Juan 8:31 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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En esta sección tenemos:

I. La consoladora enseñanza que Jesús imparte acerca de la verdadera libertad de que gozarán los que se hagan discípulos de Él: así si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (vv. Jua 8:31-32). Tres cosas importantes podemos considerar aquí:

1. El carácter del verdadero discípulo de Jesús: «Si vosotros permanecéis en mi palabra». El verbo «permanecer», especialmente en Juan, no significa una mera continuidad, sino una comunión y hasta una mutua inmanencia (Jua 15:4-7; 1Jn 4:16). Permanecer, pues, en la palabra de Jesús es identificarse con ella y hacer de ella la norma de nuestra vida. Esta vida de obediencia, de seguimiento constante del Salvador, es lo que hace de una persona un verdadero discípulo de Cristo.

2. El privilegio del verdadero discípulo de Cristo: «Y conoceréis la verdad». Tanto el verbo «conocer» como el sustantivo «verdad» significan para un judío mucho más de lo que significan para un filósofo occidental. «Conocer» es tener experiencia personal con el objeto conocido (comp. Gén 4:1) y, si se trata del conocimiento de Dios, sólo puede obtenerse por revelación e implica la respuesta a un previo conocimiento y amor por parte de Dios (v. Rom 8:29; 1Co 8:1-3, 1Jn 4:7-17). La «verdad» en sentido bíblico no es tampoco un fruto intelectual: «la adecuación de la mente al objeto», como la definían los filósofos escolásticos, sino la «sabiduría de Dios, hecha norma de la vida humana» (v. Ecl 12:13; Jua 3:21; Jua 17:17; Efe 6:14; 1Jn 2:4; 3 Jn. vv. 3Jn 1:3, 3Jn 1:12). Así se entiende mejor Jua 14:6: «Yo soyla verdad» la Sabiduría de Dios encarnada. Y el que ve las cosas como Dios las ve (comp. con Isa 55:8) tiene una perspectiva apropiada de Dios, del mundo y de sí mismo, pues verá las cosas en su verdadero color y les dará el aprecio que corresponde al verdadero valor que tienen. Esto es lo que se suele llamar una correcta «escala de valores».

3. La felicidad del verdadero discípulo de Cristo: «y la verdad os hará libres». Después de la vida (y, a veces, más que la vida), los seres humanos aman la libertad; pero, al ignorar la verdad, desconocen la verdadera libertad. En efecto, la verdad que santifica (vv. Jua 15:3; Jua 17:17) nos libra de la ignorancia y del pecado, que son los dos enemigos de la libertad; la ignorancia lo es porque impide ver la realidad, el genuino valor de las cosas; el pecado lo es porque es el fruto de la concupiscencia, de la pasión desordenada. El pecador es esclavo del pecado (v. Jua 8:34), porque es seducido y atraído por la pasión, en lugar de ser él el dueño, el controlador de sus pasiones (Stg 1:14-15); en vez de ser el caballo el que obedece al jinete, es el jinete quien está a merced del caballo desbocado, por no saber, o no poder, manejar el freno. La mejor expresión de la libertad es el servicio (v. Gál 5:13), porque la disposición a servir, por amor, a los demás, nos libera del peor enemigo de la libertad, que es el egocentrismo, por el que el hombre pierde su vida en un intento falso de salvar su «yo». La proliferación moderna de toda clase de neurosis se debe, como ha observado el gran psicólogo A. Adler, al incremento del egocentrismo. Sólo el amor-ágape nos proporciona la verdadera libertad, según la famosa frase de Agustín de Hipona: «Ama y haz lo que quieras» (de ordinario, mal citada y fuera de su contexto), pues el amor del que Agustín habla no es el amor erótico (latín amare), sino el amor generoso, desinteresado de sí mismo (latín diligere), que nuestras Biblias solían traducir por «caridad», pero este vocablo ha perdido su sentido original y suele entenderse por «limosna». Lo que Agustín quería dar a entender es lo mismo que dice Pablo en Rom 13:8, Gál 5:14: «El que ama al prójimo, ha cumplido la ley»; y el que ha cumplido la ley, se ha liberado de toda «obligación», pues el amor rompe las ataduras del deber al ir mucho más lejos de lo que se «debe». La verdad de Dios, llevada a la práctica, proporciona verdaderamente la libertad, pues extirpa los prejuicios, los errores, las falsas nociones y restablece al ser humano el dominio de sí mismo. La mente se ensancha con el progresivo conocimiento de Cristo (v. 2Co 3:17-18), y el corazón se ensancha para cumplir los mandamientos divinos (v. Sal 119:32) y servir por amor a nuestros hermanos (v. 2Co 6:11-12).

