Lucas 12:13 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos ahora la apelación que uno de la multitud hace a Cristo: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (v. Luc 12:13). Este hombre aprovechó la pausa de Jesús para, como suele decirse, «ir a lo suyo», y trató de interponer la autoridad de Jesús en un asunto de familia, como acudían a rabíes y escribas para que decidiesen lo que era según derecho en tales casos. No sabemos si el hermano era quien quería apropiarse indebidamente de la parte de herencia que no le correspondía, o si era el propio demandante el que pretendía obtener ventaja en la disputa con su hermano. Lo cierto es que Jesús se negó a entrar en el pleito y aprovechó la ocasión para ofrecernos una lección de suprema importancia.

II. En efecto Cristo respondió, a lo que parece, con no velada indignación: «Mas Él le dijo: Hombre, ¿quién me ha constituido sobre vosotros como juez o repartidor?» (v. Luc 12:14). Cristo no quiere asumir, en cuestiones temporales, poderes judiciales ni ejecutivos, y ojalá sus ministros se comportaran siempre del mismo modo que Él. Así que corrige el gran error de este hombre. Si se hubiera llegado a Jesús para que le instruyese sobre el modo de adquirir la herencia del Cielo, Cristo le habría prestado toda la ayuda necesaria; pero, en esta materia de herencia de la tierra, se negó a intervenir. Esto nos enseña:

1. Que el reino de Cristo no es de este mundo (Jua 18:36). Tiene que ver con lo espiritual, no con los asuntos temporales, por eso, al cristianismo no le compete interferirse en las materias que corresponden a las autoridades civiles.

2. Tampoco se interfiere en el modo de establecer los derechos civiles, aunque exige a todos que obren con justicia, de acuerdo con las normas generales de equidad.

3. No estimula a nadie a obtener ventajas materiales por medio, o con excusa, de observar las prácticas religiosas; esto exige, en justa correspondencia, que el Estado no se entrometa en los asuntos espirituales, sino que permita y proteja la libre expresión de las creencias religiosas que no alteren la paz pública.

4. Condena los litigios entre hermanos (v. 1Co 6:1-8) y exhorta a sufrir el daño, más bien que a demandar al prójimo o vengarse de él (v. Rom 12:17-21).

III. La ocasión que este incidente proporcionó a Cristo para dar a sus discípulos una enseñanza muy importante, y provechosa para todos:

1. La enseñanza va precedida de una seria amonestación: «Mirad, y guardaos de la avaricia» (v. Luc 12:15); es decir según indican los dos verbos del original , «observad, tened constantemente un ojo puesto en el corazón, a fin de que no penetren solapadamente en él pensamientos de avaricia, y custodiad, dominad con mano dura vuestro corazón, a fin de que la avaricia no imponga en él sus perversos criterios ni lo gobierne con sus malvadas normas».

2. Una razón de suprema sabiduría para que nos guardemos de la avaricia: «Porque la vida del hombre no consiste en la abundancia que tenga a causa de sus posesiones» (v. Luc 12:15). Esto es, la felicidad que todo ser humano busca en este mundo no depende de que tenga muchas riquezas materiales, las cuales no pueden llenar ese abismo de anhelos y ansiedades que es el corazón humano, ni pueden satisfacer las necesidades más perentorias del espíritu. Ni siquiera la salud y el bienestar del cuerpo dependen de la abundancia de riquezas materiales, puesto que hay muchas personas que se contentan con manjares sencillos y gozan de buena salud, mientras que muchas otras que nadan en dinero y comen cosas exquisitas padecen diversas enfermedades o viven miserablemente por amasar una fortuna cada vez más copiosa.

3. Jesús ilustra esta enseñanza por medio de una parábola cuya intención es confirmar la advertencia de mirar y guardarse de la avaricia. La parábola nos describe resumidamente la vida y la muerte de un hombre muy rico, y deja a nuestra consideración el juzgar si este hombre fue feliz o no.

(A) Nos describe primero la abundancia de riquezas de este hombre: «La heredad de un hombre rico había producido mucho» (v. Luc 12:16). Su riqueza consistía en frutos del campo: tenía mucha tierra y, además, le producía espléndidas cosechas.

(B) Luego vemos lo que pensaba en su corazón: «Y él pensaba dentro de sí diciendo …». (v. Luc 12:17). El Dios de los cielos conoce y se fija en todo lo que pensamos en nuestro interior, y de todo ello hemos de darle cuenta. Observemos:

(a) Cuáles eran las preocupaciones de este hombre. Cuando se dio cuenta de que la cosecha de aquel año era extraordinaria en lugar de dar gracias a Dios por ello, o de regocijarse pensando en las oportunidades que tendría de hacer el bien, se aflige con el siguiente pensamiento: «¿Qué haré, porque no tengo dónde almacenar mis frutos?» (v. Luc 12:17). Habla como quien sufre una pérdida y está perplejo sobre la manera de remediarla: «¿Qué haré?» El pordiosero más menesteroso de toda la nación, que no supiese dónde encontrar un pedazo de pan no mostraría mayor ansiedad que este hombre. Precisamente la abundancia era lo que no dejaba dormir a este avaro desgraciado por tanto cavilar sobre lo que tendría que hacer con la cosecha. «¿Qué haré?», parece repetir una y otra vez en su interior. Pero, ¿qué problema tan grande es ese? Si tiene mucho, ¡que busque un lugar donde ponerlo, y se acabó!

