Lucas 15:11 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Parábola del hijo pródigo. Jesús la pronunció con el mismo objetivo que las dos anteriores, pero las circunstancias de esta parábola explican mucho mejor las riquezas del Evangelio de la gracia de Dios, por eso ha sido (y lo será, mientras el mundo exista) de un inefable provecho para los pobres pecadores.

I. La parábola representa a Dios, primordialmente, como Padre común de «justos y pecadores», de fariseos y publicanos, dentro del pueblo de Israel, no de toda la humanidad, aunque lo es «potencialmente» de todos los hombres (2Co 5:19-21). Para demostrar esto, basta con comparar, por una parte Jua 1:12-13 con Jua 8:41-44 y, por otra, el «varones hermanos» en boca de israelitas (Hch 2:37), con el «señores» en boca de un gentil (Hch 16:30). Nuestro Salvador da a entender con esto que tanto los orgullosos fariseos como los despreciados publicanos eran hermanos, por cuanto tenían un Padre común y, por tanto, debían alegrarse de que la gracia de Dios se manifestase en el perdón de los pecadores como se manifestaba en la preservación de los justos.

II. También representa a los hijos de los hombres como personas de carácter y temperamento diferente. Este padre tenía dos hijos (v. Luc 15:11) tan diferentes: uno de ellos, reservado y austero, sobrio, pero malhumorado con cuantos le rodeaban; rígido como era, se adhería a las normas en las que había sido educado, y difícilmente se le podía apartar de ellas. El otro hijo era frívolo e inquieto, impaciente y sin freno, vago y libertino, deseoso de hacerse con la herencia para derrocharla en cuanto cayera en sus manos (de ahí le viene el nombre de «pródigo» en su peor sentido nota del traductor). Ahora bien, este segundo hijo representa a los publicanos y pecadores y, en un sentido más lejano, a los gentiles. El primero representa a los escribas y fariseos y, en un sentido más lejano, a los judíos en general. El hijo «menor de ellos» (v. Luc 15:12) es el «pródigo». Veamos:

1. Su desenfreno y su extravío primeramente, con todas las miserias que le sobrevinieron por su pecado. Se nos refiere:

(A) Cuál fue la requisitoria que presentó a su padre (v. Luc 15:12): «Dijo a su padre: Padre, dame …» Podía haber sido un poco más cortés y decirle: «Te ruego que me des», o: «Si te parece bien, dame»; pero, en tono de exigencia le dice imperiosamente: «Dame la parte de los bienes que me corresponde»; apela a su padre como a quien le debe algo. ¡Qué mala cosa es que los hombres consideren los dones de Dios como algo que Dios les debe! La gran locura de los pecadores está en contentarse con recibir las cosas buenas en esta vida y disfrutarlas con urgencia, pues miran sólo las cosas que se pueden ver y codician satisfacerse al presente con ellas, sin preocuparse de las cosas espirituales que pertenecen a la eterna felicidad. Y, ¿para qué deseaba este joven tener a la mano lo que le correspondía de la herencia de su padre?

(a) Estaba cansado de obedecer a su padre, y deseoso de alcanzar la falsa libertad. Véase por aquí la locura de tantos jóvenes que no se creen libres hasta que no hayan quebrantado todos los mandamientos de Dios y se hayan atado a sí mismos con las cadenas de sus propias concupiscencias. Aquí se descubre el origen y modelo de toda rebeldía contra Dios: No someterse al gobierno de Dios, sino pretender ser como Dios (Gén 3:5); y no conocer otro bien y mal que el que a ellos les place.

(b) Deseaba escapar de la vigilancia de su padre. Como el avestruz que esconde bajo tierra la cabeza, y piensa que, al no ver, no será visto, también el pecador se esconde de Dios, olvidándose de la omnisciencia divina, se hace así prácticamente ateo (v. Sal 14:1), como si Dios no existiese ni se ocupase de él por no ocuparse él de Dios.

(c) No tenía confianza en la administración de su padre; quería tener sus bienes en sus propias manos, a fin de que su padre no le frenara en el derroche de su fortuna ni le pusiera límite en la extravagancia de sus caprichos.

(d) Estaba engreído, tenía una opinión muy alta de su propia suficiencia. Pensaba que si tenía en sus manos la fortuna que le correspondía, haría de ella mejor uso que el que su padre estaba haciendo. No hay cosa que tanto arruine la vida de un joven como su orgullo y suficiencia.

(B) Cuán amablemente condescendió su padre con él: «Y les repartió los bienes» (v. Luc 15:12). Calculó lo que había de dejar de herencia a cada hijo, y dio al menor lo que éste le pedía, mientras ofrecía también al mayor lo que le correspondía; pero, por lo que se ve, el mayor prefirió que su parte quedase por entonces en manos de su padre, con lo que salió ganando (v. Luc 15:31 «todas mis cosas son tuyas»). De todas formas, el menor obtuvo lo que deseaba y quizá más de lo que esperaba. Con esto vemos la amabilidad del padre y la necedad de este hijo, la cual él iba a experimentar muy pronto al derrochar toda su herencia de la manera más insensata. De un modo semejante a este padre, se comporta Dios con el pecador, no fuerza a nadie a quedarse en su casa, bajo su dominio suave y paternal, sino entrega a los hombres a los deseos de sus propios corazones (v. Sal 81:12; Rom 1:24, Rom 1:26, Rom 1:28; Rom 2:4-11).

