Juan 11:45 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En esta porción vemos las reacciones que provocó entre la gente el milagro de la resurrección de Lázaro.

I. Algunos fueron inclinados a creer en Jesús: «Entonces muchos de los judíos que habían venido para acompañar a María, y vieron lo que hizo Jesús, creyeron en Él» (v. Jua 11:45). Muchas veces habían oído de sus milagros, pero no se habían convencido, ya que ponían en duda que fuesen una realidad, pero ahora les daban crédito al ver por sus propios ojos lo sucedido. Aunque, como hemos explicado en otros lugares, la frase no significa que todos ellos recibieran al Señor como su Salvador, no puede negarse que algunos se convertirían de veras. Estos judíos habían venido a casa de Lázaro para consolar a sus hermanas. Siempre que hacemos el bien a otros, nos ponemos en condiciones de recibir favores de parte de Dios.

II. Pero otros se obstinaron en su incredulidad, irritados por el milagro que habían presenciado.

1. Así les pasó a los que fueron a informar a los fariseos de lo sucedido: «Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho» (v. Jua 11:46). Con este desprecio de Jesús y de sus milagros, fueron a incrementar el odio y el furor de quienes no necesitaban de mayor espolique para proseguir en su empeño con más ahínco. Vemos aquí una incredulidad tanto más obstinada cuanto mayor era la evidencia de las pruebas a favor de Jesús. Vemos asimismo una enemistad inveterada. Si no se quedaban suficientemente satisfechos como para creer que Jesús fuese el Mesías podía esperarse al menos que se suavizaran y cesaran en su afán de perseguirle.

2. Los jueces del caso, los guías ciegos del pueblo, se exasperaron más aún con el informe que les fue dado. Así que: (A) «Entonces los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el Sanedrín» (v. Jua 11:47). Esta reunión fue convocada, no sólo para tomar acuerdos, sino también para exasperarse mutuamente en su enemistad y furia contra Jesús.

(B) Expusieron el caso y recalcaron las tremendas consecuencias que podían derivarse de él.

(a) El tema principal del debate era qué acción debía tomarse contra Jesús: «Y dijeron: ¿Qué hacemos? Porque este hombre hace muchas señales» (v. Jua 11:47). Reconocen la autenticidad de los milagros de Cristo, y que son muchos los que está llevando a cabo; así que son testigos contra sí mismos, ya que reconocen las credenciales del Mesías y, con todo, se niegan a aceptar la comisión que desempeña. Deliberan sobre lo que debe hacerse y se reprochan a sí mismos por no haber tomado antes las medidas pertinentes para impedir lo que estaba sucediendo. No se paran a reflexionar y ponderar las pruebas para ver si le han de recibir o no como Mesías, sino que dan por seguro que es un enemigo de la nación y como a tal hay que tratarlo: «¿Qué hacemos?» Como si dijesen: «¿Es que vamos a estar siempre hablando y discutiendo, sin tomar medidas más efectivas?»

(b) Lo que, según ellos, representaba el mayor peligro, si dejaban marchar las cosas como iban, era el prestigio que Jesús iba ganando entre el pueblo, con lo que las multitudes llegarían a ver en Jesús el Mesías prometido y alzarlo por rey (Jua 6:15), por lo que tendría que intervenir el poder romano, que no admitía otro rey que César, y la nación sería la que pagase las consecuencias: «Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos, y destruirán (lit. quitarán) nuestro lugar santo y nuestra nación» (v. Jua 11:48). Bajo pretexto de patriotismo, los líderes judíos se aprestan a tomar rápidas y graves medidas contra Jesús, a pesar de confesar ellos mismos que está llevando a cabo muchos milagros y de que no tiene pretensiones de gobernar sobre ellos como rey temporal y político. Véase de paso qué opinión tan alta tienen de sus propios poderes. Hablan como si el éxito o el fracaso futuros de Jesucristo dependiesen de las medidas que ellos tomen o de la aparente vista gorda que están haciendo ahora; no se percatan de que el que tiene poder para derrotar la muerte, tiene también poder para frustrar los designios de ellos (v. Jua 10:18). Analicemos en detalle las palabras de estos líderes religiosos de la nación:

Primero, se atreven a profetizar que si se deja en libertad a Jesús, «todos creerán en él». De esta forma exaltan, a pesar suyo el prestigio de Cristo hasta considerarle irresistible; y lo hacen únicamente para servir así a sus propios intereses, pues esta gente es la misma que anteriormente había presentado la predicación de Jesús como algo despreciable para toda persona experta en la ley: «¿Acaso ha creído en Él alguno de los gobernantes o de los fariseos?» (Jua 7:48). ¡Y ahora tienen miedo de que «todos creerán en Él»!

