Juan 16:7 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Tres cosas dice aquí Jesús acerca de la venida del Consolador:

I. Que la marcha de Cristo era absolutamente necesaria para el descenso del Espíritu Santo (v. Jua 16:7). Cristo vio que había motivos para asegurarlo con especial solemnidad: «Pero yo os digo la verdad».

1. «Os conviene (no sólo me conviene. V. Jua 14:28) que yo me vaya.» Nuestro Señor Jesucristo tiene en cuenta, sobre todo, lo que es conveniente para nosotros, y nos da el remedio que nosotros somos perezosos en tomar, porque sabe que es bueno para nuestra salud espiritual.

2. Era, pues, conveniente que se fuese, porque era con el fin de que viniera el Consolador. Por donde vemos que:

(A) La marcha de Cristo tenía por objeto la venida del Paráclito: «Si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros». El que da libremente, bien puede retraer un don antes de otorgar otro, aun cuando a nosotros nos gustaría retener ambos. El envío del Espíritu había de ser fruto de la transacción de Jesús, y esa transacción tenía que ser llevada a cabo mediante su muerte. Sería una respuesta a su intercesión allende el velo (Jua 14:16, comp. con Heb 10:20). Así que este don del Espíritu tenía que ser pagado y demandado por el Señor Jesús. Los discípulos tienen que verse privados de la presencia corporal del Señor antes de ser preparados debidamente para recibir las ayudas y los consuelos espirituales de una nueva dispensación: «Si me voy, os lo enviaré». Con ese objeto, en efecto, se marcha.

(B) La presencia del Espíritu de Cristo en la Iglesia es tanto más deseable que su presencia corporal, como que nos es realmente conveniente que Él se marche. Su presencia corporal estaba limitada a un solo lugar, no podía estar en dos lugares al mismo tiempo; mientras que, por medio de su Espíritu, puede ahora estar dondequiera estén dos o tres congregados en su nombre (Mat 18:20). La presencia corporal de Cristo puede atraer la atención de los ojos, pero el Espíritu Santo puede atraer el corazón de los hombres.

II. Que la venida del Espíritu Santo era absolutamente necesaria para llevar adelante la causa de Jesucristo en la tierra: «Y cuando Él venga, redargüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (v. Jua 16:8). En estas frases vemos (así como en los vv. Jua 16:9-11):

1. Con qué objeto es enviado el Espíritu Santo: Para redargüir. El Espíritu Santo, no sólo mediante la Palabra, sino también por medio de la conciencia, nos redarguye, nos deja convictos. Es éste un término legal, usado en los tribunales para dar a entender que el juez da por conclusa la evidencia de los hechos alegados y probados. En el presente contexto, nos da a entender que el Espíritu Santo silenciará completamente a los adversarios de Cristo y del Evangelio. Esto sólo es aplicable al caso en que el mensaje de salvación es propuesto de forma clara, completa y persuasiva. De ahí la tremenda responsabilidad de los pecadores, pues no pueden contentarse con una exposición superficial de lo que es el pecado, la fe, el arrepentimiento y la obra de la cruz. La tarea de persuadir los corazones de los oyentes es competencia exclusiva del Espíritu Santo; los hombres pueden presentar el caso y la causa, pero sólo el Señor puede abrir el corazón (v. Hch 16:14) por medio del Espíritu Santo. Al Espíritu Santo se le llama Consolador (v. Jua 16:7), pero en el versículo Jua 16:8 le vemos redarguyendo. Podría pensarse que ambas cosas son incompatibles, como si el Espíritu se limitara a aplicar un dulce consuelo; pero éste es el método que el Espíritu usa: al principio, convence; después, consuela; primero tiene que abrir la herida, para aplicar después la medicina.

2. Quiénes son los que deben ser redargüidos y convictos por obra del Espíritu Santo: «El mundo», es decir, los mundanos, los seguidores del sistema diabólico, anticristiano, de los que el Señor habla a lo largo de estos capítulos Jua 14:1-31, Jua 15:1-27, Jua 16:1-33 y Jua 17:1-26. El Espíritu Santo va a presentar ante el mundo las más evidentes pruebas del Evangelio. Con ellas proveerá lo suficiente para silenciar las objeciones y prejuicios que el mundo abriga contra el mensaje del Evangelio. A muchas personas dejará convictas y sin excusa; a otras, de todos los lugares, épocas, razas, etc., dejará convencidas y salvas. Aun cuando este mundo es perverso y yace bajo el poder del Maligno, el Espíritu va a obrar eficazmente en él, para salvación de almas, honor de Jesucristo y gloria de nuestro Padre Celestial. La convicción íntima de los pecadores es el mayor consuelo de los fieles ministros de Dios.

