Juan 19:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Juan 19:1 | Comentario Bíblico Online

Continúa en esta porción el injusto proceso del Señor Jesús. Los demandantes siguieron adelante en sus malvados designios, y causaron gran griterío y confusión entre el pueblo, a la vez que el cobarde juez abrigaba también gran confusión en su propio pecho.

I. Vemos primero, con gran sorpresa, que Pilato, después de haber reconocido paladinamente la inocencia de Jesús, mandó azotarle, con la esperanza de que así quedarían satisfechos los enemigos de Cristo.

1. «Así que, entonces tomó Pilato a Jesús y le azotó» (v. Jua 19:1). Es como si, con esa conjunción consecutiva, Juan quisiera resaltar el extraño contraste entre la declaración de inocencia de Jesús por el gobernador y la injustificada azotaina que le propinó. Parece ser que Pilato, decepcionado por la inesperada decisión del pueblo, tomó la medida de azotar a Jesús, al abrigar la certeza de que, al ver el severo castigo que le había sido impuesto (aunque sin motivo), el pueblo se movería a compasión y cesaría en su petición de que el reo fuese condenado a muerte. Esto aparece claro por los versículos Jua 19:4-5 y por el relato de los otros evangelistas. Mateo (Mat 27:24) y Marcos (Mar 15:15) parecen dar a entender que esta flagelación se llevó a cabo después que Pilato pronunciase la sentencia de muerte contra Jesús. Esto ha inducido a algunos intérpretes a opinar que Jesús fue azotado dos veces, pero no hay motivo para tal suposición. Mateo y Marcos la mencionan después, no sólo porque la flagelación del reo solía tener lugar después de su condena a muerte, sino, ante todo, porque nos adelantan un resumen del resultado del proceso antes de descender a los detalles en particular. Es seguro que la flagelación de Jesús se llevó a cabo en el orden en que la refiere Juan. Al fallarle a Pilato esta medida, continuó con sus esfuerzos por librar de la muerte al Salvador, pero, una vez dictada la sentencia, no había por qué repetir otra vez la pena de azotes. Por otra parte, los principales sacerdotes y los fariseos estaban sumamente interesados en que Jesús muriese en la cruz; una segunda flagelación habría precipitado su muerte antes de llegar al Calvario; aun así hubieron de echar mano de Simón de Cirene para que le llevase la cruz, pues es seguro que, al salir para el Gólgota, Jesús debió de caer bajo el peso de la cruz, según refiere la tradición. Esto pudo influir también en la temprana muerte de Jesús, cosa que causó sorpresa al propio Pilato aunque ya hemos dado en otro lugar la explicación altamente probable de que Cristo murió «antes de hora» a causa de la rotura del corazón. Después de lo dicho en el comentario a los evangelios sinópticos, no creemos necesario extendernos en explicar la horrible crueldad del tormento que con los azotes y la coronación de espinas sufrió el Salvador. Añadamos únicamente que la flagelación al estilo romano no estaba limitada, como era costumbre entre los judíos, a cuarenta azotes menos uno (2Co 11:24). El estado en que quedó Jesús después de la flagelación se colige por la expresión de Pilato en el versículo Jua 19:5. Lo que más nos interesa en la consideración de este episodio de la Pasión del Señor es que, con esta flagelación:

(A) Se cumplían las Escrituras, que hablaban de que se le podían contar todos los huesos (Sal 22:17) y de que el castigo de nuestra paz, la paz con Dios (Rom 5:1) obtenida a favor de nosotros a costa de los tormentos (satisfacción vicaria) del Mesías, cayó sobre Él (Isa 53:5). Él mismo había predicho que le azotarían (Mat 20:19; Mar 10:34; Luc 18:33).

(B) Se cumplía especialmente la Escritura que dice literalmente: «Y por su azotaina, hubo curación para nosotros» (Isa 53:5). Por una de las maravillosas paradojas divinas, fue azotado el Médico para que fuese sanado el paciente.

(C) Quedaban santificados los azotes que puedan sufrirse por causa de Cristo y del Evangelio. Un creyente puede ser azotado por causa de Cristo y sufrirlo, no sólo con paciencia, sino también con gozo (comp. con Col 1:24), porque los azotes que Cristo sufrió por nosotros han quitado el aguijón punzante (lo mismo que a la muerte; v. 1Co 15:55-56) a los que nosotros podamos sufrir por Él.

2. Después de azotarle, le entregó a los soldados, quienes se burlaron de Él y le trataron como a un loco: «Y los soldados entretejieron una corona de espinas, y se la pusieron en la cabeza, y le vistieron con un manto de púrpura; y le decían: ¡Salve, Rey de los judíos!; y le daban de bofetadas» (vv. Jua 19:2-3). Véase:

(A) La bajeza y la injusticia de Pilato al entregar a Jesús a la soldadesca, si no complacido, al menos despreocupado por lo que los rudos soldados romanos pudiesen hacer con Jesús. Como sabemos por Lucas (Luc 23:11), también «Herodes con sus soldados, después de menospreciarle y escarnecerle, le vistió de una ropa espléndida». Al ser días de festival, era una buena diversión para los soldados esta comedia, la cual sería también del gusto de los judíos que odiaban a Jesús.