(C) Cómo administró los bienes cuando los tuvo en sus manos. Se dio prisa a gastarlos cuanto antes, tanto que, en muy poco tiempo, se convirtió a sí mismo en un miserable mendigo: «No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí malgastó sus bienes viviendo perdidamente» (v. Luc 15:13).

Ahora bien, la condición del pródigo en este extravío es un buen ejemplo de la condición pecadora en la que todo hombre ha caído pues:

(a) El estado del pecador es de apartamiento y distancia de Dios. Es el pecado lo que nos separa de Dios (v. Isa 59:2). Así como el hijo pródigo se fue lejos de la casa de su padre, también el pecador se marcha lejos de Dios, tan lejos como puede. El mundo es como la provincia apartada en la que el pecador fija su residencia. En esto se resume y compendia la miseria del pecador, en apartarse más y más de Dios. ¿Qué es, en efecto, el Infierno sino el estar apartados de Cristo? (v. Mat 25:41).

(b) El estado del pecador es de dispendio y derroche, malgastando perdidamente los bienes que Dios nos concede como hizo el pródigo «al consumir sus bienes con rameras» (v. Luc 15:30), hasta que lo gastó todo (v. Luc 15:14) en poco tiempo. Sin duda, se compraría espléndidos vestidos y se juntaría con muchos amigos que le ayudasen a terminar pronto con la fortuna que había recibido por herencia. Podemos aplicar esto espiritualmente: Los pecadores derrochan su patrimonio, no sólo emplean mal los pensamientos y las facultades de su alma, sino que los emplean en el mal; no sólo entierran los talentos sino que los malgastan. Los dones de la Providencia, destinados a que los hombres los empleen en el servicio de Dios y en provecho propio y del prójimo, le sirven al pecador de alimento y combustible para sus concupiscencias. El hombre que se hace esclavo del mundo o de la carne, malgasta sus bienes y vive perdidamente (en efecto, el vocablo griego asotos significa lo contrario de salvación).

(c) El estado del pecador es de miseria y necesidad: «Y cuando todo lo había gastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a pasar necesidad» (v. Luc 15:14). El derroche innecesario es el padre de la necesidad miserable. Una vida de perdición conduce a muchos hombres, rápidamente a veces, a carecer hasta de un mendrugo de pan, especialmente cuando a una mala administración se le junta una mala situación general. Esto representa la gran miseria de los pecadores, quienes han malgastado las mercedes divinas, derrochándolo todo por el placer de los sentidos y por las vanidades del mundo, prestos a perecer de hambre cuando estas cosas les llegan a faltar; carecen de lo más necesario, de lo único necesario, pues les falta verdadera satisfacción en las cosas de esta vida, y no les queda esperanza de las verdaderas satisfacciones de la vida eterna. El estado del pecador es como el de una provincia apartada, en la que reina el hambre; es un miserable mendigo y, lo que es peor, se ha puesto a sí mismo voluntariamente en tan triste condición.

(d) El estado del pecador es del más vil servilismo. Cuando este desgraciado pródigo cayó en la necesidad, su necesidad le hizo caer en la esclavitud: «Fue y se apegó (lit.) a uno de los ciudadanos de aquella tierra» (v. Luc 15:15). La consecuencia de haber vivido perdidamente fue tener que servir vilmente. El verbo «se apegó» (el mismo de Gén 2:24 «se unirá») muestra que este joven cuando se encontró ya sin un céntimo, «se le pegó» de tal forma a dicho ciudadano acomodado económicamente, que no le soltó hasta que le ofreciese algún trabajo, por bajo que fuese, con el que poder sobrevivir. ¡Y cuán bajo fue el oficio que de él obtuvo este pobre joven, que antes era un hacendado caballero! El que disponía y disfrutaba libremente de lo mucho y bueno que había en la casa de su padre, se vio obligado a servir a un amo duro, «el cual le envió a sus campos para que apacentase cerdos» (v. Luc 15:15); no ovejas, sino cerdos ¡lo más bajo e ignominioso para un judío! Esto es lo que el diablo da a quienes le sirven: provisión de carne para satisfacer sus concupiscencias (Rom 13:14), y convencerles de que no hay mejor cosa que devorar suciedades y gruñir como los cerdos. ¿Cómo es posible que almas inmortales se rebajen de tal forma, que lleguen a codiciar la pitanza de los cerdos? Los espíritus selectos no se nutren de bazofia.

(e) El estado del pecador es de perpetua insatisfacción: «Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos» (v. Luc 15:16). ¡Un ser racional, apetecía el manjar más ordinario del más bajo de los brutos animales! ¡Desear ávidamente ser comensal de los cochinos puercos! Lo que los pecadores se prometen, cuando se alejan de Dios y en lo que desean satisfacerse sólo ha de servirles de desilusión. ¡Y ojalá les sirva de desengañó, por la gracia de Dios! Porque están gastando su jornal en lo que no sacia (Isa 55:2). El algarrobo de Palestina era un alimento adecuado para cerdos, pero no para seres humanos, aunque de su fruto comían las gentes más menesterosas. De igual manera, las riquezas y diversiones de este mundo pueden agradar al cuerpo, pero ¿de qué sirven a las almas que no tienen precio? Ni se adaptan a su naturaleza, ni satisfacen sus deseos, ni cubren sus necesidades.