3. De qué va a convencer el Espíritu Santo al mundo: «de pecado, de justicia y de juicio» (v. Jua 16:8); lo cual se detalla en los tres versículos siguientes:

(A) «De pecado, por cuanto no creen en mí» (v. Jua 16:9). El Espíritu es enviado para convencer de pecado a los pecadores, no sólo a decirles que están en pecado; en la convicción hay mucho más que una mera noticia: hay un poder de persuasión que deja sin ninguna excusa a una persona. El Espíritu convence del hecho del pecado, de la culpabilidad del pecado, de la locura del pecado, de la mancha del pecado y, finalmente, del fruto del pecado, que es la muerte: «Porque la paga del pecado es muerte» (Rom 6:23), muerte eterna, opuesta a la vida eterna (Jua 3:15-16, comp. con Rom 6:23). Pero, especialmente, el Espíritu Santo redarguye del pecado de incredulidad, por cuanto éste es el pecado que atrae directamente sobre una persona la condenación eterna (v. Jua 3:17-21, Jua 3:36; Jua 5:24, Jua 5:40; Jua 6:53; Jua 8:21, Jua 8:24; Jua 9:41; Jua 11:25-26; Jua 12:47-48; Jua 15:22; 1Jn 3:14; 1Jn 5:9-12). Por eso, el Espíritu Santo convence especialmente del pecado de incredulidad, porque este pecado es:

(a) El gran pecado reinante. Había, y hay, un mundo de personas que no creen en Jesucristo y que, además, han perdido la sensibilidad de conciencia con respecto a ese pecado. No hay transgresores tan perdidos como aquellos que, cuando Dios nos habla por medio de su Hijo (Heb 1:1-2), desechan al que habla (Heb 12:25).

(b) El gran pecado arruinante. Todo pecado tiende a arruinar al pecador, pero la incredulidad acarrea una ruina total y definitiva, porque es un pecado que va directamente contra el remedio que nos salva de dicha ruina.

(c) El gran pecado originante. La incredulidad está en el fondo de cualquier otro pecado, pues en todo pecado hay una falta de fe en el carácter santo de Dios, en la fidelidad de Dios a su Palabra y en su poder omnímodo para llevarla a cabo. Notemos que, en la base misma de la primera desobediencia humana, hubo un pecado de incredulidad y desconfianza en Dios (v. Gén 3:16). El Espíritu Santo convencerá, pues, al mundo de que la razón última por la que el pecado reina entre los mundanos es porque se niegan a creer en la obra del Señor Jesucristo.

(B) «De justicia, por cuanto me voy al Padre y no me veréis más» (v. Jua 16:10). Esto sólo puede entenderse de la justicia personal del Señor Jesucristo. El mundo bien representado ahora en los judíos enemigos de Cristo, juzgaban justo y debido el que Cristo muriera (Jua 19:7: «Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley DEBE MORIR»). Pero lo contrario era precisamente la verdad. Jesús era por completo justo (v. Mat 27:19, Mat 27:24; Luc 23:47; Hch 3:14; Hch 7:52; Hch 22:14; 1Jn 2:1) y, por tanto, no merecía morir. El Espíritu Santo había de convencer al mundo de la justicia de Cristo, había de vindicarle (éste es el sentido de la frase «justificado en el Espíritu», de 1Ti 3:16). ¿Qué argumento había de emplear el Espíritu Santo para convencer al mundo de la sinceridad y justicia de Jesucristo? La resurrección de Cristo y su ascensión a los cielos. Aunque iba a ser rechazado por el mundo, sería bien recibido arriba por el Padre. Mediante su acogida en el trono del cielo, Jesús iba a recibir del Padre el espaldarazo de caballero de la buena causa, de la victoria contra el diablo, el mundo el pecado y la muerte. La venida del Espíritu Santo sería la señal manifiesta de que el Señor Jesucristo «había sido exaltado por la diestra de Dios» (Hch 2:33). Ésta sería la evidencia más contundente de la justicia de Cristo. Ahora que estamos seguros de que Jesucristo está sentado a la diestra del Padre, estamos también seguros de que «asimismo nos hizo sentar (Dios) en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Efe 2:6), puesto que, al ser Él nuestro sustituto en el Calvario, nosotros fuimos hechos justicia de Dios en Él (v. 2Co 5:21).

