Juan 5:31 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En estos versículos, Jesús presenta las credenciales que le atestiguan como Enviado de Dios.

I. Comoquiera que los judíos, según la Ley (Deu 19:15), exigían el testimonio de dos testigos, Jesús condesciende a retirar por ahora su propio testimonio, porque no lo necesita (comp. con Jua 8:13-17 y se verá que no hay contradicción con Jua 5:31) y dice a los judíos: «Si yo doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero (lit. verídico; gr. alethés)»; es decir, «no es válido según la ley».

II. En cambio, presenta seis testimonios, más que suficientes para demostrar la verdad de sus palabras y la rectitud de sus obras:

1. El testimonio del Padre: «Otro es el que da testimonio acerca de mí, y sé que el testimonio que da de mí es verdadero» (v. Jua 5:32). Hay exegetas que entienden aquí el testimonio de Juan el Bautista, por el contexto posterior, pero es mucho más probable que se refiera al testimonio del Padre, puesto que: (A) Todos los verbos del versículo están en presente, mientras que el testimonio de Juan pertenecía ya al pasado; (B) la semejanza con Jua 8:16-18 demuestra que este primer testigo es el Padre. Al oír esto, los judíos se quedarían perplejos sin saber a quién aludía (comp. con Jua 8:19), al deducir al fin, que se refería al Bautista, por lo que Jesús aduce a continuación el testimonio de éste. El Padre, al enviar al Hijo al mundo, le puso el sello (Jua 6:27, lit.) que le acreditaba como Enviado suyo. Por eso, el que no cree en Jesús, hace a Dios mentiroso (v. 1Jn 5:9-12).

2. También Juan el Bautista dio testimonio de Jesús: «Vosotros enviasteis mensajeros a Juan (v. Jua 1:19), y él dio testimonio de la verdad» (v. Jua 5:33). Nótese el verbo en pasado». Con este objetivo surgió el Bautista: Para dar testimonio de la luz que es Cristo (Jua 1:6-9). El testimonio de Juan había sido público y solemne, pues lo había dado abiertamente ante la embajada de sacerdotes y levitas que los judíos de Jerusalén habían enviado para interrogarle. Esto dio a Juan la oportunidad de dar testimonio de la verdad. No dice: «de mí», sino, con toda modestia e imparcialidad: «de la verdad», aun cuando Él mismo era la verdad (Jua 14:6). Dos cosas se añaden aquí acerca del testimonio de Juan:

(A) Que había una clase de testimonio que Jesús no necesitaba: «Pero yo no recibo testimonio de parte de hombre alguno» (v. Jua 5:34). Cristo no necesita credenciales ni certificados humanos, pues lleva consigo su propia garantía como lleva consigo su propia autoridad y excelencia. ¿Por qué, pues, aduce el testimonio del Bautista? «Mas digo esto para que vosotros seáis salvos» (v. Jua 5:34). Como si dijera: «No necesito del testimonio de Juan, pues basta mi propio testimonio; pero, ya que vosotros tuvisteis respeto y aprecio a Juan, aduzco su testimonio a fin de que creyéndole a él, que dio testimonio de mí, os inclinéis a creerme a mí y podáis así ser salvos, pues eso es lo que más deseo y para eso he venido» (comp. con Luc 19:10). Cristo desea la salvación de todos, incluso de sus más encarnizados enemigos y perseguidores (v. Luc 23:24).

(B) Que era un testimonio acerca de Juan, aun siendo éste un hombre, por el respeto que ellos tenían al Bautista (v. Jua 5:35). Donde vemos:

(a) El carácter del Bautista: Él era una lámpara que ardía y alumbraba». No era la luz (Jua 1:8), sino una lámpara, es decir, una luz derivada y subordinada. «Ardía y alumbraba»; nótese el orden de los verbos: un creyente no puede alumbrar con su palabra, si no arde con su amor. Ardía de veras, no fingía arder, porque el fuego pintado puede reflejar la luz y brillar de algún modo, pero sólo el fuego verdadero arde; esto denota actividad, celo y fervor. El fuego no dice: «¡Basta!» (Pro 30:16). Y el fuego santo es un fuego de amor, al que no pueden apagar las aguas ni los ríos (Cnt 8:7). Por ser fuego necesita combustible, algo en que cebarse; tiende a extenderse por lo que resulta buen ministro de Dios (Sal 104:4). Juan también alumbraba al arder; no era un fuego lento, que no brilla ni un fuego subterráneo que no calienta, sino un fuego con fervor y brillo; lo que, en buen castellano, se llama «lumbre» (ésta es la exacta traducción de phos en Mar 14:54; Luc 22:56). Ésa es la clase de luz con que todo creyente debe brillar (Mat 5:16).

