Juan 2:12 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Tenemos ahora una breve visita que Jesús giró a Capernaúm. En Mat 9:1 se la llama «su ciudad» porque había hecho de ella como su «cuartel general» mientras estaba en Galilea y, por cierto, ¡cuán poco reposo pudo tener allí! Era un lugar de confluencia y, por eso, Cristo la escogió a fin de que la fama de su doctrina y de sus milagros se extendiera más rápidamente. Vemos aquí:

1. Quiénes le acompañaron en este viaje: «su madre, sus hermanos y sus discípulos» (v. Jua 2:12). A dondequiera que Cristo iba, (A) no iba solo, sino que llevaba consigo a los que se habían hecho sus discípulos; (B) por otra parte, sus discípulos no le dejaban ir solo, pues les resultaban dulces, ya fuese su doctrina, ya fuese su manjar (v. Jua 6:26). Su madre le seguía ahora, no para interceder con Él, sino para aprender de Él. Sus hermanos, porque habían asistido a las bodas de Caná y sus discípulos porque le seguían a todas partes. Al hablar de «sus hermanos» (v. Mar 6:3), no podemos soslayar este punto polémico con los de la Iglesia de Roma, quienes al sostener la perpetua virginidad de María, no pueden admitir que Jesús tuviese hermanos según la carne, hijos de María y José. Incluso algunos evangélicos, como el famoso obispo anglicano Ryle (v. su comentario a este lugar) sostienen que el término «hermano» equivale a «primo», pues es corriente en la Biblia llamar «hermanos» a primos, tíos y sobrinos. Aunque éste es un tema sobre el cual no conviene iniciar controversia con católicos, no sólo porque es un tema periférico, sino también porque se les hiere innecesariamente en sus sentimientos más profundos, bueno será advertir que es cierto que el hebreo del Antiguo Testamento no distingue siempre entre ambos términos, debido a la escasez de vocabulario, pero el griego distingue muy bien entre adelphós, hermano de padre y madre (o hermano en la fe) y anepsiós, primo (no «sobrino») o sungenís, pariente (v. Luc 1:36; Col 4:10). Ahora bien, está claro por Jua 7:5 que «ni aun sus hermanos (de Jesús) creían en Él» (comp. con Luc 8:20). En cambio, en 1Co 15:11 y otros lugares, se trata de «hermanos en la fe».

2. El tiempo de su permanencia allí: «y estuvieron allí no muchos días». Jesús no solía estar mucho tiempo en un mismo lugar porque le necesitaban en muchos lugares. Además, no podía estar por mucho tiempo en Capernaúm, porque estaba próxima la Pascua, fiesta a la que había de asistir en Jerusalén.

II. «Estando ya próxima la pascua de los judíos, subió Jesús a Jerusalén» (v. Jua 2:13). Esta es la primera pascua a la que Jesús asistió después de su bautismo. Al haber sido «puesto bajo la ley» (Gál 4:4), Jesús observó la pascua en Jerusalén. Fue allá cuando «estaba cerca la pascua» y quería estar allí entre los primeros. Desde que tenía doce años, había observado la pascua, pero ahora iba a hacer algo más, como veremos enseguida.