II. La ofensa que estos carnales judíos recibieron al oír esta enseñanza de Cristo: «Le respondieron: Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?» (v. Jua 8:33). Veamos:

1. Qué es lo que les ofendió: La frase «la verdad os hará libres». 2. Qué es lo que alegaron en contra: «Linaje de Abraham somos». Es muy frecuente en familias que han degenerado de su linaje el jactarse de la gloria y de la dignidad de sus antepasados y tomar prestado del blasón familiar un honor al que ellos hacen deshonra. Esto es lo que los judíos hacían al apelar al patriarca Abraham, como si la fe y la obediencia del gran amigo de Dios pudiese expiar por la falta de piedad que ellos mostraban. Juan deja claro en su prólogo que la dignidad de Dios no se adquiere por herencia (Jua 1:13). «No todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos» (Rom 9:6), puesto que «de las piedras puede Dios suscitar hijos a Abraham» (Luc 3:8). Como hace notar Hendriksen, la libertad de que estos judíos se jactan no podía ser la libertad política ya que no podían olvidar haber sido esclavos de Egipto, Babilonia, Persia, Siria y, actualmente, Roma; tampoco podían pensar en la libertad social, pues muchos judíos habían sido esclavos. Pensaban, sin duda, en la libertad espiritual, al ser descendientes de Abraham, con quien Dios había establecido el pacto de gracia y a quien había otorgado las magníficas promesas, por las que de la descendencia de Abraham saldría la salvación, y ellos, los israelitas, serían una raza escogida, una nación santa, con un sacerdocio regio y el privilegio de ser posesión del verdadero y único Dios (v. Éxo 19:6; Deu 7:6; Deu 10:15). Pero todos estos privilegios (v. Rom 3:2; Rom 9:4-5) de nada servían a quienes se negaban a creer en el Mesías, puesto que por las obras de la Ley no podían ser justificados delante de Dios (Rom 3:20). Sólo la verdad que Cristo proclamaba podía conferirles la verdadera libertad, pero el corazón de ellos estaba endurecido, de tal manera que la esclavitud del pecado, la cautividad bajo Satanás y la libertad del amor les sonaban extrañas a los oídos de ellos (comp. con Hch 17:20).

III. La vindicación que Cristo hace de su doctrina en los versículos Jua 8:34-37, en los que observamos estas cuatro cosas:

1. Les muestra que hay una esclavitud de la que ellos no se querían percatar: «Todo aquel que hace pecado es esclavo del pecado» (v. Jua 8:34). Nótese que el verbo está en presente e implica una práctica habitual (comp. con 1Jn 3:4-9, es decir, como observa Hendriksen, «el que vive en pecado», no el que cae algunas veces en pecado (comp. con 1Jn 1:8). El prefacio con que Jesús introduce esta declaración es el que usa en otras solemnes ocasiones: «De cierto, de cierto os digo» (v. Jua 8:34). Es el estilo de los profetas de antaño, pero ellos decían: «Así dice Jehová», porque eran siervos fieles; pero Cristo es el Hijo y puede hablar en su propio nombre: «Os digo». Obsérvese igualmente que Jesús hace una declaración universal: «Todo aquel que hace pecado»: todo pecador habitual es un esclavo de su pecado, de su vicio y, con mucha frecuencia, lo confiesa al exclamar cuando alguien le exhorta a dejar el vicio: «No puedo». Es un esclavo, porque se deja dominar por su amo (v. Rom 6:16; Rom 11:32; 2Pe 2:19), y está encadenado con vínculos más fuertes que las cadenas de hierro que aprisionan a un criminal en la celdilla de una cárcel. Como expone maravillosamente Pablo en Rom 6:16-22, el ser humano no puede escapar de servir a alguien, ya que no es autónomo, puesto que no es autosuficiente; todo depende del amo a quien sirve; servir a Dios es reinar (comp. con Apo 22:3, Apo 22:5), pues implica obediencia a una voluntad infinitamente santa, sabia y poderosa y llega a ser «imitador de Dios» (Efe 5:1); pero el que comete pecado se hace esclavo del diablo, quien es un mentiroso, un homicida (Jua 8:44), un mal amo «que a sus presos nunca abrió la cárcel» (Isa 14:17, comp. con Isa 42:7; Isa 61:1) y un mal pagador, puesto que «la paga del pecado es muerte». Puesto que de servir no hemos de escapar, y no podemos servir a dos amos (Mat 6:24), sirvamos al que, como fruto nos da la santificación, y como recompensa final la vida eterna (Rom 6:22). Esta elección de amo a quien servir es lo que hoy se llama, mejor que «decisión», «opción fundamental» para toda la vida.