(b) Cuál fue el proyecto que sacó en conclusión: «Esto haré: derribaré mis graneros, y edificaré otros más grandes, y allí almacenaré todos mis frutos y mis bienes» (v. Luc 12:18). Obsérvese el número de necedades que contiene este proyecto: (i) Habla de sus frutos y bienes como si fuera dueño absoluto de ellos, cuando es Dios el dueño de todo, y nosotros somos meros administradores de lo que Él nos otorga; (ii) Piensa en almacenarlo todo para sí, sin compasión para el pobre, el extranjero, el huérfano y la viuda; (iii) Piensa en derribar los graneros que ya tiene y construir otros más grandes, como si al año siguiente no pudiesen los campos rendirle escaso fruto y resultarle demasiado grandes los graneros que había edificado; (iv) Habla de derribar, en vez de ampliar, con lo que va a salirle más caro el proyecto y van a aumentar las preocupaciones; (v) Habla con falsa seguridad: «Esto haré», sin tener en cuenta lo que leemos en Stg 4:13-15. Expresiones como éstas son insensatas, porque nuestros días están en manos de Dios, no en las nuestras, y no sabemos ni siquiera si veremos el día de mañana.

(c) Cuán cómoda y feliz era la vida que esperaba disfrutar en adelante: «Y diré a mi alma: Alma tienes muchos bienes en reserva para muchos años; descansa, come, bebe, diviértete» (v. Luc 12:19). ¡Cómo se ve también aquí la tremenda necedad de este hombre: (i) Necio, al dejar para después de finalizar sus ambiciosos proyectos la comodidad de la que podría disfrutar ya ahora; (ii) más necio todavía, al tener por seguro que los bienes en reserva le durarán muchos años, como si no existieran peligros de robo, de incendio, etc.; (iii) necio también al tener por seguro que la salud de que disfrutaba al presente, había de durarle muchos años, cuando no hay nada tan quebradizo como la salud corporal o mental; (iv) necio, sobre todo, por el programa de vida que se había trazado para el porvenir, al no pensar en otra cosa que holgar, comer, beber y divertirse: «vivir para comer» no «comer para vivir» ¡Y esto se lo dice a su alma! Si hubiese dicho: «Cuerpo, tienes muchos bienes, etc.», quizá tendría sentido la frase, pero el alma no se sacia, ni con un granero lleno de trigo, ni con un cofre lleno de oro. Si hubiese tenido alma de cerdo, el programa habría sido muy apropiado. ¡Qué absurdo tan grande es el que seres humanos, dotados de un alma inmortal y de un espíritu potencialmente capacitado para goces de un orden superior, celestial, parezcan conformarse con el manjar de los cerdos! ¡Y ya es una gracia muy grande por parte de Dios, si nadie se les da! (v. Luc 15:16).

(C) Ahora viene el juicio de Dios sobre la necedad de este hombre: El rico había dicho a su alma: «Descansa … diviértete» y «para muchos años». Si Dios hubiese estado de acuerdo con él quizás habría podido este hombre disfrutar de la tan deseada felicidad; pero Dios no pensaba así: «Pero Dios le dijo: Necio, esta misma noche vienen a pedirte tu alma» (v. Luc 12:20). Esto se lo dijo cuando el hombre se hallaba en la cima de la autosuficiencia cuando no tenía otra preocupación que la de ensanchar sus graneros y prometerse para después una vida de placer. Quizás estaba ya dormido y soñando bellos ensueños, cuando Dios le dijo eso. ¡Qué trágico despertar! Nótese:

(a) El epíteto que Dios le aplicó: «Necio» ¡Nabal! (véase 1Sa 25:3, 1Sa 25:25). Es como si Dios aludiera a aquel otro Nabal, marido de Abigail, de quien su propia mujer dijo a David: «Porque conforme a su nombre, así es. Él se llama Nabal, y la insensatez está con él» (1Sa 25:25). (Aun cuando la versión hebrea de Luc 12:20 emplea para «necio» el vocablo kesil necio por ser impío , en vez de nabal impío por ser necio , los términos son sinónimos. Nota del traductor.) Nabal es el término que el Antiguo Testamento aplica al «necio» de Sal 14:1; Sal 53:1, y a la mujer de Job (Job 2:10). En efecto, las cosas carnales y mundanas son meras necedades, y día vendrá en que Dios dirá: «¡Necio!» a todo el que se haya entregado a ellas, y ellos mismos tendrán que reconocer que han sido necios.