(B) La desconsideración e insolencia de los soldados, que de tal manera se burlaron de Jesús, vistiéndole de rey de mofa, como a un clown con quien divertirse. De manera semejante visten muchos a la religión cristiana con ropas a su gusto, sólo para despreciarla y ridiculizarla. Los soldados vistieron a Jesús con un manto de púrpura como el que usaban los reyes y los nobles. Probablemente era un viejo manto de legionario romano, de lana roja, como un remedo de la clámide que portaban los generales y los emperadores romanos. No puede afirmarse con certeza de qué especie eran las ramas espinosas con que los soldados entretejieron la corona o capacete, pues había abundancia de arbustos espinosos en Palestina, en las cercanías mismas de Jerusalén (v. Jue 8:7; Sal 58:9; Ose 9:6; Miq 7:4). Lo más significativo de este episodio de las espinas es que se mencionan en Gén 3:18 en conexión con el pecado de nuestros primeros padres, con lo que, también en esto, Jesús cargaba sobre sí, no sólo nuestra maldición (Gál 3:13), sino también la de la naturaleza, de la misma manera que su Redención había de tener carácter cósmico, pues abarcaría no sólo a la humanidad, sino también a la naturaleza (Rom 8:20-21).

(C) La admirable paciencia y condescendencia del Señor Jesucristo. Las personas más generosas y los caracteres más nobles de la humanidad soportan cualquier cosa mejor que la ignominia y la burla, con todo, el santísimo Jesús se sometió por nosotros a esta cruel ignominia. Son de admirar, tanto la insuperable paciencia del Siervo Sufriente como el invencible amor y la inefable benignidad del Salvador Inocente. No sólo mostró el gran amor que nos tenía al morir por nosotros en una cruz, sino al morir como un criminal ante los judíos, y como un loco ante los gentiles (comp. con 1Co 1:23). Hay héroes humanos que llegan a soportar impávidos la tortura, pero no pueden aguantar la befa; pero este héroe divino soportó con la misma mansedumbre lo uno y lo otro. ¿Y nos quejaremos nosotros de una espina en la carne o de un desprecio banal, cuando el Hijo de Dios, digno del mayor respeto y de la más rendida adoración, se humilló hasta el punto de llevar en la cabeza un capacete de punzantes espinas, el rostro lleno de salivazos y de cárdenas señales de las bofetadas y puñetazos, y toda su figura hecha un hazmerreír de la soldadesca? Verdaderamente, al dirigirse a la cruz, lo mismo que al pender de ella, «menospreció el oprobio» (Heb 12:2). Después de todas estas burlas dolorosas, añadieron la de marchar frente a Él probablemente simulando un desfile, para saludarle en son de mofa con el acostumbrado «Ave, Caesar», que el griego vierte por «Alégrate» y equivale a nuestro «¡Viva el rey!» Pero el que de esta manera recibía regios saludos de burla, fue exaltado por Dios hasta lo sumo, y en su nombre ha de doblarse toda rodilla … y toda lengua ha de confesar que es el SEÑOR, para gloria de Dios Padre (Flp 2:9-11). «El que descendió (a las partes más bajas de la tierra) es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo» (Efe 4:9-10).

II. Cuando los soldados quedaron satisfechos con esta burla, Pilato sacó a Jesús a la vista de los que le habían llevado al pretorio, a la espera de que, a la vista de tan lastimosa figura como la que ahora presentaba el Salvador, sus enemigos se sentirían movidos a compasión (vv. Jua 19:4-5). Dos son las cosas que Pilato propone a la consideración de los demandantes del proceso:

1. Que no había hallado en el reo nada que supusiera una amenaza para el régimen romano: «Mirad, os lo traigo fuera, para que os deis cuenta de que no hallo en Él ningún delito» (v. Jua 19:4). Pero, si no había hallado en Él ningún delito, ¿por qué lo volvía a presentar ante sus acusadores, en lugar de soltarle inmediatamente como era su obligación? Pilato sigue pensando que la táctica más prudente en este delicado caso era agradar al pueblo mediante la flagelación de Cristo, al mismo tiempo que creía satisfacer los escrúpulos de su conciencia al hacer todo lo posible por librarle de ir al patíbulo. Pero la experiencia demuestra que, de ordinario quienes tratan de salvar su responsabilidad ante una obligación evidente y recurren a lo que suele llamarse «el mal menor», incurren en doble culpabilidad, pues emplean medios pecaminosos y fracasan en su objetivo de evitar lo peor. Aquí tiene aplicación el sabio consejo de Spurgeon a quien le sugería un compromiso de muy dudosa ética para «evitar peores consecuencias». Spurgeon respondió con toda energía: «El creyente tiene la obligación de cumplir con su deber; de las consecuencias se encargará Dios».