2. Jesús les muestra que el ocupar un lugar privilegiado en la casa de Dios no les da derecho a ser herederos de Dios, puesto que «el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre» (v. Jua 8:35). Esta declaración de Jesús afecta a dos niveles: (A) a nivel histórico, apunta a la próxima repulsa de la nación judía en su mayoría (v. Hch 13:46), según la profecía del propio Jesús en Mat 23:38; Luc 13:35, por lo que, por un lado, los judíos incrédulos serían echados de la casa y por otro lado, la casa en la que ellos confiaban que morarían para siempre, iba a quedar desierta y desolada. Israel era el hijo de Dios, el primogénito (Éxo 4:22), pero Cristo les asegura que, por haberse hecho esclavos del pecado, no van a quedar en la casa para siempre; como diciéndoles: «No penséis que vais a ser libres de pecado mediante los ritos y ceremonias de la ley de Moisés, por cuanto Moisés mismo fue un siervo en la casa de Dios (v. Heb 3:5); pero si el Hijo os hace libres, lo seréis de veras» (v. Jua 8:36); (B) a nivel geográfico, tiene aplicación para todos los pecadores, pues, al ser esclavos del pecado, serán echados fuera, mientras que los genuinos creyentes serán hechos libres y permanecerán para siempre en la casa de Dios.

3. Les muestra igualmente cuál es el camino de la libertad. El caso de los que se hacen esclavos del pecado es verdaderamente triste, pero, gracias sean dadas a Dios, no es desesperado y sin remedio, ya que el Hijo tiene el poder y la autoridad para otorgar a todo creyente arrepentido, no sólo la manumisión, sino también la adopción de hijos: «Así que, si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres» (v. Jua 8:36). Vemos:

(A) Que Cristo, en su Evangelio, nos ofrece la libertad: (a) en la justificación, nos abre las puertas de la cárcel, porque, al haber ofrecido satisfacción por nuestros pecados, nos ha descargado de la deuda. Cristo, como fiador, mediador y sustituto nuestro, borra nuestro déficit en la cuenta de Dios, quien es nuestro acreedor, y cumple de manera sobreabundante con las demandas de la santidad de Dios en contra nuestra; (b) en la santificación, rompe las cadenas de esclavitud mediante la obra poderosa del Espíritu Santo, con la cual el alma adquiere la libertad al quebrantarse el poder corruptor del pecado y ser reunidas y vigorizadas las fuerzas de la razón y de la virtud; (c) en la adopción, nos confiere la nacionalidad y ciudadanía de la patria celestial a los que éramos extranjeros y advenedizos (v. Efe 2:12), lo cual es una nueva gracia, con un nuevo título de privilegio, además del perdón de los pecados.

(B) A los que el Hijo liberta, los hace realmente libres. Nótese que el adverbio usado en este versículo (gr. ontos = realmente) es distinto del usado en el versículo Jua 8:31 (gr. alethós = verdaderamente). En efecto, el discípulo ha de ser verdadero, porque en el sujeto se requiere veracidad, sinceridad, fidelidad, pero la libertad que Cristo da es real, ontológicamente real, puesto que no es una cosa imaginaria, una fantasía, de la que los judíos se jactaban, sino un producto intrínsecamente auténtico, sin fraude, sin mezcla, sin engaño; es una libertad digna del nombre que lleva, pues corresponde totalmente al concepto más puro de la cosa significada, es una libertad gloriosa; es algo sustancial (comp. con Heb 11:1), mientras que las cosas de este mundo son meras sombras, que sólo pueden prometer una libertad ficticia.

4. Aplica después esta noción de libertad a la falsa jactancia de ellos: «Sé que sois descendientes de Abraham; pero procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros» (v. Jua 8:37). Vemos:

(A) Que Jesús admite el privilegio del que ellos se jactaban: «Sé que sois descendientes de Abraham», descendientes físicos (gr. sperma = simiente); no les llama «hijos». Ellos se jactaban de ser «linaje de Abraham» (v. Jua 8:33), como si con ello se engrandecieran a sí mismos, cuando lo cierto es que eso mismo agravaba su pecado.

(B) Que Jesús les muestra la inconsecuencia de la conducta de ellos en relación con la dignidad de que se jactaban: «pero procuráis matarme». Lo habían intentado ya varias veces, y ahora lo procuraban también, como el contexto posterior (v. Jua 8:58) nos mostrará. Como dice Hendriksen: «¡La descendencia de Abraham procura matar al mismo cuyo día había visto por anticipado Abraham, y se había regocijado!» (v. Jua 8:56).

(C) Que Jesús les muestra el motivo de esta inconsecuencia: «porque mi palabra no halla cabida en vosotros». La Palabra de Dios desciende como lluvia que irriga la tierra (v. Isa 55:10-11; Heb 6:7-8), pero el corazón de estos judíos era como una roca por la que el agua resbala sin dejar que penetre una sola gota. ¿Cómo podía hallar cabida la palabra de Cristo en unos corazones que estaban llenos de odio y de venganza? La palabra de Cristo requiere un lugar en el corazón, no sólo para morar como en su propia casa, sino también para obrar, lugar donde implantar la gracia y expulsar el pecado, y para reinar, al hacerse norma de nuestra vida. Hay muchos que profesan ser creyentes, pero no dejan lugar a la palabra de Cristo para que obre, porque tienen el corazón ocupado por otras cosas. Ahora bien, donde la palabra de Jesús no tiene cabida nada bueno puede esperarse, ya que quedará demasiado espacio para toda clase de iniquidad.

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