Juan 1:37 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Tenemos a los dos discípulos que estaban con Juan, dejando a éste para seguir a Jesús. Uno de ellos alcanza enseguida a un tercero, y estos tres son los primeros frutos en el discipulado de Cristo.

I. Los dos discípulos que estaban con Juan, cuando éste dio testimonio de Jesús ante ellos eran Andrés y otro al que no se nombra (v. Jua 1:37). El hecho de que Juan el Evangelista calle el nombre del otro es una prueba muy fuerte de que se trata de él mismo. Los minuciosos detalles que aporta de todo el episodio nos confirman que el que habla es un testigo de primera mano. Veamos:

1. La prontitud con que siguieron a Jesús: «Al oírle hablar los dos discípulos, siguieron a Jesús». Nótese el contraste: OYEN a Juan, y SIGUEN a Jesús. ¡Qué buen testigo de Jesús era Juan! ¿No deberíamos ser así todos los predicadores, todos los pastores, todos los obreros del Señor? ¡Que nos oiga la gente hablar bien claro del Maestro, pero que sigan a Jesús, no a nosotros! Juan el Bautista se porta aquí, como en Jua 3:26-30, como el gran «amigo del esposo», el «padrino del novio», que se preocupa de presentar a Jesús una esposa virgen, pues ha tenido sumo cuidado en no robarle a Cristo la gloria de ser el único Salvador de la Iglesia. Todo buen ministro del Señor ha de ser como el Bautista: no como una línea horizontal que lleve al pecador a Cristo al pasar a través del ministro, por una falsa interpretación de Luc 10:16, sino formando un triángulo: Juan se coloca en un vértice y, desde allí, señala por un lado al pecador y apunta, por el otro, directamente a Jesucristo, de tal modo que se establezca una línea recta entre el pecador y el Salvador, mientras que el ministro, como el Bautista, desaparece por el foro tras la «misión cumplida» de llevar las almas a Jesús.

2. «Volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis?» (v. Jua 1:38). Jesús se dio cuenta enseguida de que le seguían y se volvió prestamente. Jesús ha escuchado el ruido de los pasos o les ha visto echar a andar tras Él, o simplemente lo conoce por medio de Su omnisciencia divina. Cristo toma nota inmediatamente de cualquier movimiento incipiente de un corazón hacia Él, y no espera a que estos discípulos le pregunten, sino que se adelanta a hablarles. Siempre que se establece la comunión entre Jesús y un alma, es Jesús quien toma la iniciativa y comienza el diálogo. Notemos que Jesús no les dice: ¿A quién buscáis?, sino: «¿Qué buscáis?» ¿Buscaban el perdón de los pecados mediante la obra del Cordero de Dios? ¿La salvación de puro regalo, entrada libre en el reino de los cielos? Pues allí estaba Él para darles lo que necesitaban. Todo ser humano busca algo en esta vida. Los creyentes tenemos el privilegio, por pura gracia de Dios, de saber lo que nos conviene buscar (v. Col 3:1-3). Cristo hace su pregunta con ternura, humildad y mansedumbre, enseñándonos cómo hemos de conducirnos al instruir a otros para que se lleguen a Cristo.

3. Ellos le contestan, y comienzan con un saludo respetuoso: «Rabí (que traducido es, Maestro)». Juan lo traduce para los lectores de lengua griega. Es un título que, en su raíz hebrea, indica grandeza. También en esto, los discípulos evolucionan en el tratamiento que dan a Jesús. Al principio le llaman «Maestro»; después, le dirán: «Señor» (comp. con Jua 6:68). Es curioso notar que después de la resurrección de Cristo, desaparece completamente el título «Rabí» aplicado a Jesús, porque es ya notoriamente «Señor y Cristo» (Hch 2:36). El verbo que Juan usa, en el paréntesis, para «traducido» no es el exegésato de Jua 1:18, donde se nos da la exacta interpretación que el Verbo hecho carne nos hace de Dios, sino methermeneuómenon, que indica un «cambio» («metá») inevitable al pasar de un lenguaje a otro, y una interpretación puramente humana: hermeneuómenon. Esta palabra se deriva de Hermes (Mercurio, para los latinos), el dios mitológico que servía de intérprete de los dioses (v. Hch 14:12, donde el original dice Hermen). Después del saludo, los discípulos le preguntan a Jesús: «¿Dónde te hospedas?» Con ello, insinúan que desean tener una conversación con Él, para aprender de Él con más detenimiento. Las palabras del Bautista habían despertado en ellos tremendo interés, y no se contentan con hacerle unas cuantas preguntas en la calle, sino recibir una enseñanza más completa en su domicilio, como todo discípulo que quiere aprender una asignatura con un buen profesor. Todos cuantos tienen comunión con el Señor desean aprender más y más de Él: sentarse continuamente a Sus pies, pues esto es lo único necesario y la mejor parte, que no nos será arrebatada.