2. Que ya había propinado al reo un castigo suficiente, con lo que, bien escarmentado, no resultaría ya tan peligroso ni para ellos ni para el poder romano: «Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!» (v. Jua 19:5). Muchas veces se ha interpretado esta última frase en el sentido de que Jesús era el paradigma de ser humano, el Hombre con mayúscula. Tal interpretación es absolutamente arbitraria, sin base alguna en el texto ni en el contexto. Jesús aparecía ahora como todo lo contrario a la dignidad de un ser humano (v. Isa 52:14; Isa 53:2-4). Tampoco es sostenible la opinión de que Pilato expresaba con esta frase, el desprecio que sentía hacia este reo, a quien consideraba un visionario, no un criminal. La única interpretación que hace justicia a todo el contexto es que Pilato quería decir: «Fijaos cómo ha quedado este hombre (no dice «vuestro rey»; comp. con el v. Jua 19:14); ¿no ha sufrido ya bastante? ¿Es menester aplicarle todavía el tormento de la crucifixión? ¿Es que tiene aún apariencia de insurrecto o de peligroso criminal?» No sabemos hasta qué punto el cobarde gobernador sintió algún brote de compasión hacia Jesús. Ciertamente, la visión de una apariencia tan lastimosa no sirvió en absoluto para ablandar el odio diabólico de los judíos contra Él. En cambio, para todo creyente genuino nunca es Jesús tan precioso y tan adorable como en este estado de extrema humillación con que aparece ante las turbas. Pedro expresa bien el contraste cuando, frente al desprecio que los malos edificadores de Israel sintieron contra la piedra angular que es Cristo, dice: «Para vosotros, pues, los que creéis, es de gran valor» (1Pe 2:7). En este episodio, como en todos los demás de su santísima vida y de su preciosísima muerte, hemos de tener «puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Heb 12:2); y ya que su aparente miseria es el blasón de nuestra gloria y el pedestal de la suya propia mirándole a cara descubierta, iremos siendo transformados, incluso (y especialmente) en la participación de sus sufrimientos, de gloria en gloria a la misma imagen (2Co 3:18, comp. con Rom 8:29).

III. Los enemigos de Jesús, lejos de enternecerse ante su vista, se exasperan todavía más y más (vv. Jua 19:6-7). Veamos:

1. El clamoreo ultrajante de los jefes religiosos, así como de los subalternos: «Cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, gritaron diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» (v. Jua 19:6). Es posible que el común de la gente hubiese accedido a que el gobernador soltase a Jesús, pero los líderes estaban resueltos a que fuese cortado de la tierra de los vivientes. Su odio contra Jesús no podía ser más irracional y absurdo, puesto que el propio gobernador le había declarado inocente, y además, a pesar de ese veredicto, había infligido al Señor un horrible tormento. No se sacian con nada que no sea la crucifixión. Es inocente, pero debe ir al patíbulo. Ni la declaración de inocencia, ni la extremidad de la azotaina, ni lo admirable de su paciencia les había ablandado en un ápice su corazón obstinadamente duro y perverso. Si los enemigos de Jesús pidieron con tanta insistencia que fuese crucificado, ¿seremos nosotros fríos y remisos en pedir que sea coronado? Si le tenemos algún amor, ¿no haremos cuanto esté en nuestras manos para extender su reino «en nuestra conducta santa y en piedad, aguardando y apresurando la venida del día de Dios» (2Pe 3:11-12)?

2. El disgusto de Pilato ante esta terquedad, para él inexplicable, de los jefes religiosos. Exasperado por tal actitud, les dice: «Tomadle vosotros y crucificadle; porque yo no hallo delito en Él» (v. Jua 19:6). Es ya la tercera vez que, en el relato de Juan, repite Pilato esta última frase (v. también Mat 27:23-24; Mar 15:14; Luc 23:4, Luc 23:13-15, Luc 23:22). Por supuesto, Pilato sabía (Luc 18:31) que los judíos no tenían autoridad para crucificar a Cristo; por eso, se descarga de su responsabilidad al devolverles el derecho a seguir con el proceso por cuenta de ellos. No quiere ser cómplice en este asunto, ya que ve claro que se trata de una persecución injusta, efecto únicamente de la envidia maliciosa de estos jerifaltes religiosos. Pero, por otra parte, comienza a tenerles miedo; por eso, no se decide a soltar al reo como debería haber hecho según su propia declaración de la inocencia de Jesús. Le faltó el coraje suficiente para obrar según los dictados de su conciencia.

