ante Él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que Él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1Jn 5:14-15).

(C) La razón por la que expresó en voz alta la respuesta del Padre a su petición: «Pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado» (v. Jua 11:42). De esta forma, Jesús pulverizaba las objeciones de sus enemigos, quienes habían llegado a blasfemar horriblemente del Espíritu Santo, al atribuir a una coalición con el diablo los milagros que Jesús llevaba a cabo mediante el poder del Espíritu de Dios (v. Mat 12:28; Luc 11:20). Ahora, para convencerles de lo contrario, se dirige al Padre, por medio de oración, no de encantamiento mágico, alza los ojos y eleva la voz al Cielo, para mostrar así que dependía por entero de Dios en la realización de sus milagros, y no de cualquier otro poder. Todos los portentos que llevaba a cabo estaban destinados a confirmar su misión divina y a corroborar así la fe de quienes se habían adherido a Él y se habrían de adherir a Él después, en el decurso de los siglos (comp. con Jua 17:18-23): «para que crean que tú me has enviado». Jesús da de su divina misión la prueba más alta y contundente: devolver la vida a un muerto de cuatro días.

2. Después de dirigirse al Padre, Jesús se dirige ahora al propio amigo difunto: «Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, sal fuera!» (v. Jua 11:43). El original griego usa expresivamente dos adverbios: «¡Lázaro, acá, fuera!» Notemos lo siguiente:

(A) Cristo pudo haber devuelto la vida a Lázaro mediante el ejercicio silencioso de su poder divino, pero quiso hacerlo mediante un llamamiento hecho en voz muy alta. ¿Por qué?

(a) Para dar a entender el poder empleado en el milagro. El alma de Lázaro se hallaba ya, no junto al cadáver, como habrían pensado los judíos si el milagro se hubiese llevado a cabo antes, sino ya en el Hades o (nota del traductor) en manos del Padre de los espíritus (v. Ecl 12:7), puesto que la presciencia divina sabía que la vida de Lázaro no iba a terminar por ahora en el sepulcro (v. Jua 11:4). En todo caso, el alma de Lázaro estaba ya lejos del cuerpo, por lo que Jesús gritó a gran voz, como se hace para llamar a alguien que está a gran distancia. Cuanto más profundo es el sueño de una persona, más fuerte voz se necesita para despertarla (v. Jua 11:11).

(b) Como tipo de otras obras portentosas que el poder de Cristo lleva a cabo. Esta «gran voz» es figura, primero, de la voz del Evangelio, mediante la cual son levantados a la vida quienes yacen «muertos por sus delitos y pecados» (Efe 2:1); segundo, de otra voz suya, cuando el Señor mismo descienda con «voz de mando» (1Ts 4:16), «a la final trompeta» en el último día, y «los muertos resuciten incorruptibles» (1Co 15:52). Ningún obstáculo prevalecerá contra el poder de Dios.

(B) Este llamamiento en voz alta fue sumamente conciso y, al mismo tiempo, extremadamente poderoso. Llama al muerto por su propio nombre, para que, como dice Agustín de Hipona, sea él quien vuelva a la vida y no otro, pues la voz de Jesús es tan poderosa dice él que si no le hubiese llamado personalmente, todos los muertos se habrían levantado de sus sepulcros. Le dice «¡sal fuera!»; no le dice: «¡Resucita!», porque, como dice el Crisóstomo, demostraba así que podían oírle los muertos igual que los vivos. Tampoco le dice: «¡Sal en nombre de mi Padre!», porque quien había orado, como hombre, al Padre obraba ahora en virtud de su propio poder divino. Le llama a que salga, para mostrar que, junto con la vida, le da el movimiento, con el que se muestra claramente la vida de un ser. Esto nos enseña que aquellos a quienes la gracia de Cristo ha hecho pasar de muerte a vida (Jua 5:24), han de moverse para dar testimonio de lo que Dios ha obrado en ellos y han de poner la mira en las cosas de arriba (Col 3:1-3), sin volver a la tumba del pecado y de lo mundano (comp. con 2Pe 2:20-22), no sea que, en vez de presentarse como nacidos de nuevo, sean, en realidad cadáveres ambulantes como los que «corren hacia el desenfreno de disolución» (1Pe 4:4).

(C) El milagro se llevó a cabo:

(a) Con la mayor rapidez: «Y el que había muerto salió» (v. Jua 11:44). ¡Qué majestuosa sencillez en esta breve frase del cronista! Con una velocidad superior a la de la luz la orden fue transmitida al alma y al cuerpo de Lázaro, de forma que se reunieran y, así, vivo de nuevo, pudiese obedecer la orden de salir del sepulcro. El milagro nos es descrito, no por los ocultos y misteriosos cambios efectuados en el muerto, ya que Jesús no intentaba satisfacer la curiosidad, sino por sus efectos visibles con lo que se robustecía la fe y se derrotaba la incredulidad. Si alguien pregunta si Lázaro, una vez resucitado, pudo informar de lo que pasó en él o de lo que vio en el otro mundo, es de suponer que tales fenómenos fuesen para él mismo imposibles de expresar o impedidos de declarar (comp. con 2Co 12:4). No nos dejemos llevar de la vana curiosidad, sino contentémonos con lo que está escrito: «El que había muerto, salió».

(b) Con la mayor perfección. Lázaro pudo salir del sepulcro con la misma fuerza, con las mismas energías, con que se levantaba de la cama por la mañana cuando se hallaba en la plenitud de su salud juvenil; no sólo volvió a la vida, sino a plena salud. No salió meramente a efectuar un breve relevo, sino a vivir como cualquier otra persona sana. Tan perfecta era la salud con que salió que se levantó de la tumba, «atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario» (v. Jua 11:44). Volvió a la vida y salió vestido con el mismo traje con que había sido sepultado, para mayor evidencia de que era la misma persona, sin truco alguno por parte de alguien que hubiera intentado suplantarle. A continuación, «Jesús les dijo: Desatadle y dejadle ir». Como si dijese: «Soltadle las ataduras que le impiden caminar, a fin de que pueda marcharse a casa con lo que lleva puesto». Los encargados de ejecutar esta orden de Jesús tuvieron la ocasión, no sólo de ver, sino de «palpar y ver que era el mismo» (comp. con Luc 24:39), al ser testigos de excepción del milagro. Por aquí vemos también cuán poca cosa nos llevamos cuando nos vamos de este mundo: sólo una mortaja y un ataúd; y aun eso nos lo dan, no lo tomamos nosotros. Como dice Pablo: «porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar» (1Ti 6:7). En el sepulcro, al menos, no necesitamos cambiar de ropa. Podemos imaginarnos que quienes vieron a Lázaro salir así del sepulcro, no sólo quedaron excesivamente sorprendidos, sino que se llevaron también un susto mayúsculo. Por eso, para familiarizarles con el milagro, Jesús les pone a trabajar: «Desatadle y dejadle ir».

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