Segundo, se atreven igualmente a profetizar que, si todos creen en Él, «vendrán los romanos, y destruirán el templo y la nación». Aquí se ve la cobardía de estos hombres. Si hubiesen sido fieles a su Dios, no habrían tenido necesidad de temer a los romanos; pero se expresan ahora como gente que ha perdido todo ánimo. Cuando una persona pierde el temor de Dios, pierde también su valentía ante los hombres. Era completamente falso que hubiese peligro alguno de irritación por parte de los romanos a causa del progreso del Evangelio mediante la predicación de Cristo, pues Él mismo había enseñado que debía darse tributo a César y a no usar de violencia contra quien les maltratase. El propio gobernador romano durante el proceso de Jesús, tuvo que admitir que no hallaba en Él ningún delito (Jua 18:38). Los miedos imaginarios suelen ser como la irradiación al exterior de los malvados designios del corazón. Así es como, en todas las épocas, los enemigos de Cristo y del Evangelio han tratado de cubrir con capa de bien público, de común seguridad y hasta de unidad nacional la persecución del Evangelio, y presentar a los ministros de Dios y a los verdaderos profetas como sediciosos de la más temible calaña: «Estos que han revolucionado el mundo entero, también han venido acá» (Hch 17:6). La política de este mundo suele presentar sus razones de estado contra las normas de la justicia. Cuando se emplean tan falsas excusas para evitar calamidades públicas, se incurre en un pecado que atrae sobre las cabezas de los que lo cometen las desgracias más efectivas.

(C) Como los que debaten el asunto no parecen llegar a ningún acuerdo positivo, se levanta el presidente del Sanedrín, el propio sumo sacerdote, y pronuncia su veredicto, lleno de maldad contra Jesús, y de desprecio hacia todos los demás miembros del supremo Consejo de la nación.

(a) La perversidad de sus palabras se echa de ver al primer vistazo (vv. Jua 11:49-50). Al ser el sumo sacerdote, Caifás carga con la responsabilidad de pronunciar la decisión final: «Entonces Caifás uno de ellos, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que nos conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca». Es de notar en estas palabras:

Primero, que el que así hablaba era Caifás, quien era sumo sacerdote aquel año. Esto no significa que cada año hubiese relevo de sumo sacerdote, puesto que el cargo era vitalicio, aun cuando en aquella época, el poder romano quitaba y ponía a su arbitrio a quien le parecía y, por otra parte, el suegro de Caifás, Anás, era quien, en realidad llevaba las riendas del cargo. Lo que Juan se limita a decir es que, en aquel año, el sumo sacerdote era Caifás (comp. con Luc 3:1-2).

Segundo, que el núcleo y punto principal del discurso de Caifás es que, de alguna manera, había que hallar el modo de dar muerte a Jesús. Caifás no dice: «Hay que silenciarlo», sino: «Hay que matarlo».