3. La causa ulterior que los enemigos de Jesús alegan como razón para que se le condene a muerte: «los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios» (v. Jua 19:7). Vemos cómo se jactan de «su» ley. Tenían, sí, una ley excelente, pero en vano se jactaban de ella, al usarla para tan nefandos objetivos. Le acusan de hacerse a sí mismo Hijo de Dios. Pero no es que «se hiciera» Hijo de Dios. ¡Es que lo era! Era «el Unigénito Hijo de Dios» (Jua 1:18; Jua 3:16). En efecto, esta alegación que Jesús hacía de sí mismo, o era la más horrible blasfemia, por la que habría merecido la pena de muerte, de acuerdo con Lev 24:16, o era la más gloriosa verdad. Los obstinados miembros del Sanedrín se adherían tercamente a la primera alternativa; pero los portentosos milagros que refrendaban su misión divina, demostraban también que era lo que declaraba ser (v. p. ej., Jua 3:2; Jua 5:36; Jua 9:33). Con esta alegación, los judíos se rebelan tácitamente contra el poder romano, al exigir al gobernador que dicte sentencia según unas normas peculiares del pueblo israelita, en las que el régimen romano no tenía por qué inmiscuirse. Por Mat 26:66, vemos claramente que fue la propia confesión de su mesianidad, de su misión divina, y aun de su Deidad misma, la que realmente influyó en que Cristo fuese crucificado, aun cuando, al no servirles este cargo ante el gobernador romano, cambiaron de táctica para conseguir sus propósitos. No habían apelado antes al recurso que ponen en juego ahora, porque temían fundadamente que este cargo religioso no iba a impresionar al gobernador, pero echan mano de él al haber fracasado la vaga e infundada acusación primera de que era «malhechor».

IV. Al oír esto, Pilato se lleva de nuevo al preso al interior del pretorio para volver a interrogarle (vv. Jua 19:9-11). Vemos:

1. El miedo que le entró a Pilato al oír esto: «Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo» (v. Jua 19:8). Al enterarse de que el reo, no sólo pretendía ser rey, sino también Hijo de Dios, el gobernador comenzó a preocuparse seriamente. ¿Era este personaje un visionario, o, caso corriente en la mitología griega y romana, era un hijo de alguno de los dioses? El incidente que narra Mateo (Mat 27:19) le vendría ahora a las mientes con toda su fuerza, y el supersticioso, aunque filosóficamente escéptico, gobernador (Jua 18:38), se veía ahora en mayor apuro que antes, porque: (A) Si este hombre se arrogaba falsamente la dignidad divina era más difícil sustraerle a las iras del pueblo. Si no había podido pacificar a los que alegaban que Jesús se hacía rey, ¿cómo podría Pilato apaciguarles si acusaban a Jesús de hacerse Hijo de Dios? (B) Por otra parte, si realmente era hijo de uno de los dioses, ¿qué le ocurriría a él, pobre Pilato si se atrevía a condenarle a muerte? ¿No suscitaría con ello la cólera de Júpiter tonante, atrayendo sobre sí las maldiciones del Olimpo?

2. Ante esta perplejidad, Pilato vuelve a examinar a Jesús y comienza por preguntarle: «¿De dónde eres tú?» (v. Jua 19:9). Analicemos en detalle todas las circunstancias:

(A) El lugar donde se llevó a cabo este segundo interrogatorio de Pilato: «Y entró otra vez en el pretorio». Así podía mantener una conversación privada con el reo, lejos de los gritos de los judíos y del bullicio de la calle. Esto tiene una aplicación espiritual para los creyentes, y aun para los sinceros buscadores de la verdad: Todos cuantos deseen hallar la verdad que hay en Jesús, deben apartarse del mundanal ruido y de todo prejuicio, y retirarse como si fuera a la sala del tribunal, al trono de gracia, para conversar a solas con nuestro Dios el Padre y con el Señor Jesús.

(B) La pregunta que Pilato hizo a Jesús: «¿De dónde eres tú?» Como si dijese: «¿Eres un hombre como los demás o un ser sobrenatural? ¿Eres de la tierra o del cielo? ¿Eres de abajo o de arriba? ¿Cuál es tu verdadero origen?»

(C) El silencio de Jesús ante esta pregunta: «Mas Jesús no le dio respuesta» (v. Jua 19:9). No le dio respuesta porque no la merecía. Un juez que, después de confesar públicamente, tres veces al menos, que Jesús era inocente, le había mandado azotar con toda la saña que los soldados romanos acostumbraban llevar a cabo la flagelación, no era digno de que Jesús le declarara su origen divino. Además, ya tenía suficiente información con lo que Jesús le había dicho en Jua 18:36-37. Guardó, pues, silencio Jesús «encomendando la causa al que juzga justamente» (1Pe 2:23). Así se sometía obedientemente al designio de Dios para redención de la humanidad. Cuando el sumo sacerdote le preguntó: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» (Mar 14:61), Jesús respondió: «Yo soy»; pero este Pilato no tenía noción alguna del Mesías, ni de que el Cristo pudiera ser el Hijo de Dios; por tanto, tampoco por este lado merecía ulterior información.

