Juan 18:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Juan 18:1 | Comentario Bíblico Online

Había llegado ya la hora en que el Capitán de nuestra salvación, que había de ser perfeccionado mediante padecimientos (Heb 2:10; Heb 5:8-9), entrase en liza con el enemigo de nuestras almas. «Vayamos, pues, ahora, y veamos esta gran visión» (Éxo 3:3).

I. Nuestro Señor Jesucristo, como valiente campeón, se adelanta al terreno de acción: «Habiendo dicho estas cosas, sin perder tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia el otro lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto» (v. Jua 18:1). Vemos, pues, que:

1. El Señor Jesús entró en el campo de sus padecimientos después que dijo estas cosas. Cristo había dicho todo lo que tenía que decir como profeta, y ahora se dispone a desempeñar su oficio de sacerdote, para poner su vida en expiación por el pecado (Isa 53:10); y, después de pasar por esto, entro a desempeñar su oficio como rey (Heb 10:12). Una vez que, con su discurso en el Aposento Alto preparó a sus discípulos para esta hora de prueba, y, mediante su oración sacerdotal, se preparó a sí mismo para ella; con todo denuedo salió al encuentro de su «hora». Sólo después de vestirse la armadura entró en la lid, y no antes. Cristo no quiere enredar a los suyos en ningún conflicto sin antes hacer por ellos lo que es necesario para prepararlos como es menester. De este modo, podemos aventurarnos, con firme decisión a arrostrar las mayores dificultades cuando nos lo exija el deber.

2. Salió con sus discípulos. Quería hacerlo según acostumbraba, sin cambiar de método, para salir al encuentro de su cruz cuando la hora era llegada. Cuando estaba en Jerusalén, tenía costumbre de retirarse por la noche al monte de los Olivos, y no iba a romper con esta costumbre por tener a la vista sus padecimientos inminentes. Estaba tan poco deseoso como sus enemigos de que hubiese un tumulto en el pueblo (Mat 26:5; Mar 14:2). Si hubiese sido arrestado en la ciudad y se hubiese formado un alboroto, se habrían producido serios enfrentamientos y habría corrido la sangre en abundancia; por eso, se retiró al monte. Cuando nos hallemos en algún aprieto, deberíamos procurar que ninguna otra persona quedase involucrada en ello, pues no es ninguna vergüenza para los discípulos de Cristo caer mansamente. Los que desean recibir honores de los hombres suelen estar dispuestos a pagar su vida tan cara como les es posible, pero los que saben que su sangre es preciosa para Cristo no necesitan adoptar tan costosas resoluciones. Con esto, quería también darnos ejemplo para retirarnos a tiempo del mundo. Si queremos cargar alegremente con nuestra cruz debemos dejar a un lado, o detrás de nosotros las multitudes, los cuidados y los consuelos de las ciudades, incluso de las ciudades sagradas.

3. Se fue hacia el otro lado del torrente de Cedrón ya que tenía que pasar por él para dirigirse al monte de los Olivos, pero la referencia de este detalle por parte del evangelista nos hace pensar que hay algún sentido oculto en ello. Es de notar que Cedrón significa, con toda probabilidad, oscuro o turbio, y se le llamaba así, ya fuese por la oscuridad del valle bajo el que corría el torrente, ya fuese por el color de las aguas, teñidas de oscuro por las suciedades de la ciudad. Los piadosos reyes de Judá habían hecho uso del torrente Cedrón para quemar y destruir allí los ídolos que encontraban. Las cosas abominables eran arrojadas a este torrente. Y en dicho torrente podemos decir que comenzó la pasión de Jesús.

4. Pasado el torrente, entró en un huerto. Esta circunstancia de que los sufrimientos de Cristo comenzaron en un huerto es referida exclusivamente por este evangelista. El pecado comenzó en el huerto del Edén (Gén 3:1-24); allí fue prometido el Redentor (Gén 3:15). Cristo comenzó a sufrir en un huerto y fue sepultado también en un huerto. Así que, cuando paseemos por nuestros huertos o jardines, aprovechemos la ocasión para meditar en los sufrimientos de Jesucristo en un huerto, a los cuales debemos todo el deleite que podemos disfrutar en nuestros huertos y jardines. Por otra parte, cuando nos hallemos contentos con nuestras posesiones y deleites no perdamos de vista la segura expectación de aprietos y problemas, pues nuestros jardines deleitosos están situados en un valle de lágrimas.