1. Digamos primero, como introducción, que, en Juan, aparecen tres pascuas (Jua 2:13; Jua 6:4; Jua 13:1); de donde deducimos que el ministerio público de Jesús duró unos tres años, más o menos. De ahí que la purificación del templo que aquí se nos narra sea diferente de la que refiere Mat 21:12. Esta purificación del templo es como una preparación para entender la purificación del templo espiritual que ahora somos los creyentes, como «piedras vivas» (v. Jua 4:21-24; 1Co 6:19; Efe 4:12, Efe 4:16; 1Pe 2:5). Al final, ya no habrá templo, porque la Nueva Jerusalén estará llena de la gloria de Dios y no existirá nada «profano», es decir, excluido del santuario. La pascua era la fiesta principal de los judíos («pascua» significa «paso»), porque la primera pascua (Éxo 12:11-12) significó, en primer lugar, el paso del ángel exterminador que mató a todos los primogénitos de Egipto, y preservó las vidas de los judíos mediante la señal de la sangre del cordero en el dintel y los postes de las casas de los hebreos, como principio de la liberación del pueblo escogido. Por eso dice Pablo que Jesús es «nuestra pascua» (1Co 5:7) y, por ello también, añade que nosotros debemos ser «nueva masa, sin levadura». Jesús es el verdadero «Cordero Pascual» (comp. con Isa 53:7 y, en múltiples lugares de Apocalipsis, como «corderito»), mediante cuya sangre somos salvos, perdonados, liberados del Egipto de nuestros pecados y de la esclavitud del demonio. Es notable la imagen del «cordero», aplicado a nuestro Salvador en calidad de sustituto por nuestros pecados; al ser así que, en el Día de la Expiación, no era un cordero, sino un macho cabrío el sustituto por los pecados del pueblo (v. Lev 16:5).

2. La fiesta duraba siete días y, durante este tiempo, se ofrecían a Dios muchos animales como sacrificio (v. Núm 28:16-25). El día 14 del mes de Nisán (a primeros de abril) se inmolaba el cordero macho, de un año, sin mancha. La fiesta incluía: (A) Una oración de gracias, hecha por el cabeza de familia, y se bebía la primera copa de vino; (B) se comían hierbas amargas, en recuerdo de la amarga estancia de Israel en Egipto; (C) el hijo mayor preguntaba: «¿en qué se distingue esta noche de las demás?» A lo cual respondía el padre de familia y explicaba la historia de la liberación; (D) se cantaban los salmos Sal 113:1-9 y Sal 114:1-8 y se lavaban las manos; (E) se trinchaba y comía el cordero con panes sin levadura, que son emblema de pureza; (F) terminada la comida/cena, se cantaban los salmos Sal 115:1-18 al Sal 118:1-29, también llamados «el gran Hallel». A este día seguían los siete días de la Fiesta de los Panes sin levadura.

3. A continuación, narra Juan la purificación del templo que llevó a cabo Jesús (vv. Jua 2:14-17). Vemos:

(A) Que el primer lugar donde hallaron a Jesús en Jerusalén fue en el templo y, por lo que se echa de ver, no se manifestó ninguna vez en público hasta que vino al templo en esta ocasión.

(B) Que la primera tarea que llevó a cabo en el templo fue la de purificarlo. Al entrar en el atrio, Jesús se percató de que el atrio de los gentiles se había convertido en un mercado, con todo su ruido, su inmundicia y su profanación. Es cierto que cada judío podía traer animales para el sacrificio, pero bien pudo decir Jesús que habían convertido la casa de Dios en «cueva de ladrones» (Mat 21:13; Mar 11:17; Luc 19:46, comp. con Jer 7:11), puesto que Anás y Caifás llenaban sus arcas con el dinero que les proporcionaban los cambistas y vendedores que tenían la exclusiva del negocio y cargaban la mano en el precio de los animales, así como en el cambio de la moneda, la cual debía ser hebrea para ser aceptada como ofrenda a Jehová en el templo (v. Éxo 30:13). Por aquí podemos ver igualmente cuántas veces el amor al dinero siembra la corrupción en las iglesias. Cristo espera que todos cuantos vienen a Él reformen su vida y purifiquen el corazón.