(b) La sentencia que Dios pronunció contra él, y fue una sentencia de muerte: «Esta noche vienen a pedirte tu alma y lo que has provisto, ¿para quién será?» (v. Luc 12:20). Pensaba el necio que tendría bienes para muchos años, pero ha de despedirse de ellos «esta noche»; y no sabe quién disfrutará de ellos. Notemos: (i) que la muerte es representada aquí como un arresto, por sorpresa, del alma: «Vienen a pedirte tu alma»; como si dijera: «¿para qué quieres alma, si no sabes usarla mejor?» Quien está a bien con Dios, no teme entregar el alma, pues se va alegremente a la presencia del Señor; pero para el hombre mundano y apegado a las cosas de este mundo, la muerte es como si le despedazaran el alma por la fuerza, arrancándole de las cosas a las que su alma estaba tan apegada. Tengamos siempre ante nosotros este pensamiento: «Me van a pedir el alma cuando menos lo piense, y me van a exigir cuentas de mi administración de las facultades de mi alma. ¿Qué estoy haciendo con ella?» (ii) Que la muerte viene, en este caso, a la hora más intempestiva: «Esta noche». Para un creyente, la muerte siempre viene de día, porque es «hijo de luz e hijo del día» (1Ts 5:5); pero para el hombre del mundo, la muerte siempre es noche oscura, tenebrosa. Aquella misma noche, en la que el necio se prometía tantas cosas agradables para muchos años, tiene que entregar el alma. Lo que a él le parecía el principio de una gran felicidad, es el final de toda esperanza y el comienzo de una terrible eternidad. (iii) Que tiene que dejar tras de sí todas las cosas por las que tanto se había afanado y de las que se creía tan estupendamente provisto. Todos cuantos ponen su felicidad en las cosas materiales edifican sobre arena y aun lo que quede del edificio tendrán que dejarlo para otros cuando la muerte les sorprenda. (iv) Que no sabe «para quién será» todo lo que sus campos le han producido. Ciertamente, ya no serán para él; y, para mayor congoja, no sabe lo que harán con todo ello quienes vengan a reclamarlo, pues estaba tan seguro de que él mismo lo iba a disfrutar, que no se había preocupado de dejar ningún documento Para decir a quién tenía que ser adjudicada la herencia. Si tenía hijos u otros familiares, no sabía si sería sabio o necio el que se había de enseñorear de todo el trabajo en que se afanó (v. Ecl 2:18-19), ni si bendeciría su memoria o la llegaría a maldecir, si le sería de provecho o de perjuicio. Si algunos supiesen de antemano a quién irán a parar las cosas que han atesorado en su casa de seguro que preferirían quemarla en lugar de adornarla y embellecerla. ¡Ah, si tantos necios se esforzasen en allegar tesoros en el cielo donde no se pueden perder ni echar a perder, en lugar de afanarse en allegar tesoros en la tierra! (v. Mat 6:19-20, comp. con 1Pe 1:4).

(D) Finalmente, tenemos la aplicación general que el Señor hace de la parábola: «Así es el que atesora para sí mismo y no es rico para con Dios» (v. Luc 12:21); es decir, así le ocurre a todo el que se comporta como el rico necio. Vemos aquí, en general:

(a) La descripción de un mundano: «Atesora para sí mismo», para sí en oposición a Dios, para el «yo» que es preciso negar y crucificar a fin de ser discípulo de Cristo para el «yo» carnal según el cual toda la vida consiste en la abundancia de posesiones terrenales (v. Luc 12:15). Éste es el gran error de quienes tienen por tesoro los placeres y las riquezas de este mundo, lo que agrada a la carne, las cosas de esta vida, como si no tuviesen alma y no hubiera otra vida en la que hay que pasar toda la eternidad. Pero el error más grave de tales personas es que no son ricos para con Dios, no son ricos en las cosas que son de Dios y que agradan a Dios. Muchos que nadan en la abundancia de las cosas de este mundo están completamente destituidos de lo que de veras enriquece a una persona, de lo que hace ricos para Dios y para toda la eternidad.

(b) La condición de un mundano: «Así es él»: miserable y pobre en medio de todas sus riquezas materiales, pues una persona es rica o pobre, no por lo que tiene, sino por lo que es. Aquí nos declara el Señor Jesús cuál será el final de toda persona que es como aquel necio: le pedirán el alma cuando menos lo piense, y tendrá que dejar para otros todas las cosas materiales que haya allegado, sin poder llevar consigo ninguna cosa que le haga buena compañía en su entrada por la puerta de la eternidad (comp. con Apo 14:13). No hay palabras bastantes para expresar la tremenda necedad de quienes sólo se preocupan del cuerpo y de esta vida y olvidan lo que es necesario para el alma y para la vida eterna.

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