5. Jesús entró en el huerto con sus discípulos. Ellos debían ser testigos de sus padecimientos y de su paciencia en medio de tales padecimientos a fin de que estuviesen mejor preparados para predicar acerca de ellos, con toda seguridad y entusiasmo, a todo el mundo, y también para estar ellos mismos dispuestos a padecer por la causa del Evangelio. Quería también meterlos consigo en el peligro para mostrarles que eran débiles por sí mismos. Muchas veces Jesús pone en dificultades a los suyos, para que brille mejor la gloria de Él al librarlos del mal.

6. «Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar» (v. Jua 18:2). Un huerto solitario es un lugar apropiado para la meditación y la oración, pues nos ayuda a concentrarnos, a implorar fuerzas para hacer efectivos nuestros propósitos y remachar así el clavo de nuestras resoluciones. Se hace aquí mención de que Judas conocía el lugar: (A) Para agravar el pecado de Judas en traicionar a su Maestro, al hacer uso de la familiaridad que tenía con Jesús y con la costumbre que éste tenía de salir a orar en aquel lugar precisamente para aprovechar esta circunstancia en orden a llevar a cabo su traición con mayor seguridad; un alma noble habría rechazado desdeñosamente rebajarse a tal villanía. (B) Para engrandecer el amor del Señor, quien, a pesar de saber dónde podía encontrarle sin dificultad el traidor, allá se fue para ser hallado por él. De esta manera, se mostró decidido a sufrir y morir por nosotros. Era ya tarde (podemos suponer que eran las ocho o las nueve de la noche) cuando Cristo entró en el huerto. Cuando otros se iban a dormir Él se iba a orar y a sufrir.

II. Una vez que el autor o capitán de nuestra salvación entró en el campo de batalla, el enemigo no tardó en atacarle (v. Jua 18:3): Judas, con los que le acompañaban, se acercó a Él. El evangelista Juan, como ya dijimos, pasa por alto la agonía de Jesús en el huerto, no sólo porque esto había sido ya narrado en detalle por los otros tres evangelistas, sino también porque el cuarto evangelio es un evangelio de gloria (Jua 3:14; Jua 8:28; Jua 12:32). Vemos:

1. Las personas que intervienen en el arresto de Jesús: «Una compañía de soldados y alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos y, al frente de ellos, Judas».

(A) Aquí tenemos, pues, una multitud coligada contra Cristo; toda una compañía de soldados y alguaciles. Los enemigos de Jesús eran muchos, mientras que sus amigos eran pocos.

(B) Aquí tenemos una multitud abigarrada, heterogénea. La compañía de soldados (no mencionada por los otros evangelistas) habría sido obtenida con permiso del gobernador, pues eran soldados romanos. Con ellos iban los alguaciles o guardias de los atrios de los principales sacerdotes y de los fariseos; guardias, por lo tanto, judíos. Los soldados romanos y los guardias del templo eran enemigos entre sí; sin embargo, en esta ocasión estaban unidos contra Jesús (comp. con Hch 4:27).

(C) Esta multitud había recibido órdenes de los principales sacerdotes y es muy probable que tuviesen todas las garantías legales para arrestar al Señor, puesto que temían al pueblo. Por aquí se ve qué clase de enemigos ha tenido siempre Cristo y su Evangelio, y sigue teniéndolos, numerosos y poderosos: poderes eclesiásticos y civiles, combinados entre sí para hacer la guerra y la persecución a los seguidores genuinos de Jesucristo.

(D) Todos ellos iban dirigidos por Judas. Él los había tomado, creyéndose más honrado en marchar a la cabeza de esta numerosa turba violenta que a la retaguardia de los despreciables Apóstoles.