(D) El orgulloso gobernador se sintió ofendido por el silencio de Jesús: «Entonces le dijo Pilato: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?» (v. Jua 19:10). Obsérvese cómo se engrandece Pilato a sí mismo, y se jacta de la autoridad que le compete como gobernador del país. Los hombres que ocupan altos cargos en la sociedad ya en el plano civil, ya en el militar, y aun en el eclesiástico, suelen hincharse por el poder que ejercen y la autoridad que tienen o detentan, y llevan muy a mal cualquier actitud de los súbditos que a ellos les parezca un desacato; y cuanto más absoluto y arbitrario es su poder, tanto más fuertes son los humos con que su altivez les encona. Pilato siente de sí tan alto, que le parece increíble que alguien se niegue a responderle: «¿A mí no me hablas?» Como si dijese: «¿A mí, que tengo plenos poderes en este caso? (Nótese la posición del pronombre, tanto en el original, como en nuestra versión.) ¿Cómo te atreves a no contestar? ¿No te das cuenta de que soy el gobernador, en nombre del poder más temible de este mundo? ¿A mí, en cuyas manos está el soltarte o el llevarte al patíbulo?» Si Jesucristo hubiese deseado (contra el plan divino de la Redención, por supuesto; v. Jua 10:18) salvar su vida ésta era la ocasión de exponer su caso con todo detalle y declarar al gobernador su verdadera personalidad.

(E) La réplica pertinente de Jesús a esta jactancia de Pilato (v. Jua 19:11):

(a) Le reprocha valientemente por su arrogancia: «Respondió Jesús: No tendrías ninguna autoridad contra mí, si no se te hubiera dado de arriba» (v. Jua 19:11). Esta frase de Jesús puede interpretarse de dos maneras: Primera: «No Podrías hacer nada contra mí si no fuese porque la providencia de Dios lo permite para que se cumpla el objetivo para el que vine a este mundo». Esta interpretación es teológicamente cierta, pero este sentido habría resultado ininteligible para el pagano gobernador. Segunda: «No tendrías ningún poder sobre mí, si tu autoridad no te hubiese sido conferida por Dios», ya que «no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas» (Rom 13:1). Esta es la única interpretación correcta, desde el punto de vista del texto y del contexto posterior. Aquí encaja perfectamente la queja de Asaf contra los jueces injustos: «Dios se levanta de la reunión de los jueces; en medio de los jueces juzga. ¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente y aceptaréis las personas de los impíos?» (Sal 82:1-2). Aun en el orden político, Pilato era un subalterno del emperador; pero ambos tenían un Amo superior (comp. con Efe 6:9). Cristo se sometió humildemente a la autoridad de Pilato, mientras éste actuó según la ley; pero no dudó en hacerle caer en la cuenta de que su autoridad era delegada por Dios, cuando el gobernador se jactó de que estaba en su mano absolver o condenar al Salvador. Aprendan de aquí los opresores que hay Alguien más alto que ellos. Y aprendan también los oprimidos a no murmurar ni de los opresores ni de la Providencia, al saber que los perseguidores no pueden ir ni un milímetro más allá de lo que Dios les permita. Nunca se habría considerado Pilato a sí mismo tan grande como ahora, cuando ante su tribunal estaba de pie un preso de tal calibre que era tenido por muchos como rey de Israel, y aun como Hijo de Dios. Pero Cristo le hace saber aquí que no es sino un instrumento en las manos de Dios.

(b) Le excusa benignamente por su ignorancia: «por tanto, el que me ha entregado a ti, tiene mayor pecado» (v. Jua 19:11). Hay quienes opinan que Jesús se refiere aquí a Judas Iscariote; pero esto es muy improbable, ya que Judas había entregado a Jesús al Sanedrín, no al gobernador. Lo más probable es que se refiera al Sanedrín como corporación responsable de la decisión tomada en Mat 26:66 y, en especial, a Caifás, representante máximo y autoridad suprema del Sanedrín (v. Jua 11:49-53; Jua 18:14). Jesús pues, no excusa a Pilato de pecado, un gran pecado, puesto que, a pesar de reconocer y declarar públicamente la inocencia de Jesús, lo condenaba a la flagelación y, en último término, al patíbulo; pero el pecado de Pilato tenía por motivos la ignorancia y el miedo, mientras que el de Caifás y el resto de los líderes religiosos tenía por motivo el odio y la envidia, sin poder escudarse en la ignorancia, puesto que conocían los oráculos de Dios, las profecías referentes al Mesías, y el cumplimiento de tales profecías en Jesús quien había demostrado abundantemente, mediante las obras que había llevado a cabo entre el pueblo, que era el Enviado de Dios. Con este texto, tenemos una prueba más de que no todos los pecados son iguales (v. también Mat 10:15; Mat 11:22; Mar 6:11; Luc 10:12, Luc 10:14, así como Luc 12:47-48). Efectivamente, todo el que quebranta un punto de la ley divina, se hace transgresor de la ley (Stg 2:10-11), pues la infringe (1Jn 3:4) y se hace reo de muerte (Rom 5:12; Rom 6:23); pero hay pecados más graves que otros (Núm 15:22-31); algunos, los más abominables, que se pueden evitar; otros, casi ineludibles, en los que todos ofendemos (v. Stg 3:2.; 1Jn 1:8, 1Jn 1:10).