Tercero, que, con esta drástica medida, Caifás pretendía mostrar su personal sagacidad, al mismo tiempo que la estupidez de sus colegas: «Vosotros no sabéis nada». Como si dijese: «Vosotros, los maestros de la ley y simples sacerdotes, no os dais cuenta del peligro que se cierne sobre la nación. Carecéis del carisma profético que yo solo poseo, por ser el sumo sacerdote». Así es como muchas veces, los que se hallan en el pináculo de la autoridad imponen sus normas corrompidas con base en el oficio elevado que detentan; y, puesto que se tienen a sí mismos como mejor enterados y más responsables que los demás, esperan que todo el mundo les de la razón y obedezca sin objeciones ni protestas lo que ellos tengan a bien dictaminar. Caifás da por sentado que el caso está claro y no admite discusión. La razón y la justicia son abatidas, con gran frecuencia por mano de los más altos jerarcas. «La verdad se tambaleó en la plaza» (Isa 59:14), donde se pronunciaban los discursos; y, cuando la verdad cae por el suelo, «la rectitud no puede entrar» (Isa 59:14). Cuando la verdad cae, abajo se queda; y cuando la justicia no puede entrar, fuera se queda. Caifás echa mano de una máxima política, que de buen grado firmaría Maquiavelo: El bien común siempre tiene precedencia sobre el bien de las personas particulares: «Nos conviene que un solo hombre muera por el pueblo». La preposición «por» significa, en el griego, «a favor de». Con lo que el sentido exacto de las palabras de Caifás es: «Es conveniente para nuestra nación que Jesús muera, ya que su muerte es un beneficio para todo el pueblo» (v. la misma preposición en Jua 10:11, Jua 10:15). El astuto maquiavelismo de Caifás se echa de ver en su a primera vista, aplastante lógica: «Si se deja en libertad a Jesús, la nación será destruida; pero, si se da muerte a Jesús, la nación se salvará de la ruina. Por consiguiente, es menester dar muerte a Jesús para que la nación se salve». De esta forma, Caifás da a entender que el mejor y más provechoso hijo de la nación judía debería pensar que su vida estaba bien empleada y bien perdida, si con su muerte se salvaba de la ruina el país. Pero el caso estaba muy mal puesto de esta manera. Lo que debería haber considerado es: «¿Es conveniente para la nación cargar sobre sí la responsabilidad de derramar sangre inocente con el pretexto de asegurar la tranquilidad pública y los intereses cívicos?» Pero una política carnal, mientras piensa salvarlo todo mediante el pecado, lo que hace, en fin de cuentas, es arruinarlo todo. Este es aquí el caso; por una tremenda ironía de la historia, sucedió precisamente todo lo contrario que el consejo de Caifás pretendía evitar, pues, al sentenciar a muerte a Jesús, los judíos pronunciaron la sentencia de destrucción sobre sus propias cabezas, ya que, durante aquella misma generación, vinieron los ejércitos romanos y destruyeron el lugar santo y la nación misma.

(b) El misterio que se hallaba encerrado en el consejo de Caifás, y del que él mismo no era consciente nadie lo vio de inmediato, pero el propio evangelista nos lo descubre: «Esto no lo dijo por sí mismo» (v. Jua 11:51). Es decir, Dios puso en las palabras de Caifás un sentido que él no pretendía (comp., en cierto grado, con 1Pe 1:10-12; 2Pe 1:20-21), de forma que Caifás pronunció una profecía de largo alcance, muy a pesar suyo, como lo había hecho Balaam de forma consciente en otro tiempo (v. Nm. caps. Núm 23:1-30 y Núm 24:1-25). Sin percatarse de ello, Caifás profetizó, por carisma especial que plugo a Dios concederle en aquel momento, por «ser el sumo sacerdote aquel año, que Jesús iba a morir por la nación» (v. Jua 11:51). El evangelista hace el más precioso comentario sobre el más pernicioso texto. La caridad nos exhorta a echar a buena parte, si no hay evidencia en contrario, lo que los hombres hacen y dicen; pero la piedad va más allá, pues nos enseña a sacar el mejor provecho de lo que digan y hagan los demás. Si los impíos son como la mano de Dios, instrumento para humillarnos y reformarnos, ¿por qué no han de ser como la boca de Dios para instruirnos y convencernos? No olvidemos que, así como los corazones de todos los hombres están en las manos de Dios, así también lo están sus bocas.

(D) El evangelista explica en detalle el sentido misterioso de las palabras de Caifás.

(a) Explica por qué habló así:

Primero, nos dice que «esto no lo dijo por sí mismo», de su propia iniciativa. Así como, al concitar los ánimos del Sanedrín contra Jesús, habló por sí mismo, al declarar los ocultos designios de Dios, no habló por sí mismo, sino como oráculo de Dios.