2. La preparación que hicieron para el arresto del Señor: Vinieron «con linternas y antorchas, y con armas». En caso de que Cristo se escondiese, y aunque tenían la luz de la luna llena, no les vendrían mal las linternas y las antorchas. Pero era una gran necedad usar una linterna para buscar el Sol de justicia. También pensaban hacer uso de las armas en caso de que se resistiera. Comoquiera que les había batido numerosas veces con las armas espirituales que son las apropiadas para nuestra milicia, ahora echan mano de las armas materiales: «espadas y palos» (Mat 26:47; Mar 14:43).

III. Nuestro Señor Jesucristo resistió gloriosamente el primer ataque del enemigo (vv. Jua 18:4-6).

1. Cómo les recibió:

(A) Con una pregunta por demás suave: «Sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis?» (v. Jua 18:4). Vemos aquí la presciencia que Jesús tenía de sus sufrimientos, a pesar de lo cual salió intrépido al encuentro de ellos. Nosotros no debemos desear conocer de antemano lo que nos espera, pues sólo serviría para aumentarnos el dolor. «Le basta a cada día su propio mal» (Mat 6:34); sin embargo, nos hará mucho bien esperar sufrimientos en general. Por eso, es necesario sentarse para calcular el costo (v. Luc 14:28, Luc 14:31). También vemos que Cristo se adelantó a sufrir, mientras que, cuando el pueblo quiso forzarlo a que fuese rey, se retiró al monte Él solo (Jua 6:15); ahora que venían a forzarlo para ir, no a la corona regia, sino a la cruz y a la corona de espinas, Él mismo se ofrecía a ir con ellos, puesto que había venido a este mundo a sufrir y se marchaba al otro mundo para reinar desde allí, hasta que llegue, según piensan muchos autores, la dispensación del reino mesiánico en este mundo. Esta prontitud del Señor a sufrir no es garantía para que nosotros nos expongamos innecesariamente a los peligros, pero puede llegar el momento en que seamos llamados a sufrir cuando no tenemos medios de evitarlo sin pecado.

(B) Con una respuesta también suave, cuando ellos le dijeron a quién buscaban (v. Jua 18:5). Ellos dijeron: «A Jesús nazareno». Y Él les dijo entonces: «Yo soy». Es muy probable que, al menos, los guardias del templo le hubieran visto con frecuencia. Judas le conocía bien, y el evangelista vuelve a enfatizar la presencia del traidor cuando Jesús dio su respuesta (v. Jua 18:5), sin embargo ninguno de ellos se atrevió a decir: «Tú eres el hombre a quien buscamos». Dicen que buscan a Jesús nazareno, título despectivo que le dan, al tratar de oscurecer la evidencia de que era el Mesías. Por aquí se echa de ver que no conocían su lugar de origen. Con todo, Él les responde: «Yo soy». Aun cuando ellos le habían llamado «Jesús nazareno», Él responde al nombre, y desprecia el oprobio (comp. con Heb 12:2). Podía haber dicho: «No lo soy», puesto que era «Jesús de Belén». Con ello nos enseñaba a reconocerle y confesarle, por mucho que ello nos cueste, así como a no avergonzarnos de Él ni de sus palabras. Como ya hemos dicho, Juan hace notar que Judas estaba también con ellos. El que solía estar con los seguidores de Cristo, estaba ahora con los perseguidores de Cristo. Con ello se nos muestra la gran desvergüenza de Judas, pues podemos preguntarnos de dónde sacó el atrevimiento con que ahora se encaró con el Maestro sin avergonzarse. También se nos muestra con ello que a Judas se dirigía en particular el poder con que salió de labios de Cristo la frase «Yo soy», con la que los enemigos de Cristo fueron derribados en tierra.

