Juan 20:26 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Informe de otra aparición de Jesús a los once, al estar Tomás entre ellos. Analicemos:

I. Cuándo tuvo lugar: «Ocho días después», por tanto, «el primer día de la semana», como en la vez anterior.

1. Jesús demoró su aparición por algún tiempo, a fin de mostrar a sus discípulos que, en realidad, pertenecía ya a otro mundo y visitaba éste de vez en cuando, siempre que se presentaba una ocasión propicia. Al comienzo de su ministerio público, había estado oculto durante cuarenta días, al ser tentado por el diablo (v. Mat 4:1.; Mar 1:12-13; Luc 4:1.). Al comienzo de su glorificación, estuvo oculto, en su mayor parte, durante cuarenta días también, pero atendido y servido por santos ángeles.

2. Jesús demoró esta aparición por siete días; lo hizo por varias razones:

(A) Para reprender a Tomás por su incredulidad, no dándole oportunidad de verle por una semana. Quien deja que se le escape una buena oportunidad debe esperar por algún tiempo a que se presente otra similar. De seguro que aquella semana fue de melancolía para Tomás mientras los demás discípulos rebosaban de gozo.

(B) Para poner a prueba la fe y la paciencia de los demás discípulos. Éstos habían obtenido un gran beneficio al satisfacer su anhelo de ver al Señor; Él quería que demostrasen si pisaban firme en el terreno que habían ganado. Así les acostumbraba también a depender cada vez menos de su presencia física, de la que tanto habían dependido hasta entonces.

(C) Para honrar de este modo el primer día de la semana y dar a entender de esta manera su voluntad de que se observase en su Iglesia como el día cristiano de reposo. La observancia religiosa del domingo nos ha sido transmitida desde entonces, a lo largo de los siglos, hasta la época actual de la Iglesia.

II. Dónde y cómo hizo el Señor Jesús esta segunda visita a sus Apóstoles. En Jerusalén, puesto que también ahora «estaban las puertas cerradas» por miedo a los judíos. Pero esta vez Tomás estaba con ellos. Cuando hemos perdido una buena oportunidad, hemos de estar tanto más afanosos de no perder una segunda. Si el haber desperdiciado la ocasión anterior nos causa disgusto y nos espolea el deseo, es una buena señal; pero si no nos preocupa su pérdida y nuestros deseos se van enfriando, es muy mala señal. Vemos que los discípulos le acogieron amablemente, sin reprocharle su anterior ausencia; al contrario, le comunicaron con alegría las buenas nuevas de las que habían sido testigos de primera mano. Cristo no se apareció a Tomás hasta que lo encontró en compañía de los demás discípulos. Junto con el amoroso interés que sentía por Tomás, quería que todos los demás Apóstoles fueran testigos del reproche que pensaba hacerle. «Llegó Jesús … y se puso en medio». Véase, una vez más, la condescendencia de Jesús. Para beneficio de su Iglesia, no desdeñó visitar esta tierra, sino que asistió a las reuniones que aquella pequeña compañía de sus discípulos celebraban en privado; así que le tenemos de nuevo en medio de ellos. Les dirigió el mismo saludo que antes: «Paz a vosotros». No era ésta una vana repetición, sino una señal de la paz abundante que Cristo confiere, así como de la continua afluencia de sus bendiciones.

III. Lo que ocurrió entre Jesús y Tomás durante esta visita del Señor. Este es el único tema que de la visita se nos refiere, y Juan es el único evangelista que nos la refiere.

1. Vemos primero la condescendencia de Jesús con Tomás: «Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo y mira mis manos; y acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (v. Jua 20:27). Estas palabras significan:

(A) Una reprensión a Tomás por su incredulidad; por eso, el Señor responde, palabra por palabra, a las demandas que Tomás había formulado como condiciones indispensables para creer. Esto nos muestra que no hay una sola palabra en nuestra boca, ni un solo pensamiento en nuestra mente, que no sean conocidos del Señor Jesús.

(B) Una muestra de benignidad hacia Tomás, al condescender con sus necias y atrevidas demandas, y soportar el que un discípulo le prescriba lo que tiene que hacer Él para convencerle. Así que el Señor Jesús no tiene empacho en acomodarse así incluso al capricho de Tomás en un detalle innecesario, antes que abandonarle a su falta de fe. Consiente en que se hurgue en sus heridas, y hasta permite a Tomás que meta su mano en la honda herida del costado, si ello ha de ayudarle de alguna manera a creer. De modo similar, para robustecer nuestra fe, ha instituido una ordenanza que tiene por objeto mantener en nosotros el recuerdo de su muerte. Y en esta ordenanza en la que anunciamos la muerte del Señor (1Co 11:26), es como si apuntáramos con el dedo hacia las señales de los clavos con los que Jesús fue crucificado para nuestra justificación. También podemos alargar nuestra mano hasta el costado de Cristo, pues de su corazón emanó el amor con que Él nos tendió su mano para invitarnos a llegarnos a Él, para ayudarnos a andar con Él y para recibir sus bendiciones.