Segundo, nos dice que «profetizó». Y los que profetizaban no hablaban por sí mismos, sino llevados por el Espíritu (2Pe 1:21). Podríamos preguntar: «¿Qué le ha sucedido a Caifás? ¿Caifás también entre los profetas?» (comp. con 1Sa 10:11; 1Sa 19:24). ¡Pues, sí, sólo por una vez! Dios puede usar a hombres perversos como instrumentos para Sus designios, incluso contra las claras intenciones de tales instrumentos. Las palabras proféticas en boca de una persona no son evidencia infalible de la gracia de Dios en el corazón de tal persona. Las hipócritas apelaciones a ciertos carismas («Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre …?»; Mat 7:22) serán rechazadas como frívolas disculpas.

Tercero, nos dice que profetizó «por ser el sumo sacerdote aquel año». No quiere decir que el ser sumo sacerdote le cualificase, sin más, para profetizar, sino que, al ser el sumo sacerdote, plugo a Dios poner estas significativas palabras en su boca y no en la de cualquier otro miembro del Sanedrín, a fin de que tuviesen peculiar relieve y fuesen tomadas en mayor consideración.

Cuarto, nos dice que el tema de esta profecía era «que Jesús iba a morir por la nación». Caifás entendió por «nación» la de aquellos que estaban obstinados en su oposición a Cristo, pero Dios intentó significar por «pueblo» el conjunto de los que habían de recibir la doctrina de Cristo y habían de ser sus discípulos. Es algo tremendo lo que aquí se profetiza: Que Jesús iba a morir, a morir por otros, y no sólo a favor de otros, sino también en lugar de otros (v. 2Co 5:21). Si la nación judía entera hubiese creído unánimemente en Jesucristo y recibido su Evangelio, no sólo se habría salvado para vida eterna, sino que se habría salvado también de la inminente ruina temporal.

(b) Extiende el sentido misterioso de la profecía de Caifás más allá de los límites dentro de los que se incluía el propósito de su declaración: «Y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (v. Jua 11:52). Vemos:

Primero, las personas por las que murió Cristo: No sólo por las de la nación de Israel, «sino también por los hijos de Dios que estaban dispersos», es decir, por los no judíos, nacidos o por nacer (comp. con Jua 17:20), que habían de creer en el Evangelio a lo largo de los siglos siguientes, así como por judíos, a la sazón vivientes o por nacer. En realidad, la salvación por medio de Cristo alcanza a todo el que ha sido salvo desde Gén 3:15 y lo será hasta Apo 22:17; es decir, de punta a cabo de la historia de la Humanidad pecadora.

Segundo, el propósito e intención de su muerte: «Para congregar en uno a los hijos de Dios» (comp. con Jua 10:16). Por medio de la muerte de Cristo, tanto los judíos (los cercanos) como los gentiles (los lejanos) que hemos creído, y los que han de creer, en Jesús, tenemos acceso por un mismo Espíritu al Padre (v. Efe 2:17-19) ya que «Él (Cristo Jesús) es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación …» (Efe 2:14-16). Cristo, elevado en la Cruz, es como un enorme imán (Jua 12:32 comp. con Jua 6:44), que atrae hacia Sí todos los corazones (comp. con Jua 3:14-15); y, al atraer hacia Sí a todos los que creen se convierte en el gran centro de unidad: congrega a todos en uno; hace de todos una gran congregación; así que todos los verdaderos creyentes de todos los lugares y de todas las épocas tienen su punto de reunión en Cristo. Este es el verdadero ecumenismo.

(E) El resultado del debate del Sanedrín: «Así que, desde aquel día, acordaron matarle» (v. Jua 11:53). Ahora todos entendieron de qué se trataba y se pusieron de completo acuerdo en matar a Jesús. También los enemigos de Cristo se congregaron en uno (v. Hch 4:27-28) para quitarle la vida, así como los amigos de Cristo son congregados en uno para vivir de su muerte. Lo que anteriormente habían pensado por separado, ahora lo maquinaban conjuntamente para fortalecer mutuamente sus manos en esta obra criminal. Los impíos cobran ánimos unos de otros, mediante la unión de pareceres, a fin de llevar a cabo sus prácticas abominables (comp. con Rom 1:32). De este modo, muchos crímenes que, a primera vista, parecían imposibles de ser llevados a efecto son ejecutados con la mayor facilidad. Lo que por tanto tiempo deseaban, pero necesitaban una buena excusa para ello, resultaba ahora, no sólo excusable y justificable, sino conveniente y aun necesario.