2. Cómo les aterrorizó y les obligó a retroceder: «Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron en tierra» (v. Jua 18:6). Hay autores que opinan que, al oír de labios de Jesús: «Yo soy», los esbirros pensaron que Jesús pronunciaba el nombre sagrado, y retrocedieron para postrarse en adoración. Esto no puede ser más absurdo. Muchas veces había pronunciado Jesús esta frase, con la que en el Antiguo Testamento, se designaba Jehová a sí mismo (v. p. ej., Deu 32:39; Isa 41:4; Isa 48:12), sin que los oyentes adoptaran esa actitud (p. ej., en Jua 8:24). Es cierto que, en Jua 8:58, tomaron piedras para apedrearle por supuesta blasfemia, pero no fue por la frase misma, sino por contraste con Abraham. Además, ¿qué significaba para los soldados romanos dicha frase? La única opinión sostenible es que Jesús, para mostrar una vez más que nadie le quitaba la vida, sino que Él la ponía de sí mismo (Jua 10:18), quiso dar una prueba de su poder majestuoso antes de entregarse en manos de sus enemigos. La serenidad, la calma y la majestad con que pronunció esas palabras obligaron a sus enemigos a retroceder y caer en tierra; lo cual, por otra parte, fue una circunstancia agravante de la forma en que trataron a continuación al Señor Jesús, pues aquel milagro debería haberles convencido del poder y de la autoridad de Jesús como propiedades del Mesías. La misma palabra que solía confortar a los discípulos y quitarles el miedo, sirvió para aterrorizar a los enemigos y derribarlos en tierra. Por otra parte, no es necesario suponer que toda la turba aquella fue derribada en tierra; basta con que lo fueran los de las primeras filas, que fueron quienes hicieron la pregunta al Señor. Podemos ampliar esta consideración percatándonos de que aquí mostró el Señor Jesús:

(A) Lo que podía haber hecho con sus enemigos. Lo mismo que les hizo retroceder, podía haberles hecho caer muertos, pero no lo hizo. Una vez que se entregaba voluntariamente a la muerte nos dejó un ejemplo admirable de paciencia y de compasión hacia sus enemigos. Al derribarlos en tierra y no hacerles mayor daño, les invitaba al arrepentimiento y les daba tiempo para arrepentirse.

(B) Lo que hará en el último día con sus implacables enemigos que no se arrepentirán, ni siquiera después de la manifestación de «la ira del Cordero» (v. Apo 6:15-17; Apo 9:20-21; Apo 11:13, «dieron gloria al Dios del Cielo» no significa que se arrepintieran, sino que no tuvieron más remedio que reconocer la justicia de Dios). Dice Agustín de Hipona: «¿Qué hará cuando venga a juzgar el que hizo esto cuando iba a ser juzgado? ¿Cuál será su poder cuando venga a reinar, si tal poder desplegó cuando estaba a punto de morir?»

IV. Después de dar a sus enemigos una prueba de su poder para derribarlos en tierra, da ahora una prueba de su poder para preservar a sus amigos (vv. Jua 18:7-9).

1. Continuó exponiéndose a la furia de sus enemigos (v. Jua 18:7). Al estar éstos derribados en tierra, podría pensarse que Jesús hubiese escapado de sus manos, y al levantarse ellos, podría pensarse que fuesen ellos los que, después de tal demostración milagrosa del poder de Jesús, hubiesen desistido de su intento de arrestarle. Pero no fue así, sino que, así como Jesús se mostró tan paciente y manso como antes, así también ellos se mostraron tan dispuestos como antes a prenderle. No podían imaginarse qué es lo que les había pasado para caer así en tierra, pero seguramente lo achacaron a cualquier otra circunstancia que no fuese el poder de Jesús. Quizá pensarían que habían chocado unos con otros, debido a la sorpresa que les causó la calma con que Jesús había respondido a la pregunta de ellos (¡hay exegetas evangélicos que ofrecen esta interpretación, para quitar así carácter milagroso al hecho!) Lo cierto es que hay corazones tan endurecidos en el pecado que no hay nada que les pueda ablandar y llevar al arrepentimiento. Recuérdese el caso de Faraón. Por su parte, el Señor se muestra dispuesto a ser arrestado y no hace nada por escapar. Después que sus enemigos cayeron por tierra, les hizo la misma pregunta: «¿A quién buscáis?» (v. Jua 18:7). Ellos dieron la misma respuesta de antes: «A Jesús nazareno». Era el nombre y la consigna que habían recibido de sus superiores y lo repetían casi mecánicamente; pero, al repetirlo sin dar ninguna muestra de arrepentimiento, demostraban una obstinación difícil de explicar. ¿Y qué decir de Judas? ¡Qué endurecimiento tan terrible el suyo!