V. Pilato forcejea con los judíos en su intento de librar a Jesús de las manos de ellos, pero en vano (vv. Jua 19:12-15).

1. Pilato parece ahora más resuelto que antes a soltar a Jesús: «Desde entonces procuraba Pilato soltarle» (v. Jua 19:12). El texto da a entender que Pilato se percató mejor que antes de que aquel hombre no podía ser un sedicioso, puesto que mostraba respeto hacia la autoridad, junto con una dignidad poco corriente, pues le recordaba al gobernador que su poder era delegado y limitado. Aun cuando Cristo hallaba falta en él, él hallaba cada vez menos falta en Jesús. Si el miedo no hubiese prevalecido sobre la justicia en el ánimo de Pilato, no sólo habría procurado soltar a Jesús, sino que lo habría hecho de inmediato.

2. Pero los judíos se enardecían tanto más cuanto más parecía acobardarse el gobernador. Continuaban en su resolución de dar muerte a Jesús y urgían al gobernador, con la misma violencia y el mismo clamor de antes a que dictara la necesaria sentencia. Se movían astutamente entre el pueblo (v. Mat 27:24-25; Mar 15:11, Mar 15:15; Luc 23:18, Luc 23:23), a fin de que el veredicto de condenación de Jesús no pareciese designio de unos pocos, sino decisión unánime del pueblo. Así es como un grupo de malvados y locos (la historia se repite constantemente) engañan, fascinan y galvanizan a las masas, como a borregos sin ideas propias, y se imaginan así que representan la auténtica «voz del pueblo». Siempre parecen «mayoría» los que más gritan, y no pocas veces el mismo pueblo se percata, demasiado tarde, del error al que fueron conducidos por jefes arrogantes y sin escrúpulos. Es probable que, mientras Pilato mantenía este segundo diálogo con Jesús, los principales sacerdotes, temerosos de que se les escapara de las manos la presa, y al ver que el cargo de blasfemia contra Jesús hacía poca mella en el ánimo del procurador y aun resultaba contraproducente (como se veía en el miedo de Pilato), recurrieran a un argumento personal, de carácter político, contra Pilato. Este recurso iba a resultar definitivamente eficaz: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César, todo el que se hace rey, se opone al César» (v. Jua 19:12). Recordemos que el emperador a la sazón era el suspicaz Tiberio. Pilato se dio cuenta rápidamente de lo que esas palabras implicaban. Sabía muy bien que estos judíos mentían en su aparente celo por el honor del César, cuando en su interior odiaban el régimen romano y le eran enteramente desleales. Por otra parte, ni la conducta de Jesús ni su reino «no de este mundo» ofrecían peligro alguno contra el régimen romano (v. Mat 22:21; Mar 12:17; Luc 20:25). Pero bastaba la sospecha de que esta gente informara al César de la lenidad del gobernador al dejar impune a quien presentaban como oponente del emperador, para que Pilato temblara ante el solo pensamiento de que un mal paso en este proceso podía costarle, no sólo el cargo, sino también la cabeza. ¡Cuántas veces un pretendido celo por lo que es bueno sirve para cubrir una real oposición malvada contra lo que es mejor! Los enemigos de la religión siempre se han servido de este artificio del «bien común», de la «paz pública» o de la «unidad nacional», a fin de presentar al cristianismo como perjudicial para los países o los reyes y gobernantes de las naciones, cuando la verdad es que no hay cosa tan beneficiosa para el orden social, civil y político como la práctica, a todos los niveles, de las normas del Evangelio.

3. Todavía se esforzó Pilato, aunque con menos ánimo y peor táctica que antes, en librar a Jesús de la furia del pueblo. Cuando más seguro estaba de la inocencia de Jesús (v. Jua 19:12), el curso de los acontecimientos lo arrastró a firmar la injusta sentencia como si fuese del todo impotente para oponerse al torbellino en que se veía sumido (vv. Jua 19:13-15). Se rindió, pues, al fin para que se cumpliera el designio divino de nuestra redención (Hch 2:23). Vemos:

(A) Lo que turbó decisivamente el ánimo de Pilato: «Entonces Pilato, oyendo esto, llevó fuera a Jesús» (v. Jua 19:13). Pilato, ya vencido, va a sentarse en el tribunal para dictar sentencia, pero antes va a lanzar su punzante ironía, su sajante sarcasmo, contra aquellos impíos líderes del pueblo judío y contra la loca multitud que les hacía coro. Pero todo esto, incluido el posterior lavamiento de las manos (Mat 27:24) con el que pretendía descargarse de la culpabilidad que acarreaba la condenación de un inocente (v. Deu 21:6-7), no excusaba en manera alguna la injusticia del gobernador. Quienes hacen depender su felicidad del favor que puedan obtener de los magnates de este mundo, se convierten en fácil presa de las tentaciones de Satanás.