4. «Les dijo (Jesús): Venid y ved» (v. Jua 1:39). A pesar de la suma importancia que el episodio tenía para el evangelista, el relato no puede ser más lacónico. Pero, dentro de su laconismo, es denso en contenido. Ellos le habían preguntado dónde moraba y Jesús contesta con algo más (comp. con Luc 23:42-43): les invita a pasar el día con Él. Jesús no tenía domicilio propio (v. Mat 8:20); por eso, lo propio era acompañarle al lugar en que se hospedaba aquel día. De paso, podemos advertir ya que la frase: «Ven y ve» o: «Venid y ved» es el mejor y más sencillo testimonio en favor de Jesús y del Evangelio. Jesús invita a ir a Él donde Él mora, y es preciso seguirle tan pronto como escuchamos su invitación. Aprovechar la oportunidad que pasa es muestra de gran sabiduría: «Ahora es el tiempo aceptable» (2Co 6:2).

5. Ellos obedecieron y le siguieron: «Fueron y vieron dónde se hospedaba, y se quedaron con Él aquel día; porque era como la hora décima». Buscaron y encontraron, según la promesa de Jesús (Luc 11:10 y paral.). También en este capítulo, el buscar del versículo Jua 1:38 tiene la recompensa del encontrar en los versículos Jua 1:41 y Jua 1:45. Ya hemos dicho que no cabe duda de que uno de los dos discípulos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús era el propio evangelista. Aquel día cambió su vida. Y la impresión que recibió de aquel primer encuentro salvífico con Jesucristo fue tan tremenda, que sesenta y tantos años más tarde recuerda perfectamente la hora del día en que se realizó el gran encuentro. ¿Qué hora del día representa, en realidad, esa «hora décima» que Juan señala? Era costumbre contar las horas del día y de la noche de tres en tres, según los tiempos de vela de los pastores y de los soldados. Así que prima correspondía a las seis de la mañana según nuestro modo de contar; tercia era las nueve; sexta, las doce del mediodía; nona, las tres de la tarde. Según este cómputo, los discípulos se habrían encontrado con Jesús a las cuatro de la tarde. Esta interpretación ofrece las siguientes dificultades: (A) Juan debería haber dicho «aquella tarde», en vez de «aquel día», puesto que, para los judíos, el día comenzaba a la puesta del sol (v. Gén 1:5. «tarde y mañana …»); (B) el tiempo que les quedaba para estar con Jesús aprendiendo todo lo necesario con miras al discipulado habría sido demasiado corto; (C) según el contexto, les quedó tiempo todavía para buscar a sus respectivos hermanos: el Evangelio habla explícitamente de Andrés que encuentra aquel día a su hermano Simón Pedro; puede suponerse que Juan hizo lo mismo con su hermano Jacobo o Santiago el Mayor. Por estas razones, Hendriksen opina, apoyado en muy buenos exegetas, que se trata de las diez de la mañana según nuestros relojes pues los romanos contaban también de esta forma, y esto era lo más corriente a fines del siglo primero de nuestra era, que es la fecha en que Juan está escribiendo, y precisamente para lectores de extracción gentil. Compárese con Jua 20:19 donde claramente se refiere al modo romano de contar el día. Siendo las diez de la mañana, se explica satisfactoriamente que les quedase tiempo abundante para escuchar las explicaciones del Maestro hasta el caer de la tarde, e ir después en busca de sus respectivos hermanos.