2. Después de exponerse voluntariamente a la furia de sus enemigos, Jesús mostró su poder de nuevo, al demandar y conseguir la protección para sus discípulos: «Respondió Jesús: Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos» (v. Jua 18:8). Estas palabras de Jesús agravaron el pecado de los discípulos al abandonarle y, en especial, el de Pedro al negarle reiteradamente. Sin embargo, no se puede perder de vista que el Señor, al conocer la debilidad de los discípulos, quería ahorrarles una prueba que les habría resultado demasiado dura si ellos hubiesen sido arrestados también con Él. Al decir, pues, «dejad ir a éstos», Jesús quería:

(A) Manifestar el tierno interés que sentía por sus discípulos. Al exponerse Él al furor de sus enemigos, les excusa a ellos, porque no los considera preparados todavía para sufrir. Meterlos ahora en una prueba tan dura habría sido con detrimento para la salud de sus almas. Además, ellos tenían que cumplir con la misión de predicar el Evangelio a toda criatura. Con esto, Cristo nos estimula en gran manera a seguirle, pues conoce bien el «paño» del que estamos hechos, sabe fijar la hora exacta más conveniente para que pechemos con nuestra cruz, y siempre nos la pone en proporción con nuestras fuerzas (comp. con 1Co 10:13). También nos da un buen ejemplo de amor a nuestros hermanos, para que no miremos sólo por nuestro propio interés, sino también por el de los hermanos y a veces, más que por el nuestro (v. Flp 2:4).

(B) Darnos una muestra de su función como Mediador. Al mismo tiempo que Él se ofrecía a sufrir y morir por nosotros, procuraba que nosotros escapásemos de la condenación y de la muerte eterna.

3. Confirmaba con esto la palabra que había dicho antes en su gran oración sacerdotal (Jua 17:12): «De los que me diste, no perdí ninguno». Notemos de entrada que la forma en que Juan cita las palabras de Cristo en este lugar nos recuerda la misma expresión que se halla, especialmente en Mateo, para dar a entender el cumplimiento de alguna Escritura del Antiguo Testamento, con lo que tácitamente nos viene a decir que las frases de Jesús eran también Escritura. A primera vista, nos choca ver aquí aplicada a la seguridad física de los discípulos lo que en la oración sacerdotal había dicho con relación a la preservación espiritual de los mismos. No hay, sin embargo, ninguna degradación en el versículo que comentamos, ya que, como hacen notar los mejores comentaristas, si los discípulos hubiesen sido arrestados en estas circunstancias, habría sido una prueba demasiado dura para la fe de ellos. Al librarles, pues, de las manos de los soldados y de los alguaciles, Jesús procuraba la salud espiritual de los suyos. Además, como ya hemos dicho antes, Cristo quería preservarles la vida natural para el servicio al que los había destinado; esa vida tenía que ser preservada mientras el Señor tuviese a bien usarla para su gloria y servicio. Para no perder a ninguno, era conveniente no exponer a ninguno.

V. A continuación, Jesús reprende la forma imprudente y violenta con que uno de sus discípulos se comporta, a la vez que reprime la cólera con que los enemigos podían haber reaccionado, y da a todos sus seguidores una lección de paciencia y mansedumbre (vv. Jua 18:10-11).

1. La imprudente precipitación de Pedro. De las dos espadas que obraban en manos de los discípulos (Luc 22:38), una estaba en manos de Pedro, como podíamos suponer. Y, sin pensárselo dos veces, «Simón Pedro que tenía una espada, la desenvainó e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Y el siervo se llamaba Malco» (v. Jua 18:10). En esta ocasión:

(A) Hemos de reconocer la buena voluntad y el celo de Pedro, un celo honesto en favor de su Maestro, pero un celo imprudente. Había prometido recientemente que no dudaría en aventurar la vida en favor de Jesús y quería darse prisa en hacer buenas sus palabras.

(B) Con todo, debemos reconocer cuán mal se comportó Pedro en esta ocasión; y, aun cuando su buena intención era una circunstancia que disminuía su culpabilidad, no por eso justificaba su acción, ya que:

(a) No tenía de su Maestro ninguna autorización para obrar de aquel modo. Los soldados de Cristo han de esperar la voz de mando de su capitán, sin anticiparse a sus órdenes.