(C) Una exhortación para el futuro, con la que Jesús cierra su invitación a Tomás: «Y no seas incrédulo, sino creyente». Esta misma exhortación tiene vigencia para cada uno de nosotros, porque si nos falta fe, nos faltará gracia, nos faltará gozo, nos faltará estímulo. Para que no haya confusión, no estará de más observar que la frase de Jesús no significa que Tomás fuera inconverso y necesitara creer para ser salvo (comp. con Jua 15:3, donde todos aparecen salvos, ya que Judas se había marchado ya). Tomás tenía la calidad de fe suficiente para ser salvo, pero le faltaba la cantidad de fe necesaria para estar mejor dispuesto a dar crédito al informe de los demás discípulos, e incluso a la predicción que el mismo Jesús había hecho repetidamente de su resurrección.

2. Tomás se rinde ante las palabras de Jesús y confiesa su fe incondicional en el Señor resucitado. Avergonzado de su anterior falta de fe, exclama: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. Jua 20:28). No se nos dice que introdujera los dedos en las señales de los clavos ni la mano en el costado de Jesús. No es probable que lo hiciera, por las razones que veremos después. Una de estas razones se insinúa en el contexto posterior, pues Jesús le dice: «Porque me has visto (no añade: «y tocado»), has creído» (v. Jua 20:29). La fe de Tomás, pues, sale vencedora del conflicto, ya que:

(A) Tomás está ahora satisfecho de la realidad de la resurrección del Señor. Como ya apuntamos anteriormente, su lentitud en creer y su terquedad en resistir sirven de confirmación a nuestra fe.

(B) Ahora reconoce que Jesús es su Señor y su Dios, como también nosotros debemos reconocer. (a) Hemos de creer su divinidad: que no es un hombre hecho Dios, sino Dios hecho hombre. (b) Hemos de creer su función mediatorial: que es el Señor, el único Señor que puede zanjar las diferencias entre Dios y los hombres y establecer, a favor nuestro, la comunión con Dios que es necesaria para nuestra eterna felicidad.

(C) Admite, sin objeciones, lo que Jesús le ha dicho, pues le reconoce como a su Dios y Señor. Es cierto que, en el original, los vocablos «Señor» y «Dios» están en nominativo, pero eso no significa, como algunos (p. ej., los llamados «Testigos de Jehová») pretenden, que se trate de una simple exclamación, ya que el Nuevo Testamento, al seguir las normas del griego vulgar o koiné, que ya se observan en la versión de los LXX, emplea frecuentemente el nominativo en lugar del vocativo (v. p. ej., Heb 1:8, comp. con Sal 45:6, donde la expresión «oh Dios» es claramente un vocativo). Por tanto, las palabras de Tomás van dirigidas, no a Dios, sino a Jesucristo (con lo que se evidencia, una vez más, que Jesucristo es Dios). Notemos el adjetivo posesivo «mi» en cada uno de los miembros de la frase. Es de importancia vital que, en la expresión de nuestra fe, aceptemos a Jesucristo personalmente, de forma que podamos decir: «Es mi Salvador». Y no sólo hemos de expresarlo de nuestros labios para dentro, sino también confesarlo públicamente y testificarlo ante otros (comp. con Rom 10:9-10), como quienes profesan triunfalmente su relación con el Señor. Tomás se expresa ahora con un afecto y un fervor dignos de imitación, como alguien que, por fin, se ha asido fuertemente, con todo su ser, del Salvador.

(D) Algún comentarista (nota del traductor), no sin alguna razón, opina que Tomás expresó su fe en Jesús como su Señor y su Dios, impresionado especialmente por el hecho de que las heridas de Jesús continuaban abiertas, no habían cicatrizado pero no sangraban, lo que era una clara evidencia de algo absolutamente sobrenatural. Aun cuando es cierto que el principal objetivo de estas marcas de los clavos en las manos y los pies de Jesús, así como la profunda abertura en el costado, era evidenciar la identidad del Cristo resucitado con el Cristo crucificado; y, en segundo lugar, garantizar su intercesión en el Cielo presentando las marcas indelebles de la obra que llevó a cabo en la Cruz para nuestra salvación lo cierto es que, según declaración expresa de Pablo (1Co 15:50) «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios». Para entender esta frase, hay que prescindir de las referencias que suelen hallarse al margen, al pie, o en columna central, de nuestras Biblias, pues dicha frase no tiene ninguna conexión con Mat 16:17 ni con Jua 3:3., sino con Heb 2:14. Por tanto, lo que Pablo expresa en 1Co 15:50 es que una de las diferencias entre nuestro cuerpo actual y el cuerpo de nuestra resurrección consiste en que el futuro cuerpo no constará de la misma sustancia material, muscular, ni de la sangre que es ahora indispensable para mantener la constante vitalidad de los tejidos. Dice E. Trenchard, al comentar dicho versículo: «En aquella esfera y condición es inoperante el modo de vivir que depende ahora de la sustancia del cuerpo y el riego sanguíneo, con todos los demás factores anatómicos y fisiológicos que rigen en el maravilloso cuerpo que poseemos».