II. Andrés se dio prisa en comunicar las nuevas a su hermano Simón Pedro:

1. Veamos la información que Andrés dio a su hermano:

(A) «Éste (Andrés) halló primero a su hermano Simón» (v. Jua 1:41). Lo de hallarle implica que le buscó. Vemos, pues, que Andrés se convierte en el primer misionero de Cristo. No puede callarse el encuentro que ha tenido con el Mesías, y va a dar testimonio de ello, y comienza por su propia casa, como debe ser.

(B) Le dijo lo que habían encontrado: «Hemos hallado al Mesías». Habla con humildad; no dice: «He hallado», sino: «Hemos hallado», regocijándose de haber compartido con otro tan dichosa experiencia. Habla también con exultación: «Hemos hallado». Lo proclama gozoso. Podemos suponer el entusiasmo de Andrés y Juan al dar este testimonio: La suprema expectación de Israel había tenido, por fin, cumplimiento. Aquel hacia el que apuntaban todas las profecías de la salvación, de la liberación, de la redención del pueblo escogido, acababa de manifestarse (v. Gál 4:4). Es cierto que el conocimiento que del Mesías tenían estos buenos discípulos necesitaba aún purificación y profundización. Hasta que no descendiese el Espíritu Santo sobre ellos, muchas cosas les pasarían desapercibidas o no las entenderían correctamente, pero el gran hallazgo se había cumplido, y el eurékamen del texto griego tiene mucha más importancia que el famoso «eúreka» que pronunció Arquímedes, mientras se estaba bañando, al descubrir el principio de flotación de los sólidos. Arquímedes había ampliado sus conocimientos científicos, pero Andrés y Juan habían hallado al que constituía la única esperanza de Israel y al que, en Pro 8:29, aparece estableciendo los fundamentos de la tierra.

(C) «Y le trajo a Jesús» (v. Jua 1:42); le trajo a la fuente. Esto fue una prueba del amor que le tenía a su hermano. También nosotros deberíamos tener un interés especial en el bienestar espiritual de nuestros parientes más próximos, puesto que este parentesco nos ofrece no sólo una mayor obligación, sino también una mejor oportunidad, para hacer el bien a sus almas. La conversación de aquel día con Jesús hizo este efecto espontáneo en Andrés. Así mostró que había estado con Jesús (comp. con Hch 4:13), pues estaba tan lleno de Él. Sabía ya que en Cristo había suficiente para todos y, habiendo gustado la bondad del Señor (v. Sal 34:8; 1Pe 2:3), no paró hasta que sus más amados parientes la gustasen también. La gracia genuina odia el monopolio y no le agrada comer a solas sus manjares.

2. Las palabras de Jesús a Simón Pedro (v. Jua 1:42):

(A) Cristo lo llamó por su nombre, después de mirarle fijamente por unos momentos, como indica el verbo original: «Tú eres Simón, hijo de Juan (o Barjonás, que, probablemente, no significa «hijo de Jonás», sino algo parecido a «Zelote»).

(B) A continuación, Jesús impuso a Simón un nuevo nombre: «Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)». Este nuevo nombre era un privilegio para Pedro, pues con él apuntaba Jesús proféticamente al día aquel que, en Cesarea de Filipo, el impulsivo Apóstol, por revelación del Padre había de confesar a Jesús como «el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mat 16:16. V. el comentario a este lugar). De las seis veces que el Nuevo Testamento nombra a Pedro como «Cefas», cinco están en las Epístolas de Pablo; la última en Gál 2:9, cuando precisamente en el contexto posterior se narra el incidente de Antioquía en que Pablo tuvo que reprender severamente a esta «piedra» porque se tambaleaba, «no andaba rectamente», como dice el original. A la oración de Jesús (Luc 22:32) se debió el que la fe de Pedro no fallase del todo, cuando vino la prueba, y, con lo que aprendió en su dolorosa experiencia, quedó capacitado para fortalecer mejor a sus hermanos. La firmeza de su fe como la nuestra, no era una cualidad propia suya, sino una gracia especial del Señor.

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