(f) El estado del pecador es tal que no puede esperar alivio de ninguna cosa creada. Cuando el joven pródigo no pudo obtener el sustento mediante su trabajo, lo buscó mediante sus ruegos; incluso se contentaba con una ración de algarrobas de las que comían los cerdos, «pero nadie le daba» (v. Luc 15:16). Quienes se alejan de Dios no pueden hallar ayuda en nadie ni en nada; en vano claman al mundo y a la carne: el mundo no acoge a los menesterosos, la carne no satisface a los hambrientos. Sólo les queda lo que emponzoña al alma, no lo que la nutre.

(g) El estado del pecador es un estado de muerte: «Este mi hijo estaba muerto» (vv. Luc 15:24 y Luc 15:32). El pecador, no sólo está muerto en sentido legal, como quien está condenado a muerte, sino que está ya espiritualmente muerto en sus delitos y pecados (Efe 2:1, Efe 2:5): no está unido a Cristo ni vive para Dios, en quien está la fuente de la vida; por tanto, está muerto, como el pródigo en la provincia apartada estaba muerto para su padre, su familia y su propia alma.

(h) El estado del pecador es de perdición: «Este mi hijo … se había perdido» (vv. Luc 15:24, Luc 15:32): perdido para todo lo bueno que había en casa de su padre. Las almas que están separadas de Dios están perdidas (v. comentario a 19:10); perdidas como un viajero que vaga sin rumbo, extraviado, y que, si no lo remedia la misericordia de Dios, se perderá para siempre y sin recuperación posible.

(i) El estado del pecador es un estado de locura y frenesí, lo cual se insinúa por la expresión «volviendo en sí» del versículo Luc 15:17, por la que vemos que, antes de arrepentirse, estaba fuera de sí. Ya lo estaba cuando se marchó de casa, pues, en frase profunda del filósofo Malebranche, «Dios es el lugar de los espíritus, así como el espacio es el lugar de los cuerpos»; todavía se alejó más y más de sí mismo cuando se hundió en el cieno del pecado y, finalmente, cuando se apegó a un ciudadano de aquella región apartada (comp. con el: «¿Dónde estás tú?» de Gén 3:9). Los pecadores, como los locos, se destruyen a sí mismos con necias concupiscencias y, al mismo tiempo, se engañan a sí mismos con falsas esperanzas.

2. Su arrepentimiento y su regreso después. Obsérvese aquí:

(A) Qué fue lo que motivó su conversión: Fue caer en la cuenta de su miseria; cuando se vio en extrema necesidad, entonces volvió en sí. De la misma manera, cuando el Espíritu Santo aplica a un alma el fruto de la redención del Calvario, primero la convence de su estado de miseria y de pecado, como los israelitas mordidos por las serpientes venenosas (v. Núm 21:9; Jua 3:14-15). Las pruebas y aflicciones, cuando van santificadas con la gracia divina, son un medio admirable para hacer que el pecador se vuelva de sus caminos extraviados. Cuando nos percatamos de la incapacidad de las criaturas para hacernos felices y hemos probado en vano todos los métodos posibles para aliviar la sed de nuestra alma, es entonces el tiempo propicio para reflexionar razonablemente y pensar en volvernos a Dios. Cuando vemos que todos los seres humanos son incapaces de prestarnos ayuda, malos médicos para curar el cáncer del pecado (comp. con Jer 17:5.) es la hora de volvernos a Cristo, único que puede curar y salvar, ningún otro nos dará lo que necesitamos.

(B) Qué fue lo que preparó el camino de regreso: Fue la reflexión. Vuelto en sí recobró el recto uso de su mente y pensó: «¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan!» (v. Luc 15:17). La reflexión es el primer paso para la conversión. Consideró cuán crítica era su situación: «¡Aquí perezco de hambre!» (v. Luc 15:17). No sólo tenía hambre, sino que estaba a punto de morirse de hambre. Así los pecadores no se ponen al servicio de Cristo hasta que no se ven a sí mismos a punto de perecer al servicio del diablo (comp. Rom 6:23). Y, aun cuando parezca que esto es ser llevados a Cristo por la fuerza, no es deshonroso ser atraídos a Él para bien, sino más bien sumamente honroso ser llevados al único que puede sanarnos en un caso desesperado. Consideró el pródigo la abundancia de pan en casa de su padre. En casa de nuestro Padre hay pan en abundancia para toda la familia y hasta para compartir con los necesitados. Incluso las migajas que caen de la mesa son suficientes para nutrir y estar agradecidos. Si los jornaleros tienen abundancia de pan, ¿de qué carecerán los hijos? Estas consideraciones deberían animar a todos los pecadores que se han alejado de Dios a regresar a la casa del Padre.