3. El juicio general que Jesucristo expresa acerca de todo esto: «Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron» (v. Jua 20:29). Cristo, con estas palabras, reconoce a Tomás como creyente. Los cristianos sanos, genuinos, sinceros, aunque sean lentos y débiles en su fe, son amablemente admitidos y recibidos por el Señor. Tan pronto como Tomás prestó su asentimiento a Jesús y le reconoció como a su Dios y Señor, Cristo le consuela y anima reconociéndole como a verdadero creyente. Pero también le echa veladamente en cara su anterior incredulidad, por la que había demandado ver para creer, al ser así terco y obstinado en sus demandas, y llegar tarde a sus consuelos. Quienes sinceramente aprecian la comunión con el Señor, por fuerza han de lamentarse de no haber entablado antes íntima relación con Él. No fue sin demasiadas exigencias como llegó Tomás a rendirse y creer en la resurrección del Señor, pues exigió que se le permitiese usar de los sentidos, no sólo de la vista y el oído, sino también del tacto. Pero, si todo el mundo presentase tales exigencias para creer en el Evangelio, ¿cómo podrían ser persuadidos los incrédulos a creer los mensajes y convertirse al Señor? Por eso, Jesús le recrimina por requerir tales pruebas. En cambio, alaba y recomienda la fe de los que creen sin haber visto (comp. con 1Pe 1:8). Tomás ha llegado a creer, por fin, y recibe su bendición (no se olvide que, como Apóstol, era necesario que viera al Señor ya resucitado. V. Hch 1:21-22). Pero Cristo reserva una bendición especial para los que han creído sin haber visto ni su resurrección ni sus milagros. Como dice Hendriksen: «La fe que es producto del ver es buena; pero la fe que es producto del oír es mejor». En efecto, el Apóstol dice que el método ordinario es ese: «La fe viene del oír» (Rom 10:17). Y Heb 11:1 describe la fe como «… la prueba convincente de lo que no se ve». El que cree por lo que ve evidencia una resistencia que sólo parece doblegarse ante una especie de violencia; en cambio, el que se rinde ante el testimonio fidedigno de la Palabra, con la gracia del Espíritu Santo, muestra un carácter más noble, pues es una prueba mayor de la eficacia de la gracia de Dios. En el ver, resalta más el aspecto meramente humano; en el creer por el oír, se presta honor y obediencia al aspecto netamente divino.

IV. La observación que el evangelista hace como un historiador que llega a la conclusión de su obra (vv. Jua 20:30-31).

1. Nos asegura que ocurrieron muchas otras cosas que no están escritas en este libro. La frase ha sido interpretada por los comentaristas de dos maneras distintas: (A) Como refiriéndose únicamente a las señales que Jesús hizo después de su resurrección. Ésta es la opinión de Ryle, al seguir a Crisóstomo, Teofilacto, Beza, Bullinger, Toledo, Maldonado y el propio M. Henry, entre otros. Dan como principal razón que, de lo contrario, es muy extraño que Juan diga esto sin haber concluido todavía la redacción de su Evangelio. (B) Como refiriéndose a todo el libro y dando a entender que Jesús hizo muchos otros milagros que no están escritos en este libro, ni tampoco en los otros evangelistas (comp. con Jua 21:25). Ésta es la opinión de W. Hendriksen, entre otros, al seguir a exegetas de la categoría de Calvino, Ecolampadio, Lampe, Hengstenberg, Pearce y Alford. Esta opinión recibe mucha mayor fuerza, si se admite con muchos modernos comentaristas, que el capítulo Jua 21:1-25 de Juan es un apéndice póstumo, añadido quizá por un discípulo de Juan bajo la inspiración divina, como es casi seguro especialmente con respecto a los versículos Jua 20:23-25, que, sin duda, suponen la muerte del Apóstol Juan como suceso esclarecedor de las palabras de Jesús. La leyenda de la «inmortalidad» de Juan se había extendido tanto entre los creyentes del siglo I, que, aun después de muerto Juan, esperaban que, al no estar «muerto», sino «dormido» según decían despertaría antes de la Parusía o Segunda Venida del Señor que creían inminente (v. 2Ts 2:1.). Como en Jua 8:1-11, hay en el capítulo Jua 21:1-25 algunos elementos, especialmente en el versículo Jua 21:2, como veremos después que son muy extraños en la pluma de Juan, así como en el versículo Jua 8:25, que parece un duplicado de Jua 20:30.