(a) «Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes». En un lugar en que abundaban las sogas o cuerdas gruesas para conducir y amarrar a las reses destinadas al sacrificio, no faltarían elementos para hacer con ellos un látigo. Por analogía con Mat 21:12, y por el masculino griego pantas, parece claro que «todos» se refiere a los traficantes; los animales se enumeran a continuación, y comienza precisamente por «ovejas», que en griego es del género neutro. Notemos que Cristo nunca forzó a nadie a entrar en el templo, pero echó fuera de él a quienes lo profanaban. También hoy existen muchos «templos» cuyos atrios son un mercado de imágenes, de estampas, reliquias, etc. Conforme a Jua 4:24; 1Co 6:19; 1Pe 2:5., etc., sabemos que, en la Nueva Ley, el único «templo de Dios» somos los creyentes, ya que no hay piedras muertas «sagradas». Por eso, nuestros lugares de reunión no son templos, aunque en ellos se deba guardar todo respeto cuando la congregación se reúne para rendir culto al Señor, ya sea en la oración, en el partimiento del pan o en el ministerio de la Palabra. Nosotros, el «templo de Dios», hemos de estar purificados de malas obras; y los pecadores endurecidos están preparando para sí mismos las cuerdas con las que el Señor los ha de arrojar fuera.

(b) «Y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas». Al esparcir las monedas mostró su desprecio del dinero; y al volcar las mesas, mostró su desagrado contra quienes hacían de la religión un negocio material y mundano. Los «cambistas» de los templos son los que ponen tropiezo para ahuyentar a quienes desean acercarse al Señor.

(c) «Y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto» (v. Jua 2:16). Los gorriones y las golondrinas se admiten en la casa de Dios, ya que dependen en todo de la providencia de Dios (v. Sal 84:3), pero no las palomas, de las que los hombres se aprovechaban para su lucro. Jesús ejerce su autoridad de un modo majestuoso, y ejercita así su derecho de Hijo Unigénito del Padre (v. Luc 2:49). Ante esta majestad, los traficantes no reaccionan en contra; con su huida muestran que son conscientes de que están obrando mal. Nótese la diferencia entre el trato que Jesús da a los cambistas (explotadores), a quienes arroja a latigazos, y el que da a los vendedores de palomas, a quienes trata con mayor mansedumbre, pues quizá no explotaban a nadie, pero ejercían el comercio en un lugar sagrado.

(d) Les dio a todos una buena razón del modo como se comportaba: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado». Tenemos aquí: Primero, una razón por la cual no debían profanar el templo, puesto que era la casa de Dios. El mercado tiene su lugar en las tiendas, las plazas o las calles, no en el templo. Esto era un sacrilegio, al robar a Dios su gloria y hacer vil lo solemne. Era poner la religión al servicio de los intereses materiales. En cierto modo, cuantos asisten a los servicios religiosos con la mente y el corazón llenos de las preocupaciones mundanas y de los negocios seculares y, más aún, los que ejercen el ministerio por puro lucro material, hacen de la casa de Dios casa de mercado.

Segundo, una razón por la que Él estaba interesado en purificar el templo, ya que era la casa de Su Padre. Al ser Cristo «el hijo sobre su casa» (Heb 3:6), tenía completa autoridad para purificarla; no podía ver profanada la casa de Su Padre, ni deshonrado el Padre de la casa. De ahí su celo por ejecutar esta limpieza, y el que esta acción deba ser considerada una de sus obras maravillosas, sobre todo si tenemos en cuenta que la llevó a cabo sin la asistencia de ninguno de sus amigos, y sin la resistencia de ninguno de sus enemigos. La corrupción era demasiado clara como para poder ser justificada o excusada. De un modo semejante, la propia conciencia del pecador es el mejor amigo del reformador. Además del celo, había en Cristo un poder divino que se sobreponía al espíritu de los hombres.