(C) Cuál fue la resolución que tomó el pródigo: Sus reflexiones dieron paso a una correcta conclusión: «Me levantaré e iré a mi padre» (v. Luc 15:18). Los buenos propósitos son cosa buena, pero sólo las decisiones firmes sirven para algo. No basta con un «querría». Se ha dicho que el Infierno está empedrado de buenas intenciones. Este joven tomó una resolución firme, y la puso por obra enseguida: «Y levantándose, marchó hacia su padre» (v. Luc 15:20). Aunque se hallaba en una provincia apartada, muy lejos de la casa del padre, no dudo en regresar. Cada paso que se anda en dirección al pecado, ha de ser desandado en dirección a Dios (comp. con Jer 2:13). Y no sólo resolvió volver, sino que preparó meticulosamente la confesión que iba a hacer ante su padre. El arrepentimiento genuino comporta el levantarse y marchar hacia Dios pero también exige que nos pongamos de acuerdo con lo que Dios manda, pues no otra cosa significa el vocablo «confesar» en el original (v. 1Jn 1:9, homologomen = decimos lo mismo, lo mismo que Dios dice del pecado y de la santidad). Veamos ahora lo que se propuso decir a su padre:

(a) Declararle, sin excusas ni tapujos, su pecado: «Padre, he pecado» (v. Luc 15:18). Por cuanto todos hemos pecado (Rom 3:23), todos hemos de reconocer que hemos pecado. La confesión del pecado es la condición necesaria para restaurar nuestra comunión con Dios (1Jn 1:7-10). Si no nos declaramos culpables, no podemos estar en paz con Dios, sino que apareceremos culpables ante su tribunal. «Dios te acusa, dice Agustín de Hipona ; si tú te excusas, te pones contra Dios; pero si te acusas, te pones de acuerdo con Dios.» Y David dice: «Al corazón contrito y humillado no lo desprecias tú, oh Dios» (Sal 51:17. Todo el salmo es un modelo de confesión del pecado).

(b) Lejos de poner atenuantes a su culpa, el pródigo va a cargar con toda la responsabilidad de su pecado: «He pecado contra el cielo y ante ti» (vv. Luc 15:18, Luc 15:21). Esto debe enseñar a los hijos insumisos desobedientes, que las ofensas contra sus padres son pecados contra Dios, pues todo pecado es un desprecio a la autoridad de Dios sea cual sea (v. Stg 2:10-11). Vemos, pues, la malignidad del pecado al atreverse a subir tan alto: «contra el Cielo», pero es una malignidad necia y altanera, porque es impotente: nadie puede hacer daño al Cielo. Más aún, lo que se arroja contra el Cielo viene a caer sobre la cabeza del que lo arroja. Finalmente, vemos que el pecado se comete ante la vista de Dios, cuya mirada todo lo penetra: «y ante ti».

(c) Está dispuesto a reconocer que ha perdido todos los derechos a disfrutar de los privilegios que competen a los hijos: «Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (vv. Luc 15:19, Luc 15:21). No niega la relación que le liga a su padre, puesto que la reconoce al llamarle «Padre», pero admite que su padre no la reconozca, puesto que él no lo merece. En realidad, a petición propia, ya había recibido la porción de la herencia que le correspondía, y no podía exigir nada. Por eso, es necesario que los pecadores se reconozcan indignos de recibir ningún favor de Dios.

(d) Con todo eso, ruega un puesto dentro de la casa, aunque sea en el oficio más bajo: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v. Luc 15:19). Como si dijese: «Con eso me conformo, pues ya es más que suficiente para mí; si quieres imponerme como condición para recibirme el que te sirva como uno más de los criados no sólo me someteré a ello, sino que lo tendré por gran privilegio en comparación con lo que hasta ahora he sufrido de hambre y de humillación. Alquílame como jornalero, a fin de que yo pueda mostrar que aprecio la casa de mi padre tanto como antes la menosprecié».

(e) En todo este proceso de reflexión, el pródigo siempre pensó en su padre como padre: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre …» (v. Luc 15:18). Si consideramos a Dios como nuestro Padre, nos servirá de gran ayuda en nuestro arrepentimiento del pecado y en nuestro regreso a su casa; eso hará que nuestro pesar sea sincero, que nuestras resoluciones contra el pecado sean firmes, y nos animará a esperar el perdón. A Dios le complace ser llamado Padre, tanto por los penitentes como por los suplicantes.

(D) Cómo puso por obra su resolución: «Levantándose, marchó hacia su padre» (v. Luc 15:20). La buena resolución que había decidido, la puso por obra sin demora alguna; como suele decirse «batió el hierro cuando estaba candente». ¿Hemos prometido a Dios que vamos a levantarnos del pecado e ir a Él? ¡Levantémonos inmediatamente y vayamos! El joven pródigo no se paró a medio camino, excusándose de estar ya cansado y no poder seguir adelante, sino que, cansado y exhausto como estaba, no paró hasta llegar a casa de su padre.

3. La acogida que le hizo su padre: «Marchó hacia su padre …» ¿Y cómo pensamos que su padre le recibió? No sólo le recibió, sino que se anticipó a su llegada y le acogió como si no le hubiera dado ya todo lo que le pertenecía. Esto ha de servir de ejemplo para los padres, por si alguno de los hijos les ha sido desobediente o hasta se les ha marchado de casa, a fin de que, si los hijos entran en razón y se arrepienten de lo que han hecho no sean duros y severos con ellos, sino que los traten con la sabiduría que es de arriba …, condescendiente, benigna y llena de misericordia (Stg 3:17). Pero la parábola está destinada, ante todo, a poner de relieve la gracia y la misericordia de Dios hacia los pobres pecadores que se arrepienten y se convierten a Él, y lo presto que está para perdonarles. En este punto, hemos de observar:

(A) El gran afecto y amor con que el padre recibió a este hijo: «Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a compasión y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó efusivamente» (v. Luc 15:20). Expresó su amor y su perdón antes de que el hijo expresara su arrepentimiento. Así también Dios nos responde antes de que le llamemos, porque sabe lo que hay en nuestro corazón. ¡Cuán vívida es la descripción que aquí se nos hace! Notemos todos los detalles:

(a) Aquí tenemos unos ojos de misericordia muy alertados: «Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre»; como si de lo más alto de una elevada torre hubiese estado mirando constantemente al camino por el que se le marchó el hijo, y hubiese abrigado siempre el pensamiento siguiente: «¡Oh, si yo pudiera algún día ver venir por allí a ese desgraciado hijo mío que en mala hora se marchó!» Esto nos da a entender el deseo de Dios de que se conviertan los pecadores, y su presteza a salir al encuentro de los que vienen hacia Él, pues es consciente de la primera consideración que ellos se hagan al respecto.

(b) Aquí tenemos entrañas de misericordia, pues este padre ansiaba volver a ver a su hijo: «Lo vio su padre, y fue movido a compasión». La miseria es el pedestal de la misericordia, aunque sea la miseria degradante del pecado y del crimen. Es cierto que es el pecador quien es la causa de su propia miseria pero «al Señor nuestro Dios compete el tener compasión y el perdonar, aunque contra Él nos hemos rebelado» (Dan 9:9).

(c) Aquí tenemos pies de misericordia, pies que el amor hace presurosos: «Y corrió». El hijo pródigo venía despacio, bajo el peso de la vergüenza y del temor, pero su tierno padre corrió a su encuentro, espoleado por la ternura y el amor.

(d) Aquí tenemos brazos de misericordia; unos brazos bien extendidos para abrazar al hijo: «Y se echó sobre su cuello». Aunque era culpable y merecía ser azotado, aunque iba sucio de apacentar a los cerdos, y harapiento por haber gastado sus bienes y al vivir perdidamente, el amoroso padre le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra su pecho. Así son acogidos por Dios los pecadores sinceramente arrepentidos; así son recibidos por el Señor Jesús.

(e) Aquí tenemos labios de misericordia: «Y le besó efusivamente». Con este beso, no sólo le aseguró una buena acogida, sino que también selló el perdón más generoso y completo; todas sus anteriores locuras serán perdonadas y olvidadas, tanto que no hallamos aquí ni una sola palabra de reproche.

(B) La sumisión y el arrepentimiento con que el pródigo se expresó ante su padre (v. Luc 15:21): «Y el hijo le dijo: Padre, he pecado». Así como el amor del buen padre se echa de ver en que mostró su ternura antes de que el hijo expresara su arrepentimiento, así también el arrepentimiento del hijo halla su recomendación en que lo expresó tan pronto como el padre le mostró tanta amabilidad. Inmediatamente que el padre le recibió con el beso que sellaba su perdón, le dijo el pródigo: «Padre, he pecado». Los que han recibido fácilmente el perdón de sus pecados, deben guardar en su corazón un profundo pesar de ellos. Cuanto mejor vemos la presteza de Dios en perdonarnos, tanto más duros deberíamos ser nosotros en no perdonarnos a nosotros mismos.

(C) La espléndida provisión que este amoroso padre preparó para el regreso de su hijo perdido:

(a) No le dejó seguir adelante en la confesión que el hijo había preparado. El hijo pensaba terminar su confesión diciendo a su padre: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v. Luc 15:19); pero el padre no le dejó continuar, pues tenía prisa por asegurarle de que sería acogido, no como criado sino como hijo, como si dijese: «Cállate, hijo mío, y sé bienvenido, pues, aun cuando no seas digno de ser llamado hijo, serás tratado como hijo, y muy querido». En la actitud del padre se transparentaba que el pródigo no tenía necesidad de aspirar a un puesto de jornalero en la casa. Es extraño que no hallemos aquí ni una sola palabra de reprensión de parte del padre; por ejemplo: «No habrías vuelto jamás a la casa de tu padre, si no te hubieses sentido azotado con tu propia vara». ¡Nada de eso! Con esto se nos da a entender lo que, por otra parte, hallamos repetidamente en las Escrituras: Que cuando Dios perdona los pecados, también los olvida por completo.

(b) Pero esto no es todo además de un perdón completo, el padre le ofrece una recepción espléndida, regia; mucho mayor que todo lo que él habría podido esperar ni imaginarse. Sin duda que él pensaría que ya era más que suficiente el que su padre, después de acogerle, le ordenase ir a la cocina y disfrutar del ordinario menú del día; pero la forma con que su padre lo trató es un ejemplo del modo como se conduce Dios con aquellos que se entregan en los brazos de la divina misericordia: «Hace todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos» (Efe 3:20). El pródigo regresó a casa con una mezcla de esperanza y temor; temor de ser rechazado y esperanza de ser recibido; pero su padre mostró ser, no sólo mejor que sus temores, sino también mayor que sus esperanzas. En efecto:

(1) El hijo vino a casa vestido de andrajos; y su padre le vistió espléndidamente, pues «dijo a sus siervos: Sacad deprisa el mejor vestido, y vestidle» (v. Luc 15:22). Los vestidos de desecho de la casa le habrían bastado a este harapiento, pero el padre pide para él no sólo un buen vestido, sino el mejor y a toda prisa; sus ojos de padre no le consentían por más tiempo ver a su hijo con aquellos harapos. El griego carga énfasis en la clase de vestido al decir literalmente: «un vestido, el de primera», con lo que los criados no tendrían duda alguna sobre el vestido al que el amo se refería. Además les dice: «Y poned un anillo en su mano», un anillo de sello con los blasones de la familia, en señal de haber sido recibido de nuevo como miembro del linaje. Llegó a casa descalzo, quizá con los pies aspeados de la prolongada andadura, por eso, el padre mandó ponerle «calzado en sus pies». De modo semejante, provee la gracia de Cristo para los que están sinceramente arrepentidos: (i) La justicia de Cristo es el vestido con que son cubiertos: son revestidos de Cristo (Gál 3:27). Una nueva naturaleza es mucho más que un vestido, y eso es lo que reciben los que se convierten al Señor. (ii) Las arras del Espíritu (Efe 1:13-14) son el sello en la mano del creyente, como recuerdo constante de la misericordia del Padre, para que el cristiano no se olvide de ello. (iii) El apresto del evangelio de la paz (Efe 6:15) es el calzado para los pies, y nos da a entender que hemos de andar alegres y resueltos en el camino de la salvación, como va una persona con un calzado sólido, ligero y bien ajustado a sus pies.

(2) El hijo vino a casa hambriento; y su padre, no sólo le dio de comer, sino que le preparó un opíparo banquete (v. Luc 15:23): «Traed el becerro engordado y matadlo, y comamos y hagamos fiesta, ya que éste es un gran día, porque este mi hijo estaba muerto y ha revivido; lo dábamos por muerto y lo recobramos vivo, se había perdido, y por perdido definitivamente lo teníamos, y ha sido hallado» (vv. Luc 15:23-24). Nunca fue mejor empleado el ternero cebado. ¡Qué cambio para el pródigo, quien hace poco deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos! (v. Luc 15:16). ¡Cuán dulces son las provisiones de Dios para los creyentes que antes habían trabajado en vano por hallar satisfacción en las cosas materiales! Ahora veía el pródigo colmadas sus esperanzas de hallar en casa de su padre abundancia de pan (v. Luc 15:17).

(D) Pero no fue sólo el pródigo quien disfrutó opíparamente de esta fiesta, sino que toda fa familia, incluidos los criados (quizá también otros parientes, amigos y vecinos), participó del banquete y del regocijo: «Y comenzaron a regocijarse» (v. Luc 15:25). La conversión de un pecador es un milagro de la gracia divina; es un acontecimiento cuya importancia nunca puede ser exagerada: de la muerte y condenación eterna a la vida y felicidad eterna con el Señor y sus santos; de una perdición segura a una salvación total de todo el ser: espíritu, alma y cuerpo (v. 1Ts 5:23); es un cambio total, grande, maravilloso y dichoso; muy superior al que se opera sobre la faz de la tierra cuando del invierno se pasa a la primavera. La conversión de los pecadores complace grandemente al Dios de los cielos y debe causar regocijo a cuantos pertenecen a la familia de Dios: los del cielo se regocijan; los de la tierra deberían también regocijarse. Cuando un padre de familia prospera en el negocio, toda la familia debe participar en el regocijo, de la misma manera que participan de la prosperidad (comp. con Mat 18:15 «… has GANADO a tu hermano»).

4. Finalmente, tenemos la reacción de enojo y envidia del hermano mayor, con la que se describe la actitud enojosa de escribas y fariseos ante la acogida que Jesús dispensaba a publicanos y pecadores. Nótese que, en esta porción Jesús no carga las tintas en la pésima actitud de los fariseos, sino que todavía les concede ser comparados al hermano mayor quien disfrutaba de los privilegios de primogénito en la casa de su padre. Con ello puede verse la mansedumbre del Señor, que trata de suavizar el malhumor de los fariseos en contra de los publicanos. Pero, en sentido más amplio podemos ver aquí también a todos los relativamente buenos, que no se marchan de la iglesia y que en comparación con los «pródigos», no necesitan de arrepentimiento (v. Luc 15:7). A éstos van dirigidas las palabras: «Hijo, tú siempre estás conmigo, (v. Luc 15:31), más bien que a los escribas y fariseos. En cuanto a lo que la parábola nos dice de este hermano mayor obsérvese:

(A) Cuán necio y displicente se mostró ante la acogida dada a su hermano menor, y el enojo que le causó la fiesta celebrada por tan fausto suceso. Estaba en el campo (v. Luc 15:25), cuando su hermano llegó, y, al regresar a casa, oyó la música y las danzas. Entonces, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era aquello (v. Luc 15:26). Se le informó de que había llegado su hermano y de que su padre le había preparado una fiesta para recibirle y celebrar el acontecimiento, por haberlo recobrado sano y salvo (v. Luc 15:27), los dos adjetivos son una sola palabra en el original: hygiaínonta (de donde se deriva el vocablo «higiene»), es decir, en perfecta salud corporal, mental y espiritual; pues le había recibido vivo, vuelto en sí, arrepentido y sanado de sus vicios, de lo contrario, no podría decirse que le había recibido sano y salvo. Con esta noticia, cualquiera podría con razón esperar que el hermano mayor se alegrase, pero no fue así, sino que se enojó en grado sumo: «Entonces se enojó, y no quería entrar» (v. Luc 15:28). Con esto daba a entender que su padre debió haber dado con la puerta en las narices al hijo menor, que regresaba arrepentido y en condición miserable. Esto es un ejemplo de lo que es un pecado demasiado corriente:

(a) En las familias de los hombres. Quienes han disfrutado de continuo del apoyo y sustento de sus padres, piensan que les pertenece el monopolio de los favores paternos, y están de ordinario inclinados a ser excesivamente duros con los demás miembros de la familia que han transgredido en algo o han cometido algún desliz.