2. Sea de esto lo que sea, hay aquí materia para nuestra espiritual edificación. Los discípulos, en cuya presencia había obrado Jesús tantos milagros habían de ser los proclamadores del Evangelio en todo el mundo y por eso, era conveniente que tuvieran del Señor muerto y resucitado abundantes y evidentes pruebas. No tenemos por qué preguntarnos la razón por la cual no fueron consignadas por escrito muchas más. Si los relatos evangélicos hubiesen sido obra de meros autores humanos, podemos estar seguros de que abundarían en maravillas y toda clase de historias fantásticas, a fin de conquistar, no sólo el corazón y la mente de los lectores, sino también la imaginación y el sentimentalismo. Los hombres exponen todo lo que saben, y más de lo que saben, a fin de ganar de este modo crédito y prestigio entre los lectores; pero Dios no necesita tales adminículos, por cuanto sólo Él puede dar fe. Si estos relatos se hubieran escrito para entretenimiento de los curiosos, de seguro que serían más abultados pero fueron escritos para satisfacer, no la vana curiosidad, sino la urgente necesidad de la vida eterna. Es una historia escrita bajo la inspiración divina y, por tanto, redactada con noble seguridad y con majestuosa sobriedad, suficientes para convencer a cuantos estén dispuestos a ser enseñados, y para condenar a cuantos permanezcan obstinados.

3. El evangelista mismo nos declara expresamente el propósito que le guió al poner por escrito su evangelio: «Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y, para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (v. Jua 20:31). He aquí la piedra fundamental del cristianismo, con palabras que nos recuerdan las de Pedro en Mat 16:16; Jua 6:69. Vemos:

(A) El objetivo de los que escribieron los relatos evangélicos. Los cuatro evangelistas escribieron sin poner la mira en ningún prestigio personal ni en ningún provecho material que de ello pudiera derivarse para ellos mismos o para otros, sino movidos únicamente del deseo de llevar las almas a Jesucristo y al Cielo y, por consiguiente, para persuadir a los hombres a creer, para tener vida en el nombre, en la persona y la obra, de Jesús.

(B) El deber de los que leen y escuchan el Evangelio: Creer y poner por obra la doctrina de Jesucristo. Por eso, Juan nos declara:

(a) Cuál es la verdad fundamental del Evangelio, la que, ante todo, hemos de creer: «Que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios». Él es el Cristo, es decir, el Mesías, el Ungido de Dios por excelencia, para ser príncipe de paz (Isa 9:6, comp. con Efe 2:14) y Jehová que salva, como da a entender el nombre de Jesús. Él es el Hijo de Dios, Dios como el Padre, porque sólo Dios puede salvar (Hch 4:12, comp. con Jer 17:5-7; Jon 2:9: «La salvación es de Jehová»). En Jesús resplandece la gloria del Padre (2Co 4:6; Heb 1:3 «el resplandor de su gloria»), y en Él se manifiesta el poder de Dios (2Co 12:9; Flp 4:13).

(b) Cuál es la suprema bendición del Evangelio en la que esperamos cuantos hemos creído en Jesucristo: «Que creyendo (en Él), tengamos vida en su nombre». El Evangelio, pues, nos instruye sobre la fe y nos dirige a ella. Una vida plena, eterna, abundante (Jua 10:10), en virtud de la fe en la persona y obra del Redentor es lo que hemos de proponernos como medio de obtener la salvación y colmar nuestro gozo (v. Jua 15:11; Jua 16:24; Jua 17:13; 1Jn 1:4). Con la mira puesta en un negocio altamente rentable, los hombres arriesgan salud y dinero; pero no hay negocio que pueda compararse al de una vida de fe, en la que se ofrece el mayor beneficio posible por medio del único que tiene «palabras de vida eterna» (Jua 6:68), es decir, realidades de vida eterna, aseguradas por la palabra del Hijo de Dios. Ésa es la herencia incorruptible, incontaminada, inmarcesible de que habla Pedro (1Pe 1:4); un tesoro en los cielos, que nadie puede robar ni echar a perder (Mat 6:19-21).

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