(e) A continuación se nos refiere el comentario que los discípulos de Jesús hicieron sobre lo sucedido: «Entonces se acordaron sus discípulos de que está escrito: El celo de tu casa me devora» (v. Jua 2:17). Les vino a las mientes una porción de las Escrituras, que les enseñó a compaginar la mansedumbre del Cordero de Dios con la majestad del Rey de Israel. La cita es del Sal 69:9. Nótese que este salmo es uno de los más citados en el Nuevo Testamento. Entre las 19 referencias a él, destacan, de los propios labios de Jesús, las citas mesiánicas que comportan los versículo Jua 2:4 (Jua 15:25) y Jua 2:21 (Jua 19:28). Es de notar que Juan pasa a futuro, en el original («consumirá»), el «consumió» del salmo en la versión de los LXX que corresponde fielmente al perfecto del hebreo original. La razón de este cambio la encontramos en que, en el Sal 69:9, David se querella ante Jehová de lo que sus enemigos han hecho ya contra él a causa del celo que sentía por la casa de Dios, mientras que Juan predice lo que le acontecerá a Jesús por su celo en purificar el templo. Recordemos que las palabras del versículo Jua 2:19 fueron tergiversadas por los falsos testigos que declararon ante el tribunal de Caifás durante la Pasión del Señor. ¿Cuándo «se acordaron» los discípulos que estaba escrito de Jesús lo del Sal 69:9? Por lo que vemos en el versículo Jua 2:22 parece claro que esto lo recordaron «cuando resucitó de entre los muertos»; es decir, tras el descenso visible del Espíritu en Pentecostés, puesto que el Espíritu había de venir a enseñarles y recordarles todo lo que Jesús les había dicho (Jua 14:26). Téngase en cuenta que el «entonces» de nuestras biblias, al comienzo del versículo Jua 2:17, no se halla en el original.

(f) Jesús nos da aquí un ejemplo del celo que habríamos de tener por las cosas de Dios (comp. con Tit 2:14). Este celo habría de hacer que nos olvidásemos de nuestro prestigio, interés, comodidad, etc., siempre que todas esas cosas entran en competición con el servicio del Señor. La ira de Jesús fue una ira santa, como todos sus actos. No olvidemos que, por poseer una naturaleza humana sin pecado, el corazón de Jesús, como un vaso de agua limpia, sin posos, no podía ser enturbiado por una pasión malsana; sus pasiones estaban siempre sujetas a su mente y a su libre albedrío, como fuerzas que obedecen a una orden superior. Dice el proverbio que «las pasiones son buenos auxiliares, pero malas consejeras». Pero Jesús estaba siempre bien aconsejado por el Espíritu (v. Jua 3:34) y, por eso, sus pasiones se movían al impulso de motivaciones santas. Concretamente, en este caso, le movía «el celo por la casa de Dios». La ira de Jesús no se debía al hecho de las transacciones, sino al modo de hacerlas (explotando a otros) y, sobre todo, al lugar: en la casa de Dios.

4. Cristo ofreció una señal a quienes le demandaban que demostrase su autoridad para llevar a cabo lo que había hecho. Vemos que:

(A) Le piden una señal: «Y los judíos respondieron y le dijeron». No son las «multitudes», como algunos opinan, sino los líderes quienes hacen a Jesús esta pregunta; como no tienen nada que objetar contra el hecho mismo, cuestionan la autoridad de Jesús para llevarlo a cabo, como si le dijesen: «¿Quién te mete a ti en esto, pues no tienes ningún oficio que cumplir en el templo?» Es de notar que Juan usa casi siempre en sentido peyorativo el apelativo de «judíos». Ello se debe, a no dudar, al hecho de que este Evangelio fue escrito unos 26 años después de la catástrofe del año 70 y después del rechazo global del pueblo de Israel del Evangelio del Reino de Dios (v. Hch 13:46). Así pues, las autoridades judías hostiles a Jesús le piden cuentas de esta acción drástica. No se percatan de que tienen ante sí al profetizado en Mal 3:1-3 y de que esta purificación del templo era en sí misma una señal, la que ellos pedían («¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?») Esta actitud de los principales sacerdotes y de los escribas muestra que su corazón estaba más duro y rebelde que el de los cambistas y vendedores, quienes habían salido de allí sin protestar. Los responsables del respeto al templo tienen tan poca vergüenza que reprochan a Jesús algo que ellos mismos deberían haber hecho a su tiempo. En lugar de confesar su culpabilidad por permitir todo aquello, piden a Jesús pruebas de su autoridad, bien manifiesta en la majestad con que había obrado.