(F) A consecuencia de la decisión tomada por el Sanedrín, Jesús se retiró de la zona de peligro: «Por tanto, Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se alejó de allí a la región contigua al desierto, a una ciudad llamada Efraín; y se quedó allí con sus discípulos» (v. Jua 11:54). Se retiró a un lugar tan escondido que se discute la precisa ubicación de dicha ciudad aunque es lo más probable que se trate de Ofrá (v. Jos 18:23), lindante casi con Samaria; probablemente también, coincide con la localización actual que lleva el nombre de El-Tayyibé, la cual, por estar situada cerca del desierto de Judá, habría facilitado la huida de Jesús fuera del territorio judío, en caso de ser perseguido por sus enemigos. Allá marcharon sus discípulos con Él. No se escondió Jesús por temor a sus enemigos o desconfianza en su propio poder divino, sino para mostrar su desagrado ante el rechazo de los judíos, quienes no se habían percatado del día de su visitación (v. Luc 19:42) y también para que la crueldad de sus enemigos resultase menos excusable ya que el furor de ellos debería haber amainado con la retirada de Jesús. El motivo principal, empero, era que no había llegado su hora todavía. Esta retirada provisional haría que su regreso a Jerusalén, para morir allí dentro de pocos días se convirtiese en una entrada triunfal, cuando llegase cabalgando sobre un asno entre las aclamaciones de júbilo de quienes le habían de dar la bienvenida.

(G) La meticulosa investigación acerca de su paradero, hecha durante su retiro (vv. Jua 11:55-57).

(a) La ocasión de tal investigación fue la proximidad de la Pascua, en la que se esperaba su asistencia según costumbre: «Y estaba cerca la pascua de los judíos» una fiesta que brillaba como estrella de primera magnitud en el calendario hebreo. Ahora que se aproximaba la gran fiesta «muchos subieron de aquella región, de todas las localidades del país, a Jerusalén antes de la pascua, para purificarse» (v. Jua 11:55). Eran purificaciones legales, a las que habían de someterse los que habían cometido alguna clase de infracción de la ley (v. Éxo 19:10-15; Núm 9:9-14; 2Cr 30:17-18; Jua 18:28), así como los que debían expiar por medio de sacrificios las contaminaciones legales.

(b) La investigación fue llevada a cabo meticulosamente: «Y buscaban a Jesús, y estando ellos en el templo, se preguntaban unos a otros: ¿Qué os parece? ¿No vendrá a la fiesta» (v. Jua 11:56). Hay quienes opinan que estas palabras fueron dichas por los que deseaban ver a Jesús en la fiesta, al menos por curiosidad. Jesús había faltado a la fiesta en otra ocasión (v. Jua 6:4.). Lo más probable es que quienes así se expresaban fuesen enemigos de Cristo, los cuales en lugar de subir a Jerusalén para purificarse de sus infracciones de la ley, subían con ánimo de prender a Jesús para darle muerte. Las frases comportan: (i) una insidiosa alusión, como si el no venir a la fiesta significase que el Señor tenía miedo de exponerse al peligro; (ii) una temerosa aprensión de que si no subía a la fiesta iban ellos a perder la oportunidad de echarle mano; como si dijesen: «¿No vendrá a la fiesta? Si es así, nos van a salir mal nuestros planes».

(c) Las órdenes cursadas para arrestarle: «Y los principales sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno supiese dónde estaba, lo denunciara, para que le prendiesen» (v. Jua 11:57). El gran Sanedrín publicó un decreto en el que encargaba y requería con toda solicitud, urgencia y estricta obligación que cualquier persona que conociese el paradero de Jesús, lo diese a conocer a las autoridades, a fin de que pudiesen arrestarle. Véase aquí, primero, cuán resueltos estaban a llevar adelante su malvado propósito; segundo cómo estaban determinados a involucrar a otros en la criminal operación que intentaban llevar a cabo. Una circunstancia agravante de los crímenes que cometen los gobernantes perversos es que, de ordinario, desean hacer de los subalternos instrumentos y cómplices de sus iniquidades.

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