(B) La preparación ceremoniosa para dictar la sentencia sobre el caso en cuestión: Pilato «se sentó en el tribunal en el lugar llamado el Enlosado (griego Lithóstrotos), y en hebreo Gabatá» (v. Jua 19:13). Aunque algunos exegetas de nota opinan que Pilato sentó a Jesús en el tribunal, antes de pronunciar él mismo la sentencia, con lo que se explicaría mejor la expresión sarcástica: «¡He aquí vuestro Rey!» (v. Jua 19:14), la opinión más probable es la que adoptamos en nuestra versión (la cual, por lo demás, es la que adoptan las versiones de todos los colores y de todos los idiomas). Dos razones principales apoyan nuestro aserto: (a) Si el texto quisiera dar a entender que Pilato sentó a Jesús, es extraño que, contra el uso gramatical corriente, no aparezca el pronombre autón después del verbo ekáthisen. (b) Es muy improbable que, precisamente ahora, cuando mayor era el temor que Pilato sentía ante el supuesto origen divino de Jesús, y cuando mayor era el encono que sentía hacia estos hipócritas judíos, fuese a rebajarse a sí mismo y degradar el propio tribunal oficial mediante este gesto de mal gusto y de inútil burla. Damos, pues, por supuesto que fue Pilato quien se sentó para dar sentencia. Notemos con qué meticulosidad nos refiere Juan todas las circunstancias de lugar y tiempo en que fue dictada contra Jesús la sentencia de condenación:

Primero, el lugar: «En el lugar llamado el Enlosado (da el nombre griego Lithóstrotos, para inteligencia de los gentiles), y en hebreo Gabatá», lugar, sin duda, en que se solía pronunciar la sentencia contra los reos de cualquier delito de carácter no religioso. Es probable que este lugar sea el mismo que fue excavado hacia el 1930 en las cercanías de la Torre Antonia.

Segundo, el día: «Era la preparación de la Pascua» (v. Jua 19:14). Esta expresión no significa que tal día fuese cuando se preparaba la Cena Pascual, sino simplemente que era el Viernes de la semana de Pascua (v. Jua 13:1; Jua 18:28, y comp. con Mar 15:42; Luc 23:54). Era el tiempo en que los judíos deberían haber estado ocupados en purificar de la vieja levadura todos los lugares y prepararse debidamente para la celebración de la gran fiesta de la Pascua; pero, cuanto más santo era el día, tanto más malvada era su conducta.

Tercero, la hora: «Era … como la hora sexta». Hay algunos MSS que dicen «tercera», lo cual, si se entiende según el modo judío de computar las horas del día, concordaría con Mat 27:45, donde vemos que «desde la hora sexta», es decir, desde el mediodía, «hubo tinieblas …»; esto supondría que Jesús fue crucificado antes del mediodía, concordaría, sobre todo, con Mar 15:25, donde leemos: «Era la hora tercera cuando le crucificaron»; es decir, a partir de las nueve de la mañana. Pero la casi unanimidad de MSS y códices leen en Jua 19:14 «sexta», no «tercera». Por otra parte, es muy de notar que Juan no dice que fue crucificado en la hora sexta, sino que era «como la hora sexta», con lo que bien pudo ser entre las seis y las siete de la mañana, no cuando fue crucificado, sino cuando Pilato le sacó del pretorio, y todavía tuvo un diálogo, más o menos largo, con los judíos antes de dictar la sentencia de muerte. Todo ello nos persuade de que, como prueba abundantemente Hendriksen, Juan da el cómputo romano de las horas, tanto aquí como en Jua 1:39; Jua 4:6, Jua 4:52, con lo que se resolvería una de las más graves aparentes incongruencias o discordancias de los Evangelios, pues entonces ese «como la hora sexta» indicaría algún tiempo después de las seis de la mañana; así habría tiempo para que se diese fin al proceso, se dictase la sentencia, se escribiera la inscripción que había de figurar en lo alto de la cruz de Jesús, así como la de los otros dos ladrones, se organizara la comitiva en la que los sentenciados a muerte serían conducidos al Calvario, y comenzase la crucifixión pasadas ya las nueve (según Marcos); después de las primeras palabras de Jesús y las burlas e insultos de los que asistían al espectáculo o pasaban por allí, vendría la oscuridad indicadora del desamparo de Dios (hacia el mediodía, según Mateo); hacia las tres de la tarde, cesaron las tinieblas se produjo el grito de Jesús que narran Mateo y Marcos y ocurrió el resto de los episodios que narran los evangelistas (en especial, Jua 19:25.), hasta la muerte de Jesús antes de las seis de la tarde, y su sepelio antes de la puesta del sol, que a mediados de abril vendría a ocurrir pasadas las seis y media. Todo esto nos indica que, precisamente en las horas en que los sacerdotes deberían estar ocupados en los servicios del templo, estaban ocupados en este inicuo servicio de procurar, y conseguir, la muerte del «Cordero de Dios». No obstante, habría en el templo algunos sacerdotes que contemplasen horrorizados cómo se rasgaba de arriba abajo el velo del templo al expirar Jesús.