(b) Había resistido a los poderes seculares, y lo había hecho con violencia; algo que Cristo nunca había permitido, sino que lo había prohibido terminantemente (Mat 5:39).

(c) Al actuar de esta forma, se oponía de obra a los sufrimientos de Jesús, como otras veces se había opuesto de palabra (v. Mat 16:22). Así, mientras parecía estar luchando a favor de Jesucristo, estaba luchando contra Él.

(d) Quebrantaba también los términos de la capitulación que Jesús había estipulado con sus enemigos al decirles: «Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos» (v. Jua 18:8). Con esta frase, Jesús anticipaba una conducta mansa por parte de sus discípulos. Pedro lo había escuchado y, sin embargo, se comportaba de una forma que iba directamente contra las cláusulas de la capitulación.

(e) Se exponía neciamente a sí mismo y a los demás discípulos a la furia de los enemigos. Si el Señor no lo hubiera impedido, ¿qué habrían podido hacer once débiles hombres, muchos de ellos pescadores, ninguno de ellos gente de armas, contra una multitud armada y entrenada para la lucha? Lo cierto es que esta imprudente acción de Pedro contribuyó, a no dudarlo, a que fuese más fácilmente reconocido cuando estaba calentándose con los criados del sumo sacerdote (v. Jua 18:26). Hay quienes son culpables de su propia destrucción en su celo por su propia preservación.

(f) Pedro mostró de tal forma su cobardía no mucho después, al negar repetidamente al Maestro, que hay razón para pensar que calculó mal su propia valentía. Juan nos da el nombre completo («Simón Pedro») del atacante, para mostrar así los dos lados de su carácter; el lado débil y el lado fuerte. Notemos de paso que Juan es el único de los evangelistas que menciona por su nombre, tanto al atacante como al atacado («Malco, el siervo del sumo sacerdote»), lo cual se explica por la fecha tardía en que escribió su evangelio, mucho después de la destrucción de Jerusalén y de la muerte de Pedro, cuando ya no había peligro de represalias por parte de los enemigos judíos del cristianismo. ¿Qué indujo a Pedro a obrar de una forma tan imprudente y precipitada? W. Hendriksen opina con razón que Pedro debió de sentirse envalentonado por el maravilloso triunfo del poder de Cristo sobre sus enemigos, al hacer que cayesen por tierra con sólo decir: «Yo soy». Y al pensar que la victoria militar era así segura, quiso figurar entre los héroes de la batalla que bien se merecen una medalla, y tiró de la daga (gr. mákhaira, como en Efe 6:17) que los soldados usaban para el combate cuerpo a cuerpo (v. también Luc 22:52, donde sale el mismo vocablo). No cabe duda de que Pedro intentaba partirle la cabeza a Malco (¿qué habría pasado si le mata?), pero erró el golpe, ya fuese por providencia de Dios o porque Malco se echó rápidamente a un lado, y le cortó la oreja derecha, como especifican Lucas (Luc 22:50) y Juan (Jua 18:10). Si quedó separada totalmente de la cabeza (como indica el verbo usado en Mat 26:51; Mar 14:47; Luc 22:50), o permaneció colgando de ella, no lo sabemos y poco importa para el milagro de la curación que Jesús llevó a cabo de inmediato.

(C) Hemos de reconocer, finalmente, la providencia de Dios por encima de este incidente, quien le dio a Cristo una oportunidad de mostrar su poder y su benignidad al curar la herida (v. Luc 22:51).

2. La reprensión de Jesús a Pedro: «Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina» (v. Jua 18:11). Es una reprensión bondadosa, ya que era el celo, aunque celo imprudente lo que había impulsado a Pedro a traspasar los límites de la discreción. Muchos piensan que, por hallarse en momentos de dolor y de apuro, tienen excusa para expresarse en términos duros y violentos con los que les rodean, pero Cristo nos da aquí ejemplo de mansedumbre y paciencia en medio de los sufrimientos.