(B) Respuesta de Jesús a esta demanda: «Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (v. Jua 2:19). Una señal es para algo que ha de venir después y cuyo cumplimiento probará la veracidad de quien propuso la señal. Así Jesús da como única señal su futura resurrección, tras su Pasión y muerte, ya que, en efecto, la resurrección de Cristo es la prueba más contundente de su divinidad y de su obra salvífica; de ahí, la importancia que a la resurrección de Cristo se da en todo el Nuevo Testamento, especialmente en Rom 4:25; Rom 6:3-10; 1Co 15:4, 1Co 15:12. Así como después habló Cristo, de modo preferente, en parábolas, de tal manera que quienes voluntariamente fuesen ignorantes no pudieran percibir el sentido de lo que predicaba (Mat 13:13-14), también aquí su respuesta va envuelta en una especie de acertijo enigmático, al estilo del mashal semita, tan frecuente a lo largo de todo el Antiguo Testamento y aun en el Nuevo, especialmente en los sinópticos. Los propios términos del original griego, como lúsate (= destrucción de un edificio aplicable a un cuerpo humano) naón = santuario, aplicable al templo, pero más aún al cuerpo de Jesús (v. Jua 1:14 «vimos su gloria», es decir, la shekinah o habitación de Dios en Él; comp. con Col 2:9), y egeró = levantaré, aplicable tanto a un edificio como a la resurrección de un muerto (comp. con el egerthe = fue resucitado, de Rom 4:25), requerían unos momentos de reflexión, máxime ante la paradoja de levantar un templo ¡en tres días! Pero los ciegos judíos, que habrían de estar acostumbrados a esta clase de enigmas, no supieron, ni quisieron, interpretar el verdadero sentido de la frase, como vemos por el versículo siguiente e, incluso, como ya hemos indicado, la tergiversaron después (v. Mat 26:61; Hch 6:14). Como dice W. Hendriksen: «El tipo y el antitipo no se pueden separar. El templo físico de Israel (o tabernáculo) era el lugar en que Dios moraba. De ahí que fuera tipo del cuerpo de Cristo, el cual era también, en un sentido muy superior, la morada de Dios. Si alguien destruye el segundo, el cuerpo de Cristo, también destruye el primero, el templo de piedra de Jerusalén». Recordemos lo dicho en el comentario a 1:14 sobre el sentido del verbo griego eskénosen = puso su tienda de campaña o tabernáculo. Esta unión estrecha entre el sentido del templo y el del cuerpo de Cristo se muestra claramente como advierte Hendriksen, en que: (a) cuando Cristo fue crucificado, y roto su cuerpo también se rasgó el velo del templo y éste perdió su sentido cultual; (b) la muerte de Cristo acarreó más tarde al pueblo judío la destrucción total del templo material.

Notemos que, ya al principio de su ministerio, Jesús predice su muerte por la malicia de los judíos, pues les dice: «Destruid este templo». Tenía una visión clara de los sufrimientos que le esperaban y, con todo, iba hacia la muerte con toda determinación. Pero también predice su resurrección mediante el poder que poseía, al añadir: «Y en tres días lo levantaré». Hubo otros que fueron levantados, pero Jesús se levantó a sí mismo. Por eso escogió esa manera de hablar, al expresarse en términos de destruir y reedificar el templo, ya que tenía que justificarse ahora de haber purificado el templo que ellos estaban profanando. Como si les dijera: «Vosotros que profanáis un templo, destruiréis después otro; y yo demostraré mi autoridad en purificar lo que vosotros habéis profanado, cuando yo levante lo que vosotros habréis destruido».