(b) La atención que suscitó entre el pueblo: «Y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en su luz». Por Mat 3:5., vemos la popularidad que Juan alcanzó rápidamente entre el pueblo. Todos parecían estar orgullosos de que en su generación surgiera un profeta tan grande como Juan. Llegaron a tomarle por el Mesías. Pero esta conmoción gozosa pasó pronto; fue sólo «por un tiempo», como los niños con una fiesta de fuegos artificiales. Pero, cuando Juan comenzó a desengañarles y a poner el dedo en la llaga de cada uno, pronto se cansaron de él y dijeron que tenía demonio (Mat 11:18; Luc 7:33), como si estuviera fuera de sí por la austeridad con que vivía. Además, Juan tuvo poco tiempo para ejercer su ministerio, porque Herodes le puso en prisión. Los fieles ministros de Dios arden tanto que, de ordinario, se consumen pronto, no sólo por el fervor con que trabajan, sino porque sus enemigos y, con frecuencia, aun los miembros mismos de sus congregaciones les arruinan la salud. Esto es particularmente cierto con respecto a los falsos profesantes, quienes suelen enfriarse tanto más pronto cuanto parecieron al principio ser los más calientes. Cristo menciona estos detalles acerca de Juan y de la oposición que los enemigos de la luz le habían presentado, a fin de condenar la oposición que Él mismo tenía que soportar de parte de ellos. Si hubiesen continuado en el respeto a Juan, le respetarían ahora a Él. Pero así se muestra cómo muchos de los que se regocijan en la luz no están dispuestos a andar en ella.

3. El testimonio de las obras mismas que Jesús llevaba a cabo: «Mas yo tengo mayor testimonio que el de Juan, porque las obras que el Padre me dio para que las llevase a cabo (v. Jua 4:34; Jua 10:25, Jua 10:38; Jua 14:11; Jua 17:4; Jua 19:30), las mismas obras que yo hago dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (v. Jua 5:36). Juan no había hecho ningún milagro (Jua 10:41), pero Jesús hacía muchos, grandes, visibles, públicos, beneficiosos y sin fraude. El Evangelio de Juan nos refiere cuatro veces esta apelación a los milagros de Jesús como prueba de que era el Enviado del Padre (Jua 3:2; Jua 5:36; Jua 10:25; Jua 15:24). Estamos tan hechos a leer los evangelios, que nos parece normal encontrar en ellos los muchos y grandes milagros que hizo Jesús; pero a la generación que los presenció, debieron de hacerle una impresión tremenda. Esta tremenda evidencia no podía ser puesta en duda. En realidad, no se atrevieron a negarla, sino que apelaron al blasfemo recurso de atribuirlos a un pacto con Satanás. A quienes los niegan hoy, conviene refrescarles la memoria con este detalle tan significativo. Con todo, Jesús no se atribuye a sí mismo una iniciativa independiente en la realización de sus milagros, sino que, tanto en los mensajes que pronuncia, como en los milagros que lleva a cabo, siempre da la gloria al Padre: «las obras que el Padre me dio» (v. Jua 14:10; Jua 17:8); obras que fueron planeadas en el seno de la Trina Deidad desde antes de la fundación del mundo. El testimonio de Dios es siempre superior (infinitamente superior) al de cualquier hombre (v. 1Jn 5:9). La vida entera de Jesús fue un canal purísimo a través del cual Dios mostró Su naturaleza a los hombres (Jua 1:14; Jua 14:9; 1Ti 3:16; 1Jn 4:2). A través de Jesús podemos ver, no sólo el poder, sino también la sabiduría y el inmenso amor del Padre. De estas obras extraordinarias dice Jesús tres cosas: (A) que le fueron dadas por el Padre; del Padre les venía el designio y el poder; (B) que le fueron dadas para que las llevase a cabo, lo cual hizo Él con toda perfección, con sumo agrado y arrostrando terribles fatigas, persecuciones y padecimientos; (C) que esas obras daban testimonio de Jesús, pues nadie, sino un Enviado de Dios podía hacerlas; y no un enviado cualquiera, como un criado enviado por el amo, sino como un Hijo enviado por el Padre. Dios no envió un ángel a morir por nosotros, sino que vino Él mismo en la persona del Hijo.