3. La razón de esta reprensión de Jesús a Pedro: «La copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no la he de beber?» (v. Jua 18:11). Con esto nos da Jesús:

(A) Una magnífica prueba de su total sumisión a la voluntad del Padre. De todo lo impropio que Pedro hizo, Jesús se resiente aquí especialmente de que trate de impedir sus padecimientos ahora que ha llegado su hora (Jua 17:1). El Señor estaba dispuesto a beber de esta copa, por muy amarga que fuese. Él bebió de esta copa de aflicción, a fin de poner en nuestras manos la copa de salvación. Y está dispuesto a beberla, porque es la copa que el Padre le ha dado. Nunca se ha de perder de vista que, en medio de los criminales sufrimientos a que los enemigos sometieron a nuestro Salvador, el supremo responsable de la muerte de Cristo, por cuanto era el único sacrificio aceptable a Dios, fue el Padre (v. Hch 2:23; Hch 4:28). Por eso, habla de la copa que el Padre, no sus enemigos, le ha dado.

(B) Un magnífico ejemplo, para nosotros de sumisión a la voluntad de Dios. Debemos empeñar nuestra palabra de compartir la copa de Jesús (v. Mat 20:23), la que Él bebió. No es más que una copa; poca cosa relativamente. Es una copa que nos es dada, pues también los sufrimientos son dones de Dios (v. Flp 1:29). Es una copa que el Padre nos da, con el afecto de un buen Padre y sin intención de hacernos daño, sino bien para nosotros y gloria para Él.

VI. Después de esta reprensión a Pedro, Jesús se dejó arrestar sin oponer resistencia, no porque no pudiese escapar, sino porque no quería hacerlo. Veamos:

1. Cómo echaron mano de Jesús: «Entonces la compañía de soldados, el tribuno y los alguaciles de los judíos prendieron a Jesús y le ataron» (v. Jua 18:12). Aun cuando sólo algunos de ellos llevarían a cabo el prendimiento de Jesús, la operación es imputada a todos ellos, por cuanto todos ayudaban de alguna manera. Así como en el ayudar para bien, no caben excusas para estar ociosos, en el ayudar para mal no caben excusas de ser accesorios, ya que todos concurren como protagonistas. Precisamente porque tantas veces se habían visto frustrados en sus intentos de echarle mano, es de suponer que ahora se lanzarían violentamente para asegurar la presa.

2. Cómo aseguraron la presa: «le ataron». Sólo Juan nos menciona este detalle. Con él se nos da a entender:

(A) El menosprecio de los enemigos de Jesús. Le ataron para poder así atormentarle mejor, despreciarle y burlarse de Él, e impedir que se escapara. Le ataron como a reo ya condenado a muerte, pues estaban resueltos a procesarle de forma que se le condenase a la pena capital. Cristo había atado la conciencia de ellos con el poder de su palabra, lo cual les había irritado sobremanera; y ellos querían ahora vengarse atándole las manos.

(B) La mansedumbre de Cristo al permitir que le atasen. De nada les habría servido su empeño en atarle, si Él no se hubiese atado previamente con cuerdas a los cuernos del altar (Sal 118:27, comp. con Heb 13:10); eran cuerdas de amor a los hombres (comp. con Ose 11:4) y de obediencia total al Padre (Flp 2:8). La culpa es una atadura del alma, por la que somos arrestados para ser presentados ante el tribunal de Dios para juicio, la corrupción es una atadura del alma, por la que somos arrestados y hechos cautivos bajo el poder de Satanás. Para soltarnos de estas ataduras, Jesús se sometió a ser atado por nosotros. A esas ataduras de Cristo les debemos nuestra libertad, así es como el Hijo nos hace realmente libres (Jua 8:36). Pero ello nos obliga, en amor y gratitud, a atarnos al deber cristiano y a la obediencia al Señor. Las ataduras que por nosotros llevó nos atan a nosotros para amarle y servirle siempre. Esas ataduras de Jesús estaban destinadas a hacer suaves nuestras ataduras por su causa, hasta santificarlas y hacerlas tan dulces que nos permitan, como a Pablo y a Silas, cantar en la cárcel con los pies sujetos por el cepo.

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