(C) Nueva réplica de los judíos: «En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú lo levantarás en tres días?» (v. Jua 2:20). Como si dijesen: «La obra del templo ha sido siempre tarea lenta, ¿y vas a llevar a cabo tú tan rápidamente esa obra?» Mostraban su conocimiento en cuanto al tiempo en que el templo material había sido construido, pero también mostraban su ignorancia, no sólo del sentido de las palabras de Jesús, sino, sobre todo, del poder de Cristo, como si no fuera capaz de hacer otra cosa que lo que los hombres solían hacer. En realidad, como lo vemos en muchos pasajes de los evangelios, no sólo los enemigos de Jesús, sino también sus propios discípulos, no acertaban a discernir el verdadero sentido de las palabras de Cristo, ni a encontrar el antitipo de muchos tipos ya profetizados en el Antiguo Testamento. Si hubiesen estudiado atentamente las Escrituras (v. Sal 40:6-7; Jer 3:16), habrían sabido que el templo, con todos sus enseres y ceremonias, estaban destinados a ser destruidos un día. No les cabía en la cabeza que aquel templo, suntuosamente edificado por Herodes el Grande desde el año 19 a.C., llevaba ahora más de 46 años sin terminar de construirse ¡e iba a terminarse unos pocos años antes de ser destruido por completo! El «tú» de la segunda parte del versículo tiene un tono despectivo: «¿tú vas a reedificar en tres días el templo que no hemos terminado en 46 años?»

(D) «Pero Él se refería al templo de su cuerpo» (v. Jua 2:21). Aquí, el evangelista mismo explica lo que Jesús había querido realmente decir, para que sus lectores no se llamen a engaño, como les había ocurrido a los judíos. Hay quienes opinan que, cuando dijo Jesús: «Destruid este templo», apuntó con el dedo hacia su propio cuerpo; pero el texto no da lugar a esta interpretación. Lo cierto es que, aparte de lo ya apuntado, había muchas semejanzas entre el templo material y el cuerpo de Jesús: Como el templo, también el cuerpo de Jesús había sido formado bajo la dirección de Dios; como el templo, también era una casa santa; como el templo, era la habitación de la gloria de Dios, allí habitaba el Verbo eterno pues Él es Dios con nosotros, Immanuel. Los adoradores judíos miraban hacia el templo cuando se hallaban lejos de él, del mismo modo, hemos de poner nosotros la vista en Jesús, el autor y consumador de nuestra fe (Heb 12:2), con la mira en las cosas de arriba (Col 3:1-3), pues allí se halla Jesús, nuestro tesoro.

(E) Viene finalmente la reflexión posterior de los discípulos de Jesús: «Por eso, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto; y creyeron a la Escritura y a la palabra que Jesús había dicho» (v. Jua 2:22). Es probable que a los discípulos les intrigase durante mucho tiempo la frase de Jesús en el versículo Jua 2:19. Cuando Cristo resucitó al tercer día, comenzaron a entender. Y lo comprendieron perfectamente cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos. «La Escritura» es aquí los lugares como Isa 53:10-12 y, especialmente, Sal 16:10, citado en Hch 2:27. «Y a la palabra que Jesús habla dicho», es decir, las frases del versículo Jua 2:19. Todo esto tiene aplicación también para nosotros. Las memorias de los discípulos de Cristo deben ser como el tesoro del buen padre de familia, bien provisto de «cosas nuevas y cosas viejas» (Mat 13:52). Sobre todo, los más jóvenes en edad y profesión de la fe cristiana habrían de estar ávidos de atesorar aquellas verdades cuyo sentido y utilidad no entienden bien de momento, pero después les han de servir de gran provecho. El mismo día de su resurrección, Jesucristo les abrió la mente a los discípulos para que comprendiesen las Escrituras (Luc 24:45). Si estamos atentos a las palabras de la Biblia y somos receptivos al Espíritu Santo que nos ilumina la mente para que las entendamos, nos percataremos de que «así estaba escrito y así era necesario que sucediera» (Luc 24:46).

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