(C) El diálogo final de Pilato con los judíos, en el que, incapaz ya de contener las iras de los jefes religiosos, volcó sobre ellos su más punzante ironía: «Entonces dijo a los judíos: ¡He aquí vuestro Rey!» Como si dijese: «Mirad, este hombre es el que vosotros decís que es un pretendiente a la corona. ¿Acaso puede este hombre flagelado, indefenso, al que demandáis para ser sentenciado a la muerte más horrible e ignominiosa, ser un peligro para el gobierno de mi nación?» A pesar de que Pilato decía esto con sarcasmo, era como el eco de la voz de Dios contra ellos. Cristo, coronado ahora de espinas, es presentado al pueblo como un rey en el día de su coronación: «Mirad a vuestro rey». Pero ellos gritaron en el colmo de su irritación: «¡Fuera, fuera, crucifícale!» (v. Jua 19:15). Como si dijesen: «¡Quítalo de nuestra vista! No lo reconocemos por rey. Ni siquiera lo queremos reconocer como perteneciente a nuestro pueblo (Jua 1:11). ¡Que sea cortado de la tierra de los vivientes y del país en el que se invoca al Dios viviente!» Pero, si Cristo no hubiese sido rechazado de esta manera por los hombres, nosotros habríamos sido rechazados para siempre por Dios. Esto nos muestra de qué modo hemos de tratar nuestros pecados, cuando una praxis voluntaria de pecado es tenida en la Escritura (v. Heb 6:6, comp. con Jua 10:9) como una renovación de la impiedad judía al crucificar al Señor Jesucristo, exponiéndole a la pública ignominia. Es el pecado al que hemos de crucificar (Rom 6:6; Rom 8:13), al «yo» pecador (Gál 2:20), a semejanza de lo que Cristo hizo en la Cruz (v. Rom 8:3). Con piadosa y santa indignación, deberíamos quebrantar el pecado en nosotros así como los judíos quebrantaron, con impía y malvada indignación, al que fue hecho pecado por nosotros (2Co 5:21). Pilato para poner de relieve con mayor fuerza lo impropio de la paradoja que ellos demandaban, repite con un énfasis evidente, tanto en el original como en nuestras versiones: «¿A VUESTRO REY he de crucificar?» (Nótese el orden de las palabras.) Con estas palabras ponía de manifiesto con mayor fuerza la notoria hipocresía de los judíos. Esta hipocresía cobraba su extremo más inaudito cuando «respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César». ¡Cierto! Si rechazaban al que las profecías del Antiguo Testamento y las realidades notorias de la persona y las obras de Cristo señalaban como al Rey-Mesías de Israel, no les quedaba otro rey que el emperador Tiberio, el César reinante a la sazón en Roma. ¿Agradaría a Pilato esta declaración? Le hubiera agradado, sin duda, si la hubieran expresado con sinceridad. Pero Pilato sabía muy bien que pronunciaban una rotunda mentira, pues conocía la deslealtad habitual en estos jefes religiosos hacia el régimen opresor. Y, lo que era mucho peor para el gobernador, esta declaración entrañaba una implícita, pero bien clara, amenaza contra él mismo, ya que venía a decir: «Nosotros no reconocemos otro rey que el César pero ¿qué dices tú? ¿No muestras tu deslealtad hacia el emperador, al repetir con insistencia que ese hombre es nuestro rey?» Pero Dios, el gran Soberano del Universo, les iba a dar su merecido (v. Rom 11:25). Apelaban al César, no en el sentido de justicia que Pablo reclamaba para su defensa (Hch 25:11-12), sino en su injusta sed de la sangre del Justo. ¡Y a César irían! Dentro de pocos años, Dios les daría de sobra del «generoso» trato de sus amados Césares (comp. con Apo 18:6). De aquí en adelante, se irían rebelando, cada vez con más furia e imprudencia, contra los Césares romanos, y los Césares les iban a tratar cada vez con mayor tiranía hasta culminar en la destrucción total de la ciudad santa y en la horrible masacre de sus habitantes. Cuando una persona o una nación rechaza a Cristo de esta manera, y muestra preferencia por lo que ofende al Señor, Dios usa esto mismo como un terrible azote, como una plaga desoladora, contra los infractores. Y el propio diablo paga con esta miserable moneda a los que así le sirven (Rom 6:23).

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