(C) «Y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado» (v. Jua 16:11, comp. con Jua 12:31). Al inducir a los judíos a condenar a muerte a Cristo, el diablo, el príncipe de este mundo, «el cual engaña al mundo entero» (Apo 12:9, comp. con Apo 20:8, Apo 20:10), se juzgó y se condenó a sí mismo como mentiroso y homicida (v. Jua 8:44), es decir, como el gran Engañador y el gran Destructor, con el nombre que Apo 9:11, le aplica tanto en hebreo como en griego para advertir y precaver al judío y al griego. Por la obra de Cristo en la cruz, el diablo fue desposeído de sus mal adquiridos derechos legales sobre las naciones de este mundo y sobre las almas de los seres humanos. Ahora, sólo el que así lo desea voluntariamente queda sometido al imperio de Satanás, que es el reino del pecado y de la muerte (v. Rom 6:6-14). En cada alma que pasa de muerte a vida (Jua 5:24), de las tinieblas a la luz admirable del reino de Dios (v. 1Pe 2:9, comp. con Col 1:13), Jesucristo obtiene una nueva victoria contra Satanás (v. Mat 12:29; Luc 11:21-22; Efe 4:8). Con ese juicio y condenación del príncipe de este mundo se muestra que Cristo es más fuerte que el diablo (comp. con 1Jn 4:4). El juicio del mundo y de su príncipe mostrará que la venida de Cristo a este mundo tuvo por objeto poner en orden lo que el diablo había desordenado; «para, por medio de la muerte, anular el poder al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2:14). Y todo marchará completamente bien cuando haya sido totalmente quebrantado el poder de quien tantos males atrajo sobre este mundo. Y, si de forma tan rotunda es vencido Satanás por Jesús, podemos estar seguros de que ningún otro poder podrá oponerse al poder del Señor.

III. Que la venida del Espíritu Santo será sumamente beneficiosa para los discípulos mismos. El Espíritu tiene una tarea que llevar a cabo, no sólo en los enemigos de Cristo, sino también, y especialmente, en sus siervos y ministros; por consiguiente, les conviene que Él se vaya. En efecto:

1. Ahora ellos son incapaces de aprender las lecciones que corresponden, por decirlo así, al curso superior del cristianismo: «Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar». Era todavía demasiado «pesado» para los hombros de ellos (es el mismo verbo de Jua 10:31) lo que el Espíritu Santo les había de enseñar después que el Señor fuese glorificado. En las palabras de Jesús podemos notar la ternura por la que se hacía cargo de las actuales debilidades de ellos. ¡Qué buen maestro es Jesús! Nadie se le puede comparar en abundancia de enseñanzas, pues en Él «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2:3). Y nadie como Él en compasión, pues querría haberles enseñado más cosas «acerca del reino de Dios» (Hch 1:3), pero ellos no eran todavía capaces de entenderlas y, por tanto, les habría confundido y hecho tropezar, más bien que darles útiles conocimientos y satisfacción interior.

2. Pero les asegura que pronto contarán con la suficiente ayuda y asistencia: «Pero cuando venga el Espíritu de la verdad … todo irá bien» (vv. Jua 16:13-15). En efecto, Él guiará a los Apóstoles y glorificará a Jesucristo.

(A) Guiará a los Apóstoles, a fin de que no yerren en el camino de la verdad: «Él os guiará a toda la verdad» (v. Jua 16:13), como un experto piloto sabe llevar a buen puerto su navío. El verbo griego da a entender que irá todo el tiempo abriéndoles camino y guiándoles por él. Ser guiado a la verdad es algo más que conocer la verdad, pues indica la presencia de un guía interior con el que se tiene confianza plena y comunión personal íntima; también indica un descubrimiento gradual, progresivo, de la verdad que brilla más y más intensamente a nuestros ojos (comp. con 2Co 3:18). Pero, ¿cómo hace «a toda la verdad»? ¿Acaso nos enseñará también historia, matemáticas, geografía, etc.? No, sino que se refiere a toda verdad que dice referencia a la misión que le ha sido encomendada; a todo lo que nos es necesario y conveniente conocer para la salud eterna de nuestra alma. El Espíritu Santo iba a enseñar a los Apóstoles y a los escritores sagrados las verdades que ellos debían enseñar a otros. El Espíritu Santo no les iba a guiar a otra cosa que la verdad. Efectivamente:

(a) «El Espíritu … os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo cuanto oiga», ni más ni menos que eso. Notemos la semejanza con Jua 5:19, donde Jesús dice de sí mismo: «No puede el Hijo hacer nada por su cuenta (lit. de sí mismo; exactamente igual que aquí en Jua 16:13), sino lo que ve hacer al Padre». La diferencia (v. el comentario a 5:19) está en que del Hijo se dice que «ve», porque el Verbo procede del Padre por la vía del intelecto, al que compete «ver» mentalmente, mientras que el Espíritu santo procede por la vía del amor, que se aviene mejor con el «oír» (comp. con Jua 20:16; Rom 10:9-10, Rom 10:17). El testimonio del Espíritu Santo (v. Apo 19:10) tanto en la Escritura misma como en la predicación de los Apóstoles es el cimiento donde descansa nuestra fe. El testimonio del Espíritu siempre concuerda con la Palabra de Dios, porque no habla de sí mismo, sino en perfecta concordancia y de común acuerdo con el Padre y el Hijo, con quienes le une la única naturaleza divina en que los tres subsisten (v. Mat 28:19, «en el nombre …», no «en los nombres»). Por consiguiente, el Espíritu ilumina y da calor únicamente a lo que es Palabra de Dios, y lo que no es Palabra de Dios tampoco puede pertenecer al campo de la verdad a la que el Espíritu guía; por lo cual, y esto es de extrema importancia, todo cuanto se pretenda decir o hacer bajo el pretexto de que lo ha comunicado el Espíritu Santo, pero no esté de acuerdo con la Palabra de Dios, ha de ser juzgado como una impía falsificación. Entre los hombres, cabe desacuerdo entre sus palabras y su espíritu, puesto que nuestro corazón es engañoso más que todas las cosas, y perverso (Jer 17:9), pero la eterna Palabra de Dios y el Espíritu eterno (Jua 1:1; Heb 9:14) nunca pueden estar en desacuerdo.

(b) «El Espíritu … os anunciará (lit.) las cosas que habrán de venir.» El Espíritu era en los Apóstoles un Espíritu de profecía. Esto era una satisfacción para la mente de ellos, y de gran utilidad para su conducta. No debemos tener envidia de ellos ni resentirnos de que el Espíritu no nos muestra en esta vida las cosas que habrán de venir; bástenos saber que el Espíritu nos muestra en la Escritura las cosas que habrán de venir en la otra vida, pues esto es lo que más interesa.

(B) Glorificará a Jesucristo (vv. Jua 16:14-15). El envío mismo del Espíritu Santo fue ya una glorificación de Cristo, pues fue un gran honor para el Redentor el que el Espíritu fuese enviado en su nombre y para aplicar y llevar a ejecución en las personas lo que Jesús había realizado y obtenido en la cruz del Calvario. Todos los dones y gracias del Espíritu Santo, todos los mensajes orales y escritos de los Apóstoles, las lenguas, los milagros, etc., tenían por objeto glorificar a Jesucristo. El Espíritu glorificaba a Cristo al guiar a sus seguidores en todo «conforme a la verdad que está en Jesús» (Efe 4:21). ¿De qué forma? Lo dice el Señor a continuación:

(a) «Él me glorificará; porque tomará de lo mío y os lo hará saber» (v. Jua 16:14). El Espíritu hace que las verdades y las virtudes de Cristo sean proclamadas e imitadas, a fin de que resplandezcan más y más vivamente el poder, la sabiduría, el amor, la humildad, la ternura, la prudencia, la paciencia, la santidad sin tacha, de Jesucristo. Todo lo que el Espíritu nos enseña lo saca del tesoro de verdades y gracias de Jesús, de los tesoros de sabiduría y de conocimiento del Verbo Encarnado (v. Col 2:2-3). Con ello se indica, en fin de cuentas, que el Espíritu Santo procede del Hijo, pues no podría tomar de Él la sabiduría si no tuviera común con Él la naturaleza en la que la sabiduría está como perfección divina. El Espíritu Santo no vino a fundar un nuevo reino ni a fundar una nueva empresa por su propia cuenta, sino a confirmar y establecer lo que Jesús había erigido.

(b) «Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío y os lo hará saber» (v. Jua 16:15). Ni el Hijo podía hacer, sino lo que veía al Padre (Jua 5:19), ni el Espíritu podía decir, sino lo que oía al Padre y al Hijo (Jua 16:13). Pero el Padre había puesto todas las cosas en las manos del Hijo (Jua 3:35; Jua 13:3); por lo que, al tomar del Hijo, el Espíritu Santo tomaba necesariamente también del Padre; y con toda razón, pues ambos son uno en esencia y perfecciones (Jua 10:30). La gracia y la verdad, equivalentes al binomio frecuente en el Antiguo Testamento de misericordia y verdad, o misericordia y fidelidad, vinieron por medio de Jesucristo (Jua 1:17); estaban en el Padre y fueron puestas en manos del Hijo. Ahora, el Espíritu de la verdad (Jua 15:26; Jua 16:13), que es también el Espíritu de gracia (Heb 10:29), aplica la gracia y la verdad del Padre y del Hijo a todos cuantos recibieron, reciben y recibirán al Salvador (Jua 1:12-13). Con razón deducen los teólogos de este versículo que el Espíritu Santo procede conjuntamente del Padre y del Hijo como de un único principio, puesto que si el Espíritu procede del Padre (Jua 15:26), y todo lo que tiene el Padre es también del Hijo, excepto, por supuesto, el ser Padre (ya que en eso se distinguen), es obvio que el Espíritu ha de proceder también del Hijo, ya que en esta relación hacia el Espíritu Santo no se distinguen el Padre y el Hijo, sino que la tienen en común.

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