4. A continuación, Jesús presenta con mayor amplitud el testimonio personal del Padre respecto de Él: «También el Padre que me envió, ha dado testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz ni habéis visto su aspecto» (v. Jua 5:37). Es cierto que Dios había hecho oír su voz en testimonio de Jesús, tanto en su bautismo como en su transfiguración (v. Mat 3:17; Mat 17:5); pero esto no sería prueba suficiente para los interlocutores, puesto que, a la primera de dichas ocasiones, sólo Juan el Bautista oyó esa voz; en la segunda, sólo Pedro, Juan y el hermano de éste, Santiago el Mayor, habían oído la voz del Padre. A la vista de esto y del inmediato contexto posterior es mucho más probable que Jesús se refiera al testimonio de las profecías del Antiguo Testamento. El Padre había testificado abundantemente del Mesías en los siglos pasados. Si ellos hubiesen prestado atención a este testimonio, no andarían a ciegas respecto a las credenciales de Jesús como Mesías, pero ellos habían fracasado voluntariamente en reconocer en las palabras de Jesús la voz de Dios, y en las obras y la conducta toda de Jesús el aspecto de Dios, es decir, la forma externa (gr. eidos) en que el Dios esencialmente invisible (1Ti 6:16) se manifestaba a través de Cristo (Jua 1:18; Jua 14:9). Los judíos, al desconocer este testimonio mostraban: (A) Ignorancia de Dios, como la podría tener un hombre de otro hombre a quien jamás hubiese visto ni oído. Siempre ocurre lo mismo: La ignorancia de lo que la Biblia nos dice acerca de Dios es la única razón por la que los hombres rechazan el testimonio que la Palabra nos presenta acerca de Jesús y de la salvación que vino a traer al mundo; (B) rebeldía contra Dios, puesto que no permitían que la Palabra que estaba en medio de ellos, penetrase de veras dentro de ellos: «Ni tenéis su palabra morando en vosotros» (nótese el verbo «morar», que siempre implica comunión). La Biblia Hebrea brillaba ante los ojos de ellos y sonaba en sus oídos, pues se leía siempre en voz alta pero no penetraba en el corazón de ellos ni gobernaba la conducta. ¿De qué les servía el que les hubiesen sido encomendados los oráculos de Dios (Rom 3:2), cuando no observaban lo que estos oráculos demandaban? Donde la Palabra de Dios no permanece, sino que se oye o se lee a la ligera, no puede hacer la obra a la que está destinada (v. Stg 1:22-25). ¿En qué se conocía que la Palabra de Dios no moraba en ellos? En que no reconocían, por medio de ella, en Jesús al Mesías: «Porque a quien Él envió, vosotros no creéis». Sólo convirtiéndose al Señor, se quita el velo que oculta la fuerza de este testimonio (v. 2Co 3:14-16), porque el Espíritu Santo guía hacia la verdad (Jua 14:26; Jua 15:26; Jua 16:13), descubre las cosas de Dios (1Co 2:10-16) y calienta el corazón (Luc 24:32) para escucharlas y ponerlas por obra. El morar de la Palabra y del Espíritu en nosotros se muestra por sus efectos, especialmente por el recibimiento que se hace al Enviado de Dios.