(b) En la familia de Dios, es decir en la iglesia. Quienes se sienten relativamente justos, rectos y cumplidores, raras veces se muestran misericordiosos con los que se desmandan, aun cuando estos últimos vuelvan sinceramente arrepentidos. El lenguaje que usan es parecido al que usa aquí el hermano mayor: Primero, se jacta de su virtud y obediencia: «He aquí que por tantos años te vengo sirviendo, no habiéndote desobedecido jamás» (v. Luc 15:29). Es la actitud descrita en Isa 65:5. Además ¿no estaba exagerando en lo de su «continua obediencia» cuando ahora se obstinaba en el enfado contra su padre? Si, por la gracia de Dios, hemos sido preservados de grandes pecados, no tenemos por qué jactarnos de ello, sino que hemos de ser humildes, agradecidos a Dios y compasivos con los hermanos más débiles. En segundo lugar, se queja de su padre: «Nunca me has dado ni un cabrito para pasarlo bien con mis amigos» (v. Luc 15:29). Muestra sin razón su mal humor pues no hay duda de que, si hubiera pedido a su padre un cabrito, al momento se lo habría concedido (v. Luc 15:31). El que matasen ahora el becerro engordado es lo que le hizo pronunciar frases tan altivas e injustas. Cuando la envidia ciega los ojos de una persona, un ternero cebado parece inmensamente mayor que un cabrito que cada día está al alcance de la mano. Quienes tienen alta opinión de sí mismos y de los servicios que prestan a Dios, son proclives a pensar bajo de las gracias que reciben y de la atención que se les presta. Si reconociésemos nuestra indignidad, jamás nos quejaríamos de ser postergados. Tercero, se siente de pésimo humor contra su hermano. Esto no debe ocurrir en la iglesia, porque no muestra el Espíritu de Cristo, sino la envidia del fariseo. Observemos los detalles en el modo actual de proceder del hermano mayor:

(1) «No quería entrar» (v. Luc 15:28): no consentía en estar en el mismo lugar que su hermano, aun cuando fuese en la casa de su padre. Vio que su padre le había acogido, pero él no estaba dispuesto a hacer lo mismo. Es cierto que hemos de evitar la compañía de creyentes que son notorios pecadores (1Co 5:11), pero también es cierto que hemos de acoger con amor a los sinceramente arrepentidos (2Co 2:5-11). ¿Cómo rehusaremos acoger a quienes han sido bien recibidos por Dios?

(2) No se digna darle el nombre de hermano, sino «este tu hijo» (v. Luc 15:30), lo cual demuestra, no sólo su arrogancia, sino también una especie de insulto a su padre por el aprecio mostrado a un hijo que había sido pródigo. ¡Llamemos a nuestros parientes con los nombres que les corresponden! Es menester que los ricos llamen hermanos a los pobres, y que los «dedicados» llamen penitentes a los que son realmente tales, es decir, arrepentidos.

(3) Daba a los extravíos de su hermano los epítetos más duros: «Ha consumido tus bienes con rameras». Es cierto que había derrochado la porción que le correspondía, pero ni había acabado con todos los bienes del padre, pues había gastado de lo que ya era suyo y, además, al padre le quedaba suficiente hacienda para mantener hijos y criados y celebrar grandes fiestas, ni se nos refiere anteriormente que los gastase con rameras, pues, aun cuando fuese probable, el hijo mayor se excedía en sus juicios al no tener mayor información sobre la pasada vida de su hermano. Así vemos cómo la persona envidiosa y resentida está inclinada a echar todo a la peor parte y a ver los defectos ajenos con los más negros colores, cuando nuestro Dios y Padre hace precisamente lo contrario (1Jn 3:20), y el Señor Jesús excusó a los que le crucificaron e insultaban (Luc 23:24).

(4) Echó en cara a su padre la acogida que había dado al hijo menor: «Has hecho matar para él el becerro engordado». Cosa muy mala es, y la peor de las envidias, el que un cristiano lleve a mal el que Dios tenga misericordia de los pecadores arrepentidos. Malo es envidiar a quienes, bajo las disposiciones de la providencia de Dios, disfrutan de mayores bienes materiales que nosotros pero mucho peor es, pues denota una gran soberbia espiritual, tener a mal que un gran pecador sea recibido a misericordia por el Dios que envió a su Unigénito Hijo a morir en la Cruz para salvar lo perdido (Luc 19:10). Notemos que, cuando el gran perseguidor de la Iglesia Saulo de Tarso se convirtió y llegó a trabajar por el Señor más que todos los demás Apóstoles (1Co 15:10), no sólo no le tuvieron éstos envidia, sino que glorificaban a Dios por él (Gál 1:24). Esto debe servirnos de ejemplo, en lugar de seguir el ejemplo del hermano del pródigo.