5. El testimonio que a continuación presenta Jesús va directo a las Escrituras del Antiguo Pacto: «Escudriñad (o «Escudriñáis») las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna». Como el presente de indicativo y el presente de imperativo son iguales en griego, discuten los comentaristas si se ha de leer «escudriñad» o «escudriñáis» (v. la RV 1977. Nota del traductor). En el primer caso, Jesús estaría incitando a los judíos a que estudiasen bien las Escrituras para percatarse de que ellas dan testimonio de Él. La mayoría de los comentaristas antiguos, incluyendo al Crisóstomo, Agustín de Hipona, Lutero, Calvino y Ryle, lo entienden así. En el plano devocional, es aprovechable este sentido. Debemos estudiar la Biblia con toda diligencia, y profundizar en cada pasaje cuanto nos sea posible, y comparar unas porciones con otras, y no sólo ver lo que nos enseñan, sino también cumplir lo que nos mandan. Quienes deseen hallar a Cristo han de escudriñar las Escrituras, lo cual requiere diligencia en buscar y deseo de hallar. Hemos de buscar con mayor empeño que el que lleva a los hombres a las minas de oro o plata y a los buscadores de perlas. Decía Lutero: «Hallamos al infante en la cuna, a Cristo le hallamos en la Biblia». Sin embargo, la mayoría de los comentaristas modernos entienden la frase en indicativo. Hendriksen tiene toda la razón cuando, en favor de este sentido, arguye que es el único que da razón del contexto, tanto anterior («su palabra está entre vosotros, pero no mora en vuestro corazón»), como, especialmente con el posterior («porque a vosotros os parece que en ellas tenéis vida eterna»). Los judíos no estaban equivocados al pensar que en las Escrituras hay vida eterna, pero lo que Cristo quiere hacerles ver es que, por mucho que escudriñen la letra de las Escrituras, no les aprovechará para la vida eterna, porque no aciertan a verle a Él en las Escrituras, al ser así que «ellas dan testimonio de mí», esto es de Cristo; si se les quitara el velo del corazón, el conocimiento intelectual que tenían de las Escrituras les llevaría a Jesús, en quien está la vida (v. Jua 5:40, comp. con Jua 1:4; Jua 3:36; Jua 5:21; Jua 6:33.; Jua 10:10; Jua 20:31; 1Jn 5:11-13). Era proverbio corriente entre los judíos que «el que tiene las palabras de la Ley tiene vida eterna». Y los rabinos llegaban a decir que Dios mismo en el Cielo no tiene mejor ocupación ni mayor contentamiento que leer la Ley. Tenían sumo cuidado, no sólo en examinar y memorizar todas sus palabras, sino también en distinguir y retener los acentos para modular su lectura y las tildes cuya confusión u omisión puede influir en una incorrecta lectura. Sin embargo, preocupados excesivamente por la letra se les escapaba el espíritu. El rabino Saulo recordaba esto cuando escribía «la letra mata, pero el espíritu vivifica» (2Co 3:6. V. todo el contexto posterior, que retrata bien el estado de los judíos con los que Cristo habla en Jua 5:1-47). Nótese ese «no queréis» del versículo Jua 5:40, que explica la triste condición de todo el que no recibe a Cristo (comp. con Jua 7:17). Jesús va a las raíces mismas de la actitud hostil de los judíos contra Él, al descubrir los perversos motivos que anidaban en el corazón de ellos (comp. con Jer 17:9). La gente no se condena por falta de luz, sino por falta de voluntad. Un corazón en tinieblas impide que la mente funcione razonablemente (v. Rom 1:21).

Esto se echa de ver en el versículo Jua 5:41: «Gloria de los hombres no recibo». Algunos comentaristas no aciertan a ver el sentido de este versículo, pero el sentido es claro, pues equivale a decir: «Todo esto no lo digo por pensar que merezco ser alabado por vosotros, sino porque deseo vuestra salvación». Parece responder a una maliciosa suposición de sus interlocutores, como expone Hendriksen. Es probable que los judíos pensasen: «Este individuo se enfada porque le acusamos de quebrantar el sábado y de hacerse igual a Dios. Si le hubiéramos aplaudido por el milagro que hizo al curar al paralítico, se habría quedado satisfecho». A esto Jesús contesta: «No, yo no busco alabanzas de parte de los hombres; no es aplauso lo que busco. La razón de todo lo que estoy diciendo no es mi afán de gloria, sino vuestra falta de sinceridad». Y, a continuación, les declara las razones por las que no quieren recibirle como a Enviado de Dios:

(A) Falta de amor a Dios: «Pero yo os conozco, que no tenéis amor de Dios en vosotros mismos» (v. Jua 5:42). La razón por la que tantos menosprecian a Cristo es que no aman a Dios. En el versículo Jua 5:37 les había reprochado Jesús su ignorancia de Dios; ahora les reprocha su falta de amor a Dios. Así, en un círculo vicioso, muchos no aman a Dios porque no le conocen de veras ni desean conocerle. Los judíos se jactaban de amar a Dios y de observar sus mandamientos, pero «su celo de Dios no correspondía a un correcto conocimiento de Él» (v. Rom 10:2). Hay muchos que profesan amar a Dios, pero no lo muestran en su conducta al no seguir la santidad, «sin la cual nadie verá al Señor» (Heb 12:14). Cristo sabía que ellos no tenían amor de Dios (v. comentario al v. 6). No pensemos que podemos engañarle con falsas profesiones, porque Él atraviesa con su mirada todas las caretas, por muy bellas que sean las máscaras que nos pongamos. Podemos engañar a nuestros vecinos, amigos y hermanos; podemos incluso engañarnos a nosotros mismos; pero no podemos engañarle a Él.

(B) La búsqueda de vanidades y sensacionalismos: «Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése recibiréis» (v. Jua 5:43). Los escritores antiguos opinaron que Jesús se refería aquí al Anticristo. No hay razón alguna para opinar así. Es cierto que el Anticristo engañará a muchos (v. 2Ts 2:9-10; Apo 13:14), pero Cristo se refiere aquí probablemente a los muchos falsos «cristos» que aparecieron en los siglos I y II de nuestra era (v. Hch 5:36-37, y el Barkokhba 132 135 d.C. , de quien el rabino Akiba dijo que era «la estrella de Jacob» de Núm 24:17). Según Stier, citado por Ryle, no menos de 64 falsos «Mesías» aparecieron con esta pretensión y tuvieron cierto crédito entre los judíos. La inclinación a creer a falsos profetas y maestros es proverbial entre los buscadores de sensacionalismos que halagan la vista y el oído (v. 2Ti 4:3-4). Los fuegos fatuos fascinan más que el fuego real. Hasta muchos creyentes prefieren sermones que satisfagan su curiosidad a mensajes que pongan el dedo en la llaga. Predicadores que declaman y gesticulan son, para los creyentes inmaduros, preferibles a los sanos y competentes expositores de la Palabra de Dios. ¡Desgraciado el ministro de Dios que busca así su propia gloria! Peor es todavía el caso del predicador que falsea, por ignorancia o por malicia, el claro sentido de la Palabra. Recuerdo (nota del traductor) dos predicadores (el uno un cura católico; el otro, un predicador «evangélico») a quienes les oí la siguiente barbaridad: «¿Prepararse para subir al púlpito? ¡Para eso, está el Espíritu Santo!» Para ellos era pura receptividad al Espíritu lo que, lisa y llanamente, no es otra cosa que tentar a Dios.

(C) La búsqueda del aplauso ajeno, con propaganda recíproca y autobombo: «¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único? (lit. de parte de Dios solo)» (v. Jua 5:44). Como hace notar Hendriksen, el vocablo mismo «judío», proveniente de «Judá», significa «alabado». Pablo recuerda a sus compatriotas que «la alabanza del cual (del judío genuino) no viene de los hombres, sino de Dios» (Rom 2:29). Pero al buscar la propia gloria, estos judíos buscaban la alabanza de los hombres y, en su propio orgullo, despreciaban a Jesús. Vemos:

(a) La ambición por obtener alabanzas de los mundanos al contrario que Cristo (v. Jua 5:41). Jesús viene a decirles: «Deseáis recibir gloria unos de otros y eso es todo lo que apetecéis. Otorgáis honor a otros y los aplaudís, únicamente para que ellos, a su vez os honren y aplaudan a vosotros». De éstos dijo Cristo: «De cierto os digo que ya están recibiendo su recompensa» (Mat 6:2, Mat 6:5, Mat 6:16).

(b) El menosprecio de la alabanza de Dios: «no buscáis la gloria de parte de Dios solo». Este gran honor pertenece en exclusiva a los creyentes verdaderos; todos los que creen en Cristo reciben de Dios «gloria, honra, inmortalidad y paz», pues son ellos quienes la buscan de Él (Rom 2:7, Rom 2:10). Éste es el premio de vida eterna, no de aplauso temporal.

(c) La influencia que estas malas disposiciones ejercían en su incredulidad: «¿Cómo podéis vosotros creer …?» La ambición de honor y gloria por parte del mundo son un tremendo obstáculo para creer en Jesucristo, porque hacen al hombre esclavo de un ídolo y conculcador del gran Shemá de Deu 6:4-5. «Nadie puede servir a dos señores» (Mat 6:24).

6. El último testigo al que Jesús apela es Moisés (vv. Jua 5:45-47). Cristo les muestra:

(A) Que Moisés fue un testigo contra los judíos incrédulos: «No penséis que yo voy a acusaros ante el Padre» les dice Jesús . Como observa W. Hendriksen, ante los agudos reproches de los versículos que anteceden, es posible que los judíos comenzasen a sospechar que lo que Cristo les dice en el versículo Jua 5:34 no era verdad, sino que Jesús era un «acusador» al estilo de Satanás, cuando éste se puso a la derecha del Ángel de Jehová para acusar al sumo sacerdote Josué de que las vestiduras que llevaba no estaban limpias (Zac 3:1-5). Pero no era ese el propósito de Jesús (v. Jua 3:17). Jesús no vino a este mundo como acusador, sino como abogado (1Jn 2:1-2), como Mediador entre Dios y los hombres (1Ti 2:5). Incluso en la Cruz, no acusó a quienes le crucificaban, sino que oró al Padre para que les perdonara (Luc 23:34). Es Moisés, «en quien tenéis puesta vuestra esperanza, quien os acusa» (v. Jua 5:45). Los judíos se jactaban de ser «discípulos de Moisés» (Jua 9:28) y esperaban que, mediante la observancia de las leyes y ordenanzas que Moisés les había prescrito de parte de Dios, serían salvos. Este Moisés, cuyas instrucciones analizaban y discutían con una casuística extremadamente minuciosa, mostraría ser el verdadero acusador de ellos. Quienes ponen toda su confianza en los privilegios de que disfrutan, se encontrarán un día con que esos mismos privilegios serán sus más temibles testigos contra ellos.

(B) Que Moisés testificó de Cristo y de sus enseñanzas: «De mí escribió él» (v. Jua 5:46). Mediante tipos y figuras, todo el Pentateuco, redactado por Moisés, apuntaba hacia Cristo; pero hay pasajes como Gén 3:15; Gén 9:26; Gén 22:18; Gén 49:10, Núm 24:17 y Deu 18:15-18 que se refieren directamente al Mesías venidero. Así que, bien pudo decirles Jesús: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí» (v. Jua 5:46). Muchos dicen que creen, pero sus acciones demuestran que sus palabras son una mentira. Quienes creen una parte de la Escritura han de creer y poner por obra toda la Escritura, puesto que toda está inspirada por Dios (2Ti 3:16). El hecho de que estos judíos no creyesen en Cristo, de quien Moisés había hablado tan claramente demostraba que no era verdad que creyesen a Moisés. «Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (v. Jua 5:47). Muchos se confunden al leer este versículo, como si Jesús antepusiera la autoridad de Moisés a la suya propia. Pero no es esto lo que Jesús intenta subrayar aquí. La comparación que establece Jesús es entre los escritos de Moisés y las palabras suyas, y es una especie de silogismo en que las premisas son los escritos de Moisés, y la conclusión la fe en Jesús; como si les dijera: «Para vosotros no hay nada tan sagrado como la Ley de Moisés. Colocáis la Torah sobre toda otra autoridad (al menos, en teoría; pues, en la práctica, superponéis las tradiciones de los ancianos). Moisés es vuestro supremo líder, y sus escritos están, en vuestra opinión, por encima de las enseñanzas que cualquier persona, incluido yo, os pueda impartir. Si, por consiguiente, no creéis en lo que él escribió, ¿cómo podréis creer lo que yo diga?» Argumento contundente, cuya validez nunca caduca. Como concluye Hendriksen: «Negad las Sagradas Escrituras, y todo está perdido. Los judíos necesitaban esta lección; también nosotros la necesitamos hoy».

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