(B) Veamos ahora cuán manso y conciliatorio se mostró el padre hacia este hijo envidioso y gruñón. Su conducta presenta un contraste sorprendente con la de su hijo mayor, y representa, a no dudar que la gracia y la misericordia de nuestro Dios en Cristo brilla en la mansedumbre y paciencia con que aguanta los humos de los «santos», tanto como en la amorosa acogida que brinda a los pecadores que se arrepienten. Los discípulos primeros de Cristo tenían muchas faltas y debilidades y eran seres humanos «de sentimientos semejantes a los nuestros» (comp. con Stg 5:17, referido al gran profeta Elías); sin embargo, el Señor los aguantó pacientemente. Vemos:

(a) Que, cuando el hijo mayor no quería entrar, salió su padre y le rogaba que entrase (v. Luc 15:28). Con buenas palabras y con los mejores deseos, le rogaba que entrara a la fiesta. El padre podía justamente haber dicho: «Si no quiere entrar que se quede afuera ¿es que no es ésta mi casa? ¿No podré, entonces, hacer en ella lo que quiera? ¿No es mío el becerro engordado? ¿No puedo, pues, hacer de él lo que me plazca?» Pero el padre no se expresa de esta manera, sino que, así como corrió a recibir al hijo menor, así también condesciende en salir a rogar al mayor. Todo esto está destinado a presentar ante nuestros ojos la suma bondad de nuestro Dios. ¡A qué extremo tan extraño llega su benignidad para con quienes llegan a extremos tan extraños de provocación! También enseña esto a los que están en lugar de líderes y superiores a que se comporten mansa y apaciblemente con los inferiores, incluso cuando parece que tienen toda la razón para mostrarse severos y duros con ellos. Incluso en tales casos deben mostrar mansedumbre como exhorta la Palabra de Dios a los padres a no exasperar a los hijos, para que no se desalienten (Col 3:21, comp. con Efe 6:4).

(b) Que, aun cuando estaba celebrando aquella fiesta por la llegada del hijo menor «sano y salvo», no por eso quería hacerle de menos a él: «Hijo, tú siempre estás conmigo, el recibirle a él no significa rechazarte a ti, ni lo que para él proveo implica mengua alguna en lo que para ti guardo: todas mis cosas son tuyas» (v. Luc 15:31). Si no le había dado ni un cabrito para pasarlo bien con sus amigos (v. Luc 15:29), es porque él no se lo habría pedido; y, de todos modos cada día comía con él a la mesa. Mejor es ser feliz con nuestro Padre de los cielos que pasarlo bien con los amigos de este mundo. Así que (1) los hijos de Dios son inefablemente felices al saber que estarán siempre con Él (comp. con 1Ts 4:17) y que todo lo que es de Dios, será también de ellos, pues, «si hijos, también herederos» (Rom 8:17). (2) Por consiguiente, no tenemos por qué envidiar la gracia concedida a otros, porque nunca tendremos de menos por lo que ellos tengan de más, ya que la herencia de Dios no se disminuye con el número de los que la heredan, sino que, por el contrario, es como si se multiplicara con el número de los que la comparten, ya que no es participación, sino comunión (2Pe 1:4, koinonoi). Si somos creyentes sinceros, todo lo que Dios es y tiene es también nuestro: mío y de todos mis hermanos pasa lo mismo que con la luz y el calor del sol, los cuales no se disminuyen con el número de los que disfrutan de esa luz y de ese calor, sino que cada uno disfruta de ellos si está solo, exactamente lo mismo que cuando está muy acompañado.

(c) Que el padre dio al hijo mayor una muy buena razón para lo que este hijo tomaba como una ofensa: «Era necesario hacer fiesta y regocijarnos» (v. Luc 15:32). Podía haber dado como única razón su condición de padre de familia, dueño de los bienes de la casa y haberle dicho: «Tuve a bien que mi familia estuviese de fiesta y se alegrara». Pero no quiso expresarse así, sino darle una razón inofensiva y persuasiva: «¡Era necesario …!» Lo exigía el regreso del hijo muerto y perdido, más que la perseverancia del vivo y salvo; aunque la permanencia del que queda en la casa sea de mayor bendición para la familia, la vuelta del que se marchó es causa de mayor alegría. Cualquier familia quedaría transportada de mayor gozo por la resurrección de un hijo muerto, que por la vida y salud continuas de muchos hijos que sobreviven.

(d) Que el padre corrigió suavemente la forma insultante con que el hijo mayor se había referido a su hermano al decir: «este tu hijo» (v. Luc 15:30), pues, al dar razón de la necesidad de hacer fiesta añadió: «este tu hermano». No se nos dice en el texto sagrado, pues no hace al caso, si el hermano mayor accedió por fin al ruego del padre y entró a participar de la fiesta que se celebraba por la llegada del hermano menor. Podemos suponer, al juzgar piadosamente, que sí. Al menos, ésta debe ser la correcta reacción de todo creyente que, de alguna manera, se haya comportado como lo hizo este hermano mayor. La gracia de Dios nos es necesaria a todos, tanto para evitar la